ALONSO DE MONTENEGRO

Madrid, 1635

A todos se nos pone cara de idiota con la muerte. Nos vamos sin resolver el misterio de qué pintamos en este maldito mundo, aunque a lo mejor el misterio somos nosotros mismos, con la porfiada tabarra de querer saber lo que no tiene solución, de zanjar un problema que no tiene respuesta.

Pese al tiempo transcurrido, Montenegro almacena ese recuerdo con una transparencia especial, como si hubiera tenido lugar hace poco tiempo. Es extraño, porque con la edad algunos sucesos de la guerra se le van confundiendo y otros, simplemente, difuminando, cada vez más alejados hacia un horizonte impreciso, el país de irás y no volverás.

Una tarde lluviosa y gélida de enero frente a Bergen-op-Zoom. La ciudad resistía desde hacía varias semanas, y en las trincheras el hedor de los muertos se mezclaba con las defecaciones de la tropa y le oprimía la garganta.

Las paredes de las trincheras eran altas, cubiertas de tablas empotradas contra el talud. Por la noche, cuando el cansancio le rendía y dormitaba, podía oír los correteos de las ratas que chapoteaban sobre la papilla embarrada del suelo. Los soldados, atormentados por las picaduras de piojos y pulgas, se rascaban hasta hacerse sangre en la piel, y los roedores voraces se atrevían cada vez más a disputarles los trozos de pan o de tocino del rancho. Las maldiciones eran como un soniquete afectivo, una barrera de cordura contra el desaliento.

Pese al sufrimiento, la camaradería seguía estando presente, lo mismo que la ira o el dolor, pero el caparazón era muy fino y en cualquier momento se podía quebrar.

Todo se reducía una vez más, reflexiona Montenegro, a los viejos lazos de lealtad. Ahora que lo piensa, le hubiera gustado ser piadoso y poder rezar para entenderlo. Hallar alguna respuesta que diera sentido a una matanza tan prolongada sin resultado aparente. Saber al menos por qué morían.

Demasiadas sutilezas para un soldado en guerra. Al lado están los tuyos y enfrente los enemigos. Eso y seguir la bandera es todo lo que un infante de los tercios necesita.

Aún no serían las cinco de la tarde y el cielo ya estaba oscuro por completo. Las únicas luces procedían de los fogonazos de la artillería y de algunas hogueras dispersas que calentaban a las guardias del campamento y vigilaban un pantano próximo para avisar de cualquier infiltración enemiga. Los escasos árboles se veían como fantasmas negros, sombras irregulares de retorcida silueta que salpicaban el desolado espacio circundante de la sitiada plaza. El viento arreciaba y agitaba las desnudas ramas. Pronto, seguramente, volvería a llover.

Con la espalda apoyada en la pared de la trinchera, es Salillas el que se le acerca y le espabila con una ligera patada.

—Despierta, sargento. Parece que el general quiere verte.

No hace ni ocho días que ha fracasado la misión que le encargó Spínola, y desde entonces permanece hosco y esquivo en la trinchera, como una especie de expiación personal, con los hombres de su escuadra, los que le quedan, que son cada vez menos.

La cosa, dentro de los riesgos que comportaba, parecía sencilla, o por lo menos no carecía de cierta lógica. La insensata lógica de cualquier acción de guerra, que solo se explica por el éxito o el desastre. Buena en un caso y mala en otro, siempre a posteriori. Como en la caza del predador y la presa. Gana el que come o el que escapa.

Uno de los magistrados de la ciudad —le explicó el general— estaba enfurecido porque su mujer le ponía los cuernos con un oficial de la tropa inglesa que ayudaba en el interior de la plaza a los sitiados. Despechado, el hombre quiere venganza. Como no se atreve a matar a la mujer, y menos aún al inglés, ha ofrecido al bando español, por medio de un espía, abrir uno de los portones de la ciudad; aunque como buen burgués no deja de pedir a cambio cincuenta mil escudos. De esa manera salva al mismo tiempo la bolsa y la honra.

Montenegro, intrigado, preguntó al general cómo le había llegado la oferta.

—A través de mi secretario Hove, que como sabéis es una de las cabezas de mis inteligencias. El magistrado le mandó un mensaje por un soldado holandés de su confianza.

—¿Dónde está el soldado?

—Hove lo dejó volver a la ciudad. Si lo hubiéramos detenido, su falta hubiera alertado a los holandeses.

—¿Y habéis aceptado el trato?

—Sí, aunque el precio es elevado. Pero la ciudad, si cae, vale mucho más. Sobre todo, si autorizo el saqueo.

—En eso lleváis razón. ¿Qué deseáis que haga?

—Asegurar que el magistrado está dispuesto a cumplir lo pactado y ultimar detalles. Debéis convenir con él el día y hora exactos de la entrega. Él es el encargado de abrir el portón. Un petardo de artificio que haréis estallar a la hora que convengamos. Llevad a vuestro grupo. El ejército estará preparado para entrar en la ciudad.

