ALONSO DE MONTENEGRO
Ambrosio recibió en Pavía la noticia de que su hermano había entregado el alma. Hasta allí fui a dársela, pues el general deseaba hablar con alguno de los hombres cercanos a Federico que le vieron morir. La luctuosa nueva le dejó anonadado. Incapaz de reaccionar durante muchas horas. Llorando por dentro y por fuera, sumido en una tristeza que le horadaba el ánimo.
—¿Le visteis morir?
—Si, Excelencia.
—¿Vuestro empleo?
—Sargento de la compañía embarcada en la galera capitana de Federico.
—Mi hermano confiaba en vos.
—Sí, Excelencia. Nunca tuve mejor jefe.
—¿Dónde os unisteis a él?
—En Lisboa. Allí embarcó la gente de mi compañía. Camino de Inglaterra, rumoreaban algunos, aunque vuestro hermano nunca lo confirmó. Todos sabíamos, sin embargo, que donde él estuviera habría lugar para grandes hazañas.
—¿Luchasteis juntos?
—En un combate cerca de La Coruña. Él me salvó la vida. Chocamos contra naves inglesas muy superiores en número y artillería. Nos hundieron dos galeras, pero conseguimos abordar un galeoncete enemigo. En la pelea, la mano engarfiada de un inglés me hirió el rostro. La sangre me nubló la vista, y al caer de rodillas se quebró la punta de mi espada. Un enemigo se acercó para abrirme la cabeza con un hacha cuando sonó un disparo tan cercano que me rasgó el cuero cabelludo. Perdí el sentido, y cuando me recogían, tras haber ganado la nave, supe por mis compañeros que el disparo salvador lo hizo vuestro hermano.
—¿Os lo confirmó él mismo?
—Terminado el combate acudió a interesarse por mi estado. Al tratar de incorporarme para darle las gracias, lo impidió extendiendo su mano. Tendido yo herido en el suelo de la galera, puso algo blando bajo mi cabeza y trató de quitar importancia a lo ocurrido. «Hoy por vos y mañana por mí. Esa es la primera ley del soldado», le escuché decir. «El inglés que os iba a rematar tenía la cabeza dura. Una bala no fue suficiente y hube de empujarle por la borda al agua», bromeó. «El garfio os dejará cicatriz, pero conozco damas viciosas que así os verán más atractivo.»
—Sonreía a la muerte. Siempre fue así —murmuraba Spínola, como hablando consigo mismo.
—Luego me enjugó el rostro sudoroso con un paño empapado en vinagre —le dije al general—, y me confortó un buen rato con palabras amables, hasta que perdí el conocimiento por el dolor de la herida. Nunca lo olvidaré. A partir de ese momento hubiera dado la vida por él muchas veces, pero la suerte es la que elige en la guerra y quiso que él muriera antes.
—¿Quién es vuestro capitán ahora?
—Jerónimo Morales. Buen soldado. Manda compañía en Dunkerque.
—Yo le daré aviso. A partir de ahora estaréis conmigo. Quedáis a mis órdenes.
Spínola era un guerrero y conocía bien a los de esa tribu. Debió de ver algún signo de lealtad y decisión en mi rostro. Lo suficiente, al menos, para saber que yo le sería fiel siempre, prolongando la deuda de gratitud contraída en la galera.
Con semblante mustio y pocas palabras relaté a Spínola los detalles del heroico final. El que Federico hubiera deseado, sin duda, aunque no tan raudo. Pero el tiempo de la muerte y el de los mortales se rigen por relojes diferentes.
De forma provisional y en calidad de capitán entretenido, pero sin nombramiento ni mando directo de compañía, Spínola me designó adjunto a su persona. Disponible para todo, me dijo que, si su hermano había confiado en mí, él también confiaría, y aunque en esa entrevista no mencionó sueldo, me dio cincuenta escudos para atender a gastos de vestimenta y viáticos por el viaje desde Flandes.
Reconocido, le di las gracias con templadas y sinceras palabras. Las justas, porque el general no era hombre de florituras ni adornos adulatorios.
Un poco antes de despedirme y salir de la cámara, entró a pasarle unos documentos su secretario Willem Hove. Fue aquella la primera vez que lo vi. Un tipo alto de tez blanca, mirar solapado, barba rala cuidada y mejillas hundidas. Manos finas, de dedos largos y delgados, que me recordaron a las garras de un buitre. Intentó ser amable conmigo y departimos unos momentos en presencia del general. Luego de dejar los documentos, hizo una reverencia y desapareció tan sigilosamente como había llegado.
Cuando hubo salido, Spínola comentó lo insatisfecho que se sentía con el obligado papeleo que a diario le abrumaba, pues en Bruselas, y sobre todo en la corte de Madrid, todo lo querían por escrito y detallado, eso sin contar órdenes de mando, edictos, relaciones, estadillos, boletines, cartas personales y otras zarandajas.
—La mitad de mi jornada —dijo— se va en leer y firmar. Salir en campaña con las tropas es una liberación. No sé qué haría sin un secretario como Willem.
—Para cualquiera sería un honor serviros con tanta confianza.
—Willem es casi como mi sombra. Me lo recomendó el archiduque Alberto, a cuyo servicio estaba cuando llegué a Flandes. Conoce los recovecos de la administración y los reglamentos mejor que yo mismo. Toda su familia era católica y fue exterminada en Zelanda cuando los calvinistas desataron el terror antes de la llegada del duque de Alba, siendo él un niño. Cuenta que se salvó escondido en una alacena.
—Una triste historia, sin duda —comenté. «Suponiendo que sea verdad», pensé.
—Desde ese día, odia a los protestantes. Y tiene motivos.
Por entonces yo rondaba los veintipocos años, aunque aparentaba ser mayor. Cuando me miraba en algún espejo, lo que veía era un joven de piel curtida y rostro cruzado por la cicatriz de la pelea con el inglés, lo que acrecentaba la aspereza de la mirada oscura. Pelo largo, cabello castaño hasta el cuello, escueto bigote y afilada perilla, facciones duras y nariz aguileña. De mis dos orejas, una asomaba saludable, y la otra mediada en duelo con un fidalgo portugués en los muelles de Lisboa por algo de lo que ya ni me acuerdo. En la pelea, él quedó mucho más tieso que yo.
El dolor de Spínola por la muerte de su hermano le empujó a retirarse a la soledad de un monasterio próximo a Milán. Allí, con la única compañía de los monjes, apartado del mundo, calmó el espíritu con soledad y oraciones.
Durante un tiempo le torturó la depresión. Pensó incluso en renunciar a los negocios de la guerra para llevar una existencia oscura y apartada, dedicada a cosas simples y cotidianas, alejada de cualquier pretensión de grandeza. Algo que hubiera sido totalmente ajeno a su verdadera naturaleza.