PEDRO PABLO RUBENS

Palacio de Bruselas, 1628

Isabel Clara Eugenia me informó de que la situación de Flandes había empeorado en sumo grado por la negativa del conde-duque de Olivares a conceder a Spínola los medios necesarios para sostener debidamente al ejército, al que tanto se adeuda.

—Olivares se niega resueltamente a negociar con los estados rebeldes una tregua larga, como desea Spínola, pero tampoco pone el remedio para hacer resueltamente la guerra —dijo la infanta. Parecía haber envejecido mucho en los últimos meses y se la veía abatida y resignada en su papel de gobernadora sin poder real.

—Deberíamos transigir cuando no se puede guerrear —comenté.

—Sí. Y el tiempo dará la razón a Spínola, pero entonces será tarde y habremos de renunciar a todo derecho sobre las Provincias Unidas. No quisiera estar viva para verlo.

—Comparto vuestro temor, Alteza.

—No sois el único. Con Carlos Coloma he hablado recientemente. Tiene informes de que el enemigo ha previsto salir en campaña esta primavera con cuarenta mil infantes y seis mil caballos bien pertrechados.

—Levantan la cabeza por nuestra inactividad. Era de esperar.

—Jamás se ha visto Flandes en el peligro de hoy. Si el rey piensa que aquí tiene cabezas, está equivocado. El mismo Coloma me ha confesado que se siente como un estafermo sobre quien cargan las culpas ajenas, sin tener mano para nada.

—¿No viene al fin Spínola? —inquirí.

—No es seguro, pero si no viene él u otra persona con suprema autoridad en lo militar, Flandes caerá sin duda. El rey perdería sus provincias mejores y más fieles.

La indignación y abatimiento de la infanta le llevaron a manifestar sin ambages lo que era vox populi en las cortes de Europa.

El rey y Olivares empujaban a Spínola para que con urgencia volviese a Flandes, sin querer darle los medios necesarios. Tan solo inciertas promesas. El resultado, cuando Spínola llegase, era de esperar: tremendos amotinamientos de los tercios y otras tropas de Flandes.

—Spínola se sigue resistiendo a volver a Flandes —dijo la infanta—, y el rey está muy disgustado con eso.

—Los intereses del mundo entero están íntimamente relacionados en este momento, pero gobiernan los reinos hombres sin experiencia, no dispuestos a seguir más consejo que el propio, incapaces de llevar a cabo sus propios planes y nada inclinados a aceptar los ajenos.

—Eso que decís parece encajar a la perfección con cierto personaje cuyo apellido empieza por O —murmuró la infanta, esbozando una leve sonrisa.

Asentí inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto. Cuando los gestos bastan, las palabras sobran.

En la vetusta y palaciega estancia, de muros forrados con tapicería admirable, la gobernadora y yo estuvimos durante unos momentos envueltos en el silencio ominoso de aquella tarde. En la corte española, Spínola se había convertido en un personaje indeseado, una excrecencia molesta, una voz en el desierto, mientras Flandes se iba perdiendo sin remedio.

—Tengo entendido que tenéis previsto un viaje a España, señor Pedro Pablo.

—Así es, Alteza. Y espero partir pronto.

—No dejéis de ver cuadros. Como mi difunto esposo, ya sabéis que estoy muy interesada en adquirir pinturas de valor en Madrid. No hay ningún ojo como el vuestro, que todo lo entendéis de pintura y de las estrecheces de dinero que sufre esta corte, por eso debéis ser muy cuidadoso en la selección.

Mientras ultimaba los preparativos del viaje a España, hice balance mental de las gestiones secretas realizadas en los últimos meses bajo los auspicios de Spínola y la infanta. Nada se había perdido, pero tampoco se había ganado nada hasta el momento.

En mi última entrevista con Isabel Clara Eugenia no pude evitar un comentario corrosivo sobre la falta de apoyo que en la corte española se había dado al general.

—Perdonad mi atrevimiento, Alteza. No querría ofenderos, pero los españoles creen que pueden tratar a este hombre admirable y sagaz como suelen hacerlo con todos los que acuden a esa corte por cualquier negocio.

La infanta guardó silencio y a mí se me encabritó la boca demasiado. Sabía que me estaba pasando de la raya, pero por una vez me desahogué, aunque no era Isabel Clara la persona más indicada para escuchar tales quejas.

—A todos los despachan con promesas vacuas y los dejan en ascuas con vanas esperanzas que al final se frustran sin que nada se haya resuelto.

—Conteneos, señor Pedro Pablo. El rey mi sobrino nos manda a todos. El exceso de queja paraliza y no conduce a nada. Sosegaos.

Durante más de un mes, Olivares y Spínola se habían disputado con vehemencia y a puerta cerrada los apoyos del Consejo de Estado. Conociendo, como yo conocía, a los personajes, debió de tratarse de un enojoso combate entre dragones de la política.

Olivares veía a Spínola como obstinado y en exceso pesimista, sin horizonte estratégico. Para el general, el valido era un político sin talento, que se negaba a ver la realidad de los Países Bajos y de la propia España, asfixiada por un sinfín de guerras, arruinada y sin muchos aliados en Europa.

Las lanzas
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