Tras varios días de preparativos, Montenegro entró en la ciudad oculto en una gabarra holandesa que transportaba harina y otros víveres. Cuando llegó al embarcadero fluvial saltó al agua y nadó hasta una barca cercana que manejaba un supuesto servidor del magistrado. Ya noche cerrada, le recogió en el muelle un carretón cargado de lonas y rollos de soga. Escondido en la carga pasó un control y el carretón le dejó en la puerta de la mansión del desleal holandés.

Primero confirmar el trato, le había dicho Spínola, y eso hizo. El magistrado estaba esperándole en la casa, y el encuentro fue breve. Se entendieron hablando en flamenco chapurreado y convinieron día y hora. La entrega del dinero sería entonces. El magistrado debía abrir el portón y Montenegro entraría con su escuadra. Una vez dentro entregaría el dinero y dejarían la entrada abierta para que se produjera el asalto.

En la despedida, el holandés le dijo que, aunque se rindiera la ciudad, estaba seguro de que los españoles no ganarían la guerra. «Eso lo veremos», contestó Montenegro altanero, empinándose ligeramente sobre sus altas botas de cuero.

Al final, nada salió bien. El portón se abrió y el magistrado atrapó la bolsa con el dinero y huyó dando voces. Los estaban esperando y la emboscada surtió efecto. Murieron el mestizo Cosme de Silva y el navarro Arbeloa. Con el resto de la escuadra, Montenegro consiguió abrirse paso a golpe de espada y pudo escapar antes de que los holandeses volvieran a cerrar la compuerta. Un puto desastre. Irremediable. Por entonces, el español ya venteaba traición, pero no se atrevió a plantear abiertamente la sospecha. Apesadumbrado por el engaño y la pérdida de los dos hombres y el dinero, Spínola juró que si entraba en la ciudad el saqueo sería memorable.

—Venga, Alonso. No remolonees. El general te espera en su tienda —le insta Salillas.

En la tienda, además de Spínola, están el maestre Diego Mexía y un sujeto de tez curtida y mandíbula cuadrada, de aspecto inequívocamente holandés y con tendencia a mirar sesgado cuando habla. Spínola le presenta como Salazar, y dice que es hombre de confianza y amigo que vive en La Haya. «Que sepas que eres libre de aceptar o no lo que estos señores propongan», advierte Spínola a Montenegro.

Una vez hechas las presentaciones, Spínola hace mutis y deja a los tres hombres hablando solos en la tienda. Una manera elegante de poner a salvo la conciencia.

Pronto le entraron al asunto.

—El momento —dijo el tal Salazar—, es inmejorable. En Holanda han decapitado al gran pensionario Oldenbarnevelt y dos sectas luteranas han estado a punto de una guerra civil religiosa entre arminianistas y gomaristas. Las heridas no se han cerrado todavía. Han ganado estos últimos, pero sobre todo el gran triunfador ha sido Mauricio de Nassau, el enemigo acérrimo de España, cabeza del bando militarista. Mientras él esté al mando no hay posibilidad alguna de renovar la tregua y mucho menos de firmar la paz. Ese hombre debe doblar la cabeza y dejar de existir por el bien de todos, incluidos los holandeses, que ven prolongarse una guerra que muchos ya no desean, pues estiman más conveniente negociar con España y abrir el comercio en Europa y las Indias sin necesidad de proseguir la lucha. No se trata, pues, de un asesinato, sino de una necesidad. Tan necesario como derribar una muralla o acuchillar enemigos en una encamisada.

Montenegro apenas tiene materia de opinión en tales asuntos. Ni siquiera sabe por qué le han convocado. Él solo es un soldado que obedece lo que su general Spínola le pide.

El plan, deduce por lo que comentan Mexía y Salazar, tiene el visto bueno del servicio secreto español que dirige una junta de inteligencia con miembros del Consejo de Estado, vagamente coordinada por el marqués de Chavela, un personajillo a la hechura del conde-duque, emparentado con la familia Stratta de banqueros y comerciantes genoveses, asentistas principales en la corte. Antes, esos asuntos los llevaba Andrés Velázquez, espía mayor y superintendente de las inteligencias, pero este hace poco que ha caído en desgracia y anda voluntariamente exiliado en algún lugar perdido de Castilla.

Montenegro está a punto de preguntar si el rey también sabe de la conjura, pero luego piensa que eso a él ni le va ni le viene, y opta por callarse. La decisión, por otra parte, ya está tomada, y Mexía será el cerebro ejecutor de la operación, pero contando con la inestimable ayuda de los hijos del gran pensionario, deseosos de vengar la muerte del padre. Con ellos se ha entrevistado en Flandes el propio Mexía y un enviado de la junta de inteligencia que ya ha partido hacia Madrid para informar a quien corresponda.

Los hijos de Oldenbarnevelt —revela Salazar— han contratado, por cuatrocientos florines, a un grupo numeroso de marineros que serán utilizados como punta de lanza de un movimiento insurreccional en Ámsterdam contra los secuaces de Mauricio. En cuanto este muera, los marineros a sueldo de los hijos de Oldenbarnevelt (Montenegro a veces se trabuca con este nombre) iniciarán la revuelta