GASPAR DE BORJA
Toledo, 1634
El frente español, una vez más, se derrumba, y el conde-duque se queja esta vez con razón. El poderoso cardenal Gaspar de Borja, arzobispo de Toledo, cardenal y primado de España, está que trina. Las cartas que desde Roma le envía el primado son desalentadoras. Como embajador extraordinario ante la Santa Sede, el rey de Suecia avanza imparable en Alemania. Los progresos del luteranismo amenazan con hundir al imperio, y por ende a la propia España.
«Esto no puede seguir así», medita Olivares, cada vez más agobiado y desengañado de todo. Para más escarnio el príncipe Maximiliano de Baviera, jefe de la Liga Católica, se ha aliado con Francia y ha roto el frente político del imperio, aunque España todavía es mucha España. Se hace imperativo recabar urgentemente fondos para la causa católica.
Con el apremio que el caso requiere, Olivares actúa. El rey Felipe IV envía un correo al cardenal Borja. Exige al papa Urbano VIII dinero para apoyar al ejército español en Europa. Ya basta de medias palabras y gestos sinuosos que a nada conducen. El león hispano agoniza.
—Por Dios que no os dejaré solo —le ha dicho Borja al conde-duque—. En el caso de que el papa no cumpla como debe, volveremos a combatir, aunque sea todos contra nos y nos contra todos. Si el papa traiciona a España, Dios volverá a salvarnos, como ha hecho otras veces.
La audiencia en Roma es privada y se anuncia borrascosa.
Aparte de las maniobras en Madrid de Cesare Monti, al cardenal Borja le solivianta sobremanera el nuevo secretario del nuncio. Su nombre es Willem Hove, un antiguo hombre de confianza de Spínola, cuyos turbios manejos en Flandes darían para un tratado completo de infamia. Es un personaje taimado, experto en cifrado secreto que secunda las maniobras de Monti para conspirar con el embajador francés contra España. Esa Francia que lleva el odio a la Casa de Austria inoculado por Richelieu en las venas.
Olivares ya está al tanto, porque Stapleton se ha encargado de hacerle llegar pormenores de ese Judas que se esconde con alevosía bajo la sombra protectora del nuncio. Un flamenco que ha cambiado de bando varias veces y ahora se ha conjurado a favor de Francia y los protestantes alemanes. Un hombre muy peligroso para los intereses españoles, sin duda, que tendría merecido recibir un buen escarmiento para aviso de navegantes. «Vuestra Majestad —le ha dicho Stapleton a Olivares, refiriéndose por vía indirecta al rey— no tendría por qué soportar tanta afrenta.»
«Al buen entendedor pocas palabras», piensa el conde-duque, pero es mal asunto dejar cabos sueltos, y sobre todo poner en danza mucha trifulca de jaques y matachines baladrones, que al final terminan cantando a poco que les apriete la justicia. No hay más que recordar lo que pasó con Escobedo y la turba de bravucones al servicio de Antonio Pérez que se lo llevó por delante.
—Creo que tengo al hombre adecuado, Excelencia. Discreto y de lealtad probada, alejado de cualquier enredo político que no sea cumplir una venganza pendiente —orienta Stapleton a Olivares. Tras meditarlo un poco deja caer el valido, bajando la voz:
—Sea pues, pero no quiero embrollos ni trastornos.
—No los tendréis. La persona que os digo es soldado viejo, curtido en guerra, y ni siquiera sabe de diplomacias o estratagemas de corte.
—Nada sé de espadas y nada quiero saber.
—Entendido, Excelencia.
Por lo que Olivares le ha contado al cardenal Borja, este no se ha mordido la lengua. El borjano le ha enviado un memorial que echa humo, con bronca incluida al pontífice. Los dos solos, mano a mano y a cara de perro.
—Su Santidad reclama envío urgente de dinero para defender a la cristiandad del avance luterano. Aquí ya no hay componenda que valga.
Pero el tortuoso papa Urbano, nacido Maffeo Barberini, educado por los jesuitas en el Colegio Romano, no da su brazo a torcer. Los Barberini tienen el alma dividida entre Francia y España, y en el cónclave han ganado los franceses por amplio margen. Felipe IV y el conde-duque todavía no se lo creen. El mundo al revés.
—Prudencia, cardenal. Sosegaos.
—No hay sosiego que valga, Santidad. España está en las últimas, y es imposible para ella sola cubrir los inmensos gastos que requiere exterminar la herejía.
Borja está que bufa. Este hombre es un toro bravo y a veces tiene miedo de que su propia vida peligre. No sería la primera vez. Con palabras contemporizadoras, el papa lo medita y parece echar cuentas. Le entrega seiscientos mil ducados, una cantidad que a Borja se le antoja harto insuficiente.
—Con eso no tenemos ni para empezar, Santidad. Los luteranos están a las puertas de Viena. Eso por no hablar de Flandes.
—No es posible daros más. El nuncio será el encargado de facilitaros la ayuda acordada.
—El nuncio es un intrigante y un chismoso, como vuestro propio secretario, el tal Hove. Una serpiente alimentada por los holandeses y el oro francés. Hay causa más que suficiente para relevar a la nunciatura. Cambiar, al menos, de personaje.
—Preciso es tranquilizarse y meditarlo bien —temporiza Urbano VIII—. Monti solo trata de ser ecuánime en beneficio de la cristiandad.
—Ya. Pero de sobra sabéis de qué pie cojea el dichoso nuncio. Por si fuera poco, Monti tutela el favor de algunos eclesiásticos españoles que están recibiendo dinero a manos llenas acaparando el nuevo gravamen de la sal.
O sea que mientras el papa se muestra cicatero, los tribunales españoles de la Santa Sede no ceden un ápice en los beneficios que obtienen de Roma. Y eso lo quieren arreglar con seiscientos mil ducados. Menos de lo que vale un mediano ejército católico que impida el completo derrumbe. Si cae Alemania, cae el imperio de los Habsburgo, y si el imperio cae, cae España. Es tan sencillo como eso. La cuenta de la vieja.
—Sintiéndolo mucho, he de avisaros de que el conde-duque de Olivares ya tiene advertido no entrometerse en las cuestiones que afectan al clero español y los asuntos políticos y económicos del reino.
—¿Es una advertencia o una amenaza? —se engalla Barberini, que por momentos está perdiendo la paciencia. Lejanos parecen ya aquellos días, aunque no ha pasado mucho tiempo, en los que el nuncio Monti fue consagrado por el papa Patriarca de Antioquía. Una solemne y vacía ceremonia en la capilla del palacio del Buen Retiro, en presencia de Felipe IV y toda la corte. En pocos meses, sin embargo, las relaciones entre la corte papal y la española se han deteriorado mucho por las críticas del rey a la política de Urbano VIII.
—Tomadlo como queráis —brama el cardenal Borja—, pero la insuficiencia de la ayuda concedida contra los luteranos de Alemania me obliga a presentar una protesta formal sin más demora. Las provincias católicas están a punto de perderse.
—¿Y qué queréis que haga yo? No soy un pozo sin fondo.
—Eso lo veremos. Cuento con el respaldo del rey y con el voto favorable de los cardenales españoles.
Olivares ha dado curso libre a la protesta pública, puesto que la secreta no tendría efecto práctico. Gaspar de Borja ha decidido que, para que la noticia tenga difusión, debe hacerse con los obispos en el Consistorio, hablando como cardenal protector de los reinos de España.
Sin amilanarse, y ante el escándalo de la mayoría de la curia, el cardenalato y los Barberini, el primado español eleva su alegato de reproches al papa. «Su Majestad no ha faltado a la causa de Dios y de la fe, ni por autoridad ni por medios; y protesto con toda humildad y reverencia, que conviene que todo el daño que padece la religión católica no se debe atribuir al rey piadosísimo y obedientísimo, sino a Vuestra Santidad.»
Queda dicho, y el papa antes de terminar su exposición le interrumpe con alboroto.
—Solo estáis autorizado a intervenir como cardenal si sois interrogado, y además no es el foro adecuado para expresaros como embajador del rey.
Pero Borja, aragonés de estirpe, aunque castellano de cuna, no está para gaitas. Si Francia veladamente quiere guerra, España se la hará por derecho, aunque eso signifique quedarse más solo que la una contra todos.
Arrecian los gritos y las acusaciones. El papa, con el rostro encendido, parece estar al borde de la apoplejía y ordena callar al cardenal Borja. Como la protesta no se ha podido terminar de leer en voz alta, este se levanta airado y entrega el texto escrito para que conste en acta. El alboroto es monumental, y el cardenal Santonofrio, hermano del papa, alza su mano para golpearle. Un puñetazo que evita otro cardenal in extremis, aunque al tropezar este se dé con el canto de un libro y le quede un ojo a la funerala.
Al final, las espadas quedan el alto, pero unos meses después el conde-duque recula. Tiene miedo a sobrepasar el límite debido a la Iglesia. Por otra parte, es consciente del descrédito de la imagen de la Corona, que Richelieu maneja con la habilidad del poderoso, con Olivares cada vez más arrinconado entre los franceses y el nepotismo de los Barberini.
Pasados unos meses, Roma negociará la salida del díscolo cardenal cuando Felipe IV anuncie el nombramiento de Borja como gobernador y capitán general de Milán. En realidad, se trata de un brindis al sol para que el papa se salga con la suya sin que el rey pierda la cara demasiado.
Al poco tiempo, a don Gaspar de Borja y Velasco le sucede en el cargo el cardenal infante don Fernando de Austria. El papa se da por satisfecho y al ardoroso prelado lo mandan fuera de Roma. Como última limosna, el primado dona al rey doscientos mil ducados para la guerra de Cataluña, que parece a punto de perderse. Fin de la cuestión.
Olivares no queda contento. Al final se la ha tenido que envainar con la Santa Sede. El conde-duque piensa que el papa sigue tramando con su taimada diplomacia lo que Richelieu tanto anhela: dividir a la Casa de Austria y crear una alianza contra el Imperio entre Baviera, Francia y Suecia.
Pero aún le queda cobrarse una pieza, aunque sea menor. Una pequeña reparación. Que el papa tenga al menos la sensación de que no todo el monte va a ser orégano.
—¿Cómo decís que se llama ese viejo soldado?
—Montenegro, Alonso de Montenegro, Excelencia.
—Disponed de él. Mañana mismo encargaré audiencia con el secretario del nuncio. Me han dicho que en estos momentos se halla de gira en Compostela. Mejor así.
Stapleton asiente, y tras unas palabras de cortesía, el conde-duque le despide aburrido. Entre unos y otros, el país va a la ruina, e intuye que hasta su mismo poder personal empieza a tambalearse.