AMBROSIO DE SPÍNOLA

Campamento de Casale

En la corte se levantaron voces pidiendo mi pronta vuelta a Flandes. A ellas se unió Coloma, que apremió a Olivares para que resolviera pronto.

Pero la orden de Madrid nunca llegó, y mientras tanto yo seguía decidido a estrechar el cerco de Casale.

Elegí tomar la plaza por asedio, y no por opugnación, por considerar esa la vía más breve y segura. Era mejor disputar la plaza por las armas que exponer al ejército a las contingencias de un largo sitio, sobre el que siempre penden muchos imprevistos.

Mandaba la guarnición de Casale el duque de Mayne, hijo del duque de Nevers y mozo de poca experiencia en las armas. La guarnición de la plaza, una ciudad muy bien fortificada a orillas del río Po que amenazaba el camino español de los tercios, la componían soldados monferrinos, al mando del marqués de Rivara, y unos dos mil franceses capitaneados por el mariscal de Torás, célebre por la valerosa defensa de la isla de Re, frente a La Rochela, cuando fue atacada por los ingleses de Buckingham.

El mariscal aumentó considerablemente las fortificaciones de Casale, y yo coloqué varios aproches y encargué la defensa a los napolitanos del maestre de campo Filomarin y a los españoles del duque de Lerma, hijo del que fuera valido de Felipe III.

Después de un ataque por sorpresa de los sitiados contra uno de los aproches, que causó mucho daño, ordené apretar mejor el cerco, pero los de Casale se defendían gallardamente y realizaban salidas continuas de día y de noche.

El duque de Saboya, entretanto, se atrincheró en la plaza de armas de Pancaleri, a la espera de ver cómo se comportaba el enemigo, pero entonces invadió el Piamonte por Saboya un ejército francés para socorrer Casale, y corrió la voz de que otro mayor venía con el rey de Francia en persona al frente.

A ruegos repetidos del duque para defender el Piamonte, le envié refuerzo de seis mil tudescos y seis compañías de caballos gobernadas por Pagán Doria, caballero cuya edad y experiencia eran mucho menores que su valor.

Falto de esta gente, tuve que suspender el trabajo de los aproches y ocupar a las tropas en obras más urgentes, tras haberme negado Génova los refuerzos que le pedí, con el pretexto de que mi ejército estaba infestado de enfermedades contagiosas.

Tampoco quiso darme Collalto otros mil alemanes, y cansado de tanta rémora, me quejé al rey de la continua discordia con los imperiales.

Vacilante como suele, don Felipe escribió a la reina de Hungría para que ejerciese de mediadora y procurase reunirnos.

La enemistad con Collalto no era el mayor problema. Como de costumbre, escaseaban la gente y el dinero para detener a las poderosas fuerzas francesas.

Mi petición en este sentido a la corte de España cayó una vez más en saco roto, en gran parte por la mala voluntad de Olivares.

El príncipe Victorio, hijo del duque de Saboya, intentó cerrar el paso al ejército francés, y aunque estuvo a punto de lograrlo fue derrotado.

Yo temía además que el de Saboya se concertara con Francia. Estaba al tanto de que los oficiales del duque proclamaban sin recato que el Piamonte no podía sufrir el peso de tantas armas, y que a su señor le importaba poco o nada la pérdida de Casale.

Consciente de esto, yo sospechaba que en cualquier momento el duque haría la paz con los franceses y cambiaría de bando. Algo que quizá no se produjo porque murió poco después, cuando se extendía la voz de que el duque de Fritland entraba en Italia con numeroso ejército.

Dicen que la muerte del saboyano, cuando contaba sesenta y ocho años, se debió a la pesadumbre que sentía por ver a su país inundado de ejércitos extranjeros. Una continua mortificación que, para su orgullo, dijeron, fue más penosa que la muerte. Es posible. Pero ni España ni yo le debíamos nada porque su deslealtad y fingimiento eran manifiestos. En cuanto al duque de Fritland, que acabaría ejecutado acusado de traición, no llegó a entrar en Italia porque se opusieron tanto los electores alemanes como el rey de España.

