MATÍAS DE HABSBURGO
Castillo palacio de Praga, 1612
El rey me encomendó en el intermedio de la tregua la misión de felicitar al recién nombrado emperador Matías, y de paso procurar que la elección del sucesor a la corona imperial, el llamado Rey de Romanos, recayese a su tiempo en el archiduque Fernando de Austria. Para cumplir con el encargo diplomático fui a Alemania para hablar con el emperador, y trabajé codo con codo con el embajador español Baltasar de Zúñiga, gran conocedor de las intrigas soterradas en la corte de los Habsburgo.
Hice mi viaje desde Flandes hasta Praga, donde estaba la corte imperial, acompañado de mi hijo mayor Felipe y con un lucido séquito de cincuenta caballeros. Una vez en la capital checa desde Flandes, mi trato con el emperador fue extremadamente cordial y de mucho entendimiento mutuo. Matías y la emperatriz me colmaron de atenciones, comí a su mesa y, al despedirnos, el emperador me regaló una de sus sortijas, adornada con un gran diamante valorado en más de siete mil escudos.
En mis conversaciones con los barones del emperador, estos me dijeron que los turcos intentaban apoderarse de Transilvania; y si esto sucedía se podrían perder Hungría y Austria.
También me informaron de que el imperio estaba corroído interiormente por los seguidores de la religión luterana. Estos herejes actuaban tan libremente que han escrito cartas y publicado libros en los que afirmaban que no reconocerían como emperador al heredero de Matías, sino que elegirían al que ellos quisieran.
—No veo otro remedio que el de la fuerza, señor Spínola —me dijo uno de los principales barones en presencia del embajador Zúñiga—. Necesitamos un buen ejército que inspire temor y obligue a los herejes a prestar la obediencia que deben.
—¿Y cómo juntaríais y mantendríais en pie ese ejército? —quise saber.
—Entablando guerra con el Turco. Eso obligaría a crearlo.
—Sin duda —objeté—, será obligado defenderse de los turcos si invaden Transilvania, pero declararles sin motivación grave la guerra implicaría contar con el dinero necesario para ello. ¿Creéis que la Dieta se lo daría al emperador?
—Es dudoso —reconoció el barón.
—Pues entonces de ninguna manera os recomiendo iniciar la contienda. —Y le recordé la máxima que tantas veces aprendí en Flandes: Sin recaudo no hay guerra. La guerra sin caudal equivale a fracaso.
Seguramente, los barones del Imperio quedaron un tanto desencantados con mi respuesta, pero es lo que pensaba entonces y sigo pensando ahora. Quien quiera guerras que se las pague. Ni España ni yo contábamos con medios para liarnos a cañonazos con el Turco, con tantas heridas supurantes en la otra parte de Europa, sin contar lo que se cocía en el Mediterráneo. Un mar cuyas aguas deberían ser más rojas que azules por tanta sangre como se ha vertido en ellas.