FEDERICO DE SPÍNOLA

Unos meses después volvió a ser llamado por el rey, que estaba en Barcelona, y ajustaron cuentas. Felipe III pagó al genovés algo de lo que este había gastado en la gente de las galeras y la infantería italiana, y quedó a la espera de los hechos prometidos. Federico fue luego a Santander y llevó las galeras a Flandes. Una vez allí, pidió al archiduque Alberto que le diese gente y artillería para pasar a la acción, pero este escurrió el bulto. Le dijo que la soldadesca preparada ya se había dispersado.

Muy decepcionado, Federico escribió a su hermano una carta plagada de insultos contra el archiduque, en términos desesperados: «No quiso entregarme nada, ni piezas ni soldados; y empezó a no cumplir capitulación ninguna, y nunca la ha cumplido, antes me hizo estar casi todo el verano del año 1600 que estuve en Flandes con muy pocos soldados; que si tuviera gente confío en Dios que hiciera mayores suertes de las que hice.»

Ambrosio animó a su hermano a dar cuenta de todo al rey, que instó al archiduque a cumplir lo pactado. Pero tanto en Madrid como en Bruselas todo giraba entonces en torno a las paces que se estaban negociando con Inglaterra y tenían en vilo a las altas instancias del gobierno.

Finalmente, en abril de 1601, Federico recibió orden de ir a España.

El rey le concedió audiencia y lo acogió bien. Tras una larga audiencia, el soberano decretó que el conde de Fuentes entregase a Federico toda la infantería española e italiana sobrante, después de provistas las guarniciones de Milán. El astuto conde acató la orden, pero como dijo que no le sobraba nadie, nada le dio.

Aun así, ayudó a que los hermanos Spínola levantasen en Italia seis mil soldados, y reunida esa fuerza, Ambrosio quedó encargado de llevarla en secreto a Flandes por la vía del Camino Español.

Poco a poco, el plan de Federico iba tomando forma. Además de las levas en suelo italiano, el rey le autorizó a llevar cuatrocientos galeotes turcos desde Hungría a Génova. De allí irían a Barcelona en galera y luego a Santander por tierra. Los turcos acabaron en Flandes atados al remo. Iban muy desprovistas de chusma, pues en los últimos tiempos, bien por clemencia del archiduque o por el miedo a las penas, los condenados a galeras eran pocos. Y no era de extrañar, pues la vida del galeote es igual a la del infierno, con la única diferencia de que una es temporal y la otra, eterna.

Una vez llegados a Flandes desde España, las ocho galeras debían unirse con las otras que allá estaban. Esta fuerza sería la encargada de transportar a los soldados de Ambrosio de Spínola a Inglaterra, más veinte piezas de artillería, con su correspondiente munición, que el ministro y consejero Baltasar de Zúñiga debía entregar en La Esclusa junto a otros cinco mil veteranos de Flandes.

El problema, como siempre, es que no había dinero. Federico, para no desairar al monarca, se vio obligado a poner de adelanto 470.000 ducados, pese a que el rey todavía le adeudaba más de 300.000. Una condición necesaria si quería engrasar la maquinaria bélica con la que esperaba conquistar la gloria militar, que a toda costa anhelaba.

Mientras todo esto se negociaba en Flandes, Ambrosio de Spínola volvió a Italia para acelerar la leva prevista de banderas italianas. En total eran unas treinta, algo más de lo anunciado, pero habían de tenerse en cuenta las deserciones y la mengua de las compañías, que nunca llegaban al número de gente estipulado. Las plazas efectivas siempre eran menos de las que reflejaban los papeles. La diferencia suponía un cobro extra del dinero aportado por los cobradores reales, una sisa que aliviaba las necesidades más perentorias de los mandos, sobre la que pendía el silencio de todos los soldados del tercio. Una especie de omertá cuyo quebrantamiento solía castigarse con la muerte indigna del denunciante a manos de sus propios compañeros.

Los meses fueron pasando y los hermanos Spínola se desesperaban por la tardanza de la partida. Ambrosio quería emprender la marcha a Flandes a principios de abril, pero el conde de Fuentes le dijo que era muy temprano. La nieve de los Alpes aún no se había derretido y los pasos estaban casi impracticables. Muchos hombres y bestias perecerían de frío y enfermedad en el recorrido y aumentarían las deserciones. Además, Fuentes seguía sin ceder los dos mil soldados españoles que los Spínola le pedían, el músculo principal de los tercios reclutados. Sin ellos no cabía acometer la empresa.

Superando todas las trabas de mala fe, incompetencia y burocracia, Federico logró llevar cuatro galeras a Flandes. Las dejó en La Esclusa y esperó a Ambrosio, que se presentó en los Países Bajos a finales de mayo al frente de dos tercios italianos. En Bruselas entregó al archiduque Alberto una cédula real que pedía se le dejara pasar libremente donde quisiera, «sin detenerle una hora». Pero ni por esas cedió el archiduque, que alegaba estar muy ocupado en el sitio de Ostende. Un cerco que duraba ya varios meses y se había convertido en una hoguera devoradora de hombres y recursos.

Irritado con el archiduque, el rey volvió a escribirle a finales de ese año de 1603. Zanjó que se proveyese a los Spínola de un tren completo de artillería, municiones y bagaje, y se completara con levas un cuerpo de veinte mil infantes y dos mil jinetes.

Desde El Escorial, el monarca insistía en que se llevase a cabo la expedición contra Inglaterra para ayudar a los católicos perseguidos en aquel reino herético.

Reclutar de golpe veinte mil hombres solo podía hacerse en Alemania, cantera inagotable de lansquenetes mercenarios, y eso llevaría tiempo. Entretanto, Federico salió de La Esclusa a finales de mayo con la escuadra de ocho galeras que le había quedado. Embarcó a unos infantes españoles y puso rumbo a la isla de Walcherem para enfrentar a una escuadra holandesa en la costa de Zelanda que le superaba en número de barcos.

Esta vez, la fatalidad se cebó en el aspirante a héroe. Tenía casi rendida a la capitana enemiga cuando otros barcos holandeses acudieron al auxilio. Un cañonazo le arrancó la mano derecha y algunos trozos de la espada que empuñaba le destrozaron por completo el rostro. Otro proyectil le desgarró el estómago. Entre grandes dolores alcanzó a sobrevivir cerca de una hora, antes de que las galeras españolas tornaran a La Esclusa. Los españoles habían perdido casi ochocientos hombres entre muertos y heridos, aunque las bajas holandesas superaban el millar, y un bajel hundido.

Tristemente volvieron al puerto las galeras hispanas, con el cadáver de su comandante hecho pedazos a bordo. La pérdida del más bizarro de los Spínola supuso un golpe de consecuencias incalculables, pues malogró la posibilidad de poner pie en Inglaterra y afligió a todos cuantos habían combatido a su lado. Para Ambrosio fue un revés del que nunca se repuso. Lo convirtió en un ser melancólico y afligido por dentro. El fantasma de su hermano persiguió sus recuerdos hasta la tumba y transformó en pesadillas sus noches.

Las lanzas
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