Al duque Carlos Manuel le sucedió su hijo el príncipe Victorio Amadeo, que ya era hombre maduro y experimentado en los negocios políticos y militares, aunque menos taimado que el padre. Los franceses intentaron socorrer Casale y resolvieron tomar Cariñano, y en el puente de este nombre chocaron con el ejército saboyano reforzado por alguna tropa nuestra.

Fue una recia escaramuza, en la que al final los franceses llevaron la mejor parte. Muchos cayeron en la confusión en el río y se ahogaron, y de los nuestros murieron Alonso de Zuazo, que era uno de mis lugartenientes, y algunos capitanes de los tercios. Martín de Aragón quedó mal herido y prisionero, tras haber peleado valerosamente, y el maestre de campo Nicolás Doria, herido de un mosquetazo, murió a los pocos días.

Fue tal el encarnizamiento de la pelea en los dos campos que cada uno cortó el puente de Cariñano por su parte, quedando dueño del campo que le tocaba; los franceses hacia los Alpes y los saboyanos hacia Casale.

A la expectativa de nuevos combates, los ejércitos imperial y francés engrosaron sus efectivos y mantuvieron posiciones. Collalto, expugnada Mantua, pasó al Piamonte, el duque de Saboya se situó entre Turín y Moncaleri, y los franceses se apoderaron de Avigliana, que estaba, como casi todo el Piamonte, desguarnecida y despoblada por la peste y la guerra. Desde allí podían pasar fácilmente el Po y marchar sobre Casale, y viendo venir el peligro fortifiqué la ribera del Po con dos trincheras, una frente al río y otra que miraba a la plaza.

La infantería española, después de conquistar el casi inexpugnable baluarte de San Carlos, desembocó en el foso de Casale, y estaba a punto de atacar la muralla cuando llegó el anuncio de que en Ratisbona se había llegado a una tregua que todas las partes deseaban. Por un lado, los electores alemanes, ayudados por el rey de Francia y el pontífice, enemigos irreconciliables ambos de la Casa de Austria. Por otro, el emperador, ansioso de que fuese declarado Rey de Romanos su hijo el rey de Hungría. Este también deseaba la paz, desengañado de una guerra en la que había perdido mucho.

Con la retaguardia mal asegurada y agobiado con tantas dificultades y desconfianzas, ofrecí al nuncio levantar el sitio de Casale si los franceses restituían al duque de Saboya lo que le habían ocupado y se retiraban más allá de los Alpes. Esa hubiera sido una solución digna y sin pérdida de reputación, pero lo impidieron las intrigas contra mí del abate Scala en Madrid. Me presentó como lleno de aversión y odio contra el duque su señor, sin atender a los intereses comunes, y sus insidiosas palabras hicieron efecto en el ánimo tornadizo de Olivares, que deseaba mi ruina por haber resistido su mandato cuando decretó que volviera a Flandes.

Decidido a mortificarme, el conde-duque decidió quitarme los plenos poderes que el rey me había dado en Italia, y solo me dejó la facultad de concluir la paz. El golpe moral que he recibido con esto es tan profundo y doloroso que acaba de minar mi ya quebrantada salud. He mantenido secreto el ultraje durante algún tiempo, sin que ni siquiera lo sepa mi hijo.

No quiero paces ni componenda alguna, porque mis españoles ya han desembocado en el foso de Casale, y los napolitanos se han acercado tanto a la muralla que no tengo duda de que la ciudad se rendirá en breve. Tampoco admito pláticas ni treguas, suspensiones ni paces antes de ver el fruto de mis fatigas. Lo diga Olivares o el mismo rey, pues ya me voy muriendo y solo deseo reputación antes de que la llama final se extinga.

Las lanzas
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