AMBROSIO DE SPÍNOLA
Campamento de Casale
Toda Europa era un barril de pólvora a punto de hacer explosión, y la mecha se había encendido en Praga, la capital de Bohemia.
Católicos y protestantes estaban a la greña. Alemania era un rompecabezas de pequeños estados azuzados entre sí por las grandes potencias, y el Sacro Imperio Romano Germánico llevaba incrustado el virus de la división profunda en sus entrañas. Demasiados territorios diferentes regidos por un poder débil. Garantía absoluta de desastre.
Soldados, hambrunas y enfermedades llevaron la devastación a Europa como no se había conocido nunca hasta entonces.
La muerte y la desgracia se extendieron como una renovada peste negra que aniquiló a la población.
En Alemania han muerto tantos hombres que las mujeres han dejado de parir y algunas regiones tardarán siglos en recuperarse.
La ira y los resentimientos religiosos reconcentrados en décadas anteriores han hecho saltar por los aires las enseñanzas evangélicas y las frágiles esperanzas de concordia.
Católicos y calvinistas parecen razas distintas, seres de planetas diferentes y las palabras de Nuestro Señor Jesucristo solo sirven para separarlos más.
En esta situación demencial, el rayo que incendió la pradera cayó en Praga, donde la elección del católico Fernando de Austria como emperador había puesto a la nobleza protestante de Bohemia en abierta rebelión.
Pero la Corona de Bohemia, que era predominantemente calvinista, se confería por elección. Los checos entonces eligieron rey de ese país a Federico V, el elector del Palatinado, un calvinista integral. El emperador envió a dos representantes católicos al castillo palacio de Praga para aquietar los ánimos, pero los calvinistas los defenestraron, los tiraron por una ventana del palacio, aunque tuvieron suerte y salvaron la vida al caer sobre un montón de estiércol.
Realmente, la rebelión bohemia estaba en marcha desde mucho tiempo antes, y el conflicto se extendió pronto a los países checos y al oeste de Alemania.
Impotente para sofocar el incendio, el emperador pidió ayuda a la Corona de España, y los luteranos a la Unión Protestante que encabezaba Federico V del Palatinado, a la nobleza protestante austriaca y a los húngaros de Transilvania.
Con esto, la hoguera del enfrentamiento estaba encendida, y desde entonces no ha hecho más que crecer y alimentarse a sí misma, devorándonos a todos en esta guerra enloquecida.
Ya puesto a galopar el jinete del Apocalipsis, España envió desde los Países Bajos un ejército al mando de Charles-Bonaventure de Longueval, conde de Bucquoy. Eso permitió respirar al emperador, y varios príncipes católicos alemanes, entre ellos el duque Maximiliano I de Baviera, crearon la Liga Católica, en oposición a la Unión Protestante de los calvinistas.
Poco después, el emperador y el rey de España llegaron a un acuerdo. España invadiría el Bajo Palatinado y el duque de Baviera el Alto, lo que desharía el estado patrimonial del elector Federico V.
Pero este plan se torció pronto porque el de Baviera pactó con la Unión Protestante que no intervendría en el Palatinado. Una vez más, España debía apechugar con todo y proseguir en solitario el plan de ocupar el Palatinado y devolverlo a la obediencia imperial.
El riesgo de romper con esto la Tregua de los Doce Años era evidente, aunque el armisticio ya estaba a punto de expirar.
En Madrid debatieron mucho la cuestión, pero la invasión no se pospuso.
Ultimados los preparativos, las levas realizadas en Flandes y Alemania, junto a las tropas procedentes de Italia, se consideraron suficientes para formar dos ejércitos. Uno debería ir al Palatinado, y el otro a defender los Países Bajos, pues estábamos seguros de que los holandeses no dejarían pasar la ocasión para atacarnos, con nuestras fuerzas divididas y el grueso de ellas alejado de Flandes.
Para los intereses de España, la ocupación del Palatinado era un objetivo estratégico importante. Apoderándonos del territorio, el Camino Español desde Génova solo tendría por foso el Rin hasta llegar a Bruselas, sin poner pie en país que no fuera del rey o de sus aliados.
Los más optimistas pensaban también que con eso se pondría en seguridad perpetua a la Casa de Austria, y se quitaría a los holandeses la comunicación y socorros que recibían de los protestantes de Alemania.
Despojados del Palatinado y sujetados por mar desde el sur de Flandes, la guerra de los Países Bajos podría acabar en poco tiempo. Vanas palabras como demostraron los hechos, pero que tenían un punto de razón.
El ejército de la Monarquía Católica seguía siendo el mejor de Europa. La guerra de Flandes había forjado el carácter de unas tropas multinacionales y permanentes, curtidas en asedios y escaramuzas y mandadas por los mejores jefes.
La tregua no había mellado su capacidad combativa, como pude comprobar en la guerra por la sucesión de Juliers-Cleves.
De nuevo España dejaba en mis manos su mejor herramienta de combate para invadir el Palatinado, el crisol de las más largas y crueles guerras que ha visto Europa en muchos siglos.
No solo lo formaban los veteranos movilizados en el norte de Europa, sino las fogueadas unidades de Lombardía y los mejores hombres del duque de Osuna en Nápoles.
Todos eran gente vieja y bien disciplinada, capaz de cualquier empresa. Iban distribuidos en dos tercios españoles, dos regimientos alemanes, un tercio napolitano, otro valón y otro borgoñón, con doce compañías montadas de lanzas, corazas y arcabuceros a caballo; sin contar las nuevas levas, que aunque de bisoños eran mozos cabales y bien acoplados.