ALONSO DE MONTENEGRO

Madrid, 1635

Las trincheras eran tomadas a costa de mucha sangre y vidas, y las zanjas cavadas en el terreno eran guarida de suciedad y garrapatas. Hechas con tablones de madera, fajinas y sacos de arena. Solo las ratas, los piojos y las pulgas parecían estar a sus anchas. Las ratas devorando los huesos de los muertos y los piojos chupando la sangre de los vivos.

En primera línea se situaban los centinelas para ver o escuchar los movimientos del enemigo y dar la alarma en caso de ataque.

La constante batalla contra las lluvias y el lodo convertía cualquier movimiento en un esfuerzo agotador.

Alto índice de enfermedades transmitidas por las ratas engordadas con restos humanos esparcidos.

No se luchaba solo contra el fuego enemigo, sino contra la enfermedad y las fiebres.

El aburrimiento y el nerviosismo.

El agua, las garrapatas, el olor a muerte.

Las trincheras apestan a sangre, sudor, orina y ropa húmeda. Alrededor suenan gritos y lamentos. Siempre hay alguien cavando tumbas.

Lluvia, frío y lodo.

Por no hablar de las bubas de la sífilis o el pus con gonorrea, que causan más bajas que las picas o la metralla. Algunos, ni siquiera intentan evitar el contagio. Las putas infectadas atraen a algunos soldados que buscan un mal venéreo para eludir el servicio en el frente y entrar en el hospital. Los más desesperados se restriegan en los ojos el chancro y suelen quedar ciegos de por vida.

El olor es pestilente, sobre todo en primera línea, donde la violencia de los combates no permite recuperar los cuerpos de todos los caídos.

Sopa, guiso y pan en la comida, pero a veces es difícil encender fuego para hervir el agua del rancho en los fogones del campamento porque la lluvia, que no cesa, lo impide y estamos al raso. Cuando todo iba bien nos daban dos libras de pan y una libra de carne, pescado en ocasiones, y medio litro de vino, más aceite y vinagre. Mucho más de lo que puedo comer ahora, pero eso era solo en ocasiones, como digo.

Los holandeses, que se las prometían felices mientras Alberto estaba al mando, tornaron el contento en preocupación en cuanto vieron que una de las primeras decisiones de Spínola fue puentear el principal canal que taponaba nuestro avance, y construir un dique hacia el mar. Esta medida se reforzó con la obstrucción de otro canal por el que entraban las barcazas de abastecimiento.

Con esto, el nerviosismo del enemigo iba creciendo, y los holandeses intentaron socorrer la ciudad con nuevas fuerzas o efectuar alguna maniobra de diversión que aflojara la tenaza que oprimía Ostende.

Pero como lo primero era muy difícil, por lo bien atrincherados que estábamos, solo pudieron intentar lo segundo. Y por eso Mauricio de Nassau resolvió sitiar La Esclusa, un puerto desde el que les hacíamos mucho daño.

Aunque el jefe holandés llevó a cabo los preparativos con el mayor secreto, las inteligencias de Spínola, que dirigía el paliducho Hove, informaron de la operación. El general pidió al archiduque reforzar La Esclusa con hombres y vituallas, pero el gobernador solo le envió trescientos hombres y, en cuanto a las provisiones, no estuvieron listas a tiempo para abastecer la plaza.

Un intento de nuestra caballería de detener el avance de los rebeldes fue rechazado, y el camino para asaltar la plaza les quedó expedito.

Acongojado por la derrota que se le venía encima, el archiduque intentó por segunda vez socorrer La Esclusa. Consultó a sus asesores militares y convocó a Spínola a Brujas. Este dio por hecho para qué lo requerían. Se presentó al archiduque sofocado por la cabalgada desde Ostende, hecho una furia por lo que le esperaba.

—¿Socorrer La Esclusa, decís?

—Sois el más indicado y contaréis con todo nuestro apoyo.

«Como si yo fuera nuestro Señor Jesucristo, Alonso», le oí decir cuando puso pie en el estribo para subir al caballo y dirigirse a Brujas. Yo fui con él en calidad de asistente personal, con seis alabarderos alemanes.

El general no se equivocó ni un pelo.

—Os he mandado llamar para que intentéis el socorro de La Esclusa. La situación es mala, como ya sabréis.

El general, por lo que me contó al salir de la entrevista, no anduvo parco en la respuesta, y el archiduque seguramente palideció. Al principio, pareció no negarse:

—¿De qué fuerza dispondría yo?

—Seis mil infantes. Más la caballería de Luis de Velasco, bastante mermada, es cierto.

—Alteza, son dos meses y medio que el enemigo está en esa plaza, y la ha fortificado a conciencia. En tan poco tiempo no es posible socorrerla. Tendríamos necesidad de establecer un contracerco con muchos más medios.

—Confiaba en que vos daríais una solución mejor y más rápida.

—Lo siento, pero no soy santo, sino un pobre pecador que no hace milagros.

—Perderemos las galeras que hay en La Esclusa. Las que vuestro hermano mandaba. Sin duda sabéis el infortunio que eso significa.

—Mejor que nadie. Pero lo que me proponéis es negocio desesperado y deja expuesta mi reputación.

—La Esclusa bien merece el riesgo.

—Si mi vida sirviera para liberar la plaza, la daría gustoso. Pero no se trata de eso. Seis mil infantes poco pueden hacer contra un ejército que lleva dos meses y medio fortificándose.

—Me defraudáis.

—No estoy obligado a más de lo que es factible, y como ya os he dicho, los milagros son cosa de Dios.

La negativa de Spínola era más que fundada, pues los seis mil infantes con los que se pretendía socorrer La Esclusa debían sacarse del ejército que cercaba Ostende. Eso daría un respiro al enemigo en pleno cerco, y tendría tiempo de reparar los destrozos causados a su fortificación por nuestra artillería.

—Os lo pido por Dios y por el rey —imploró el archiduque.

Las lanzas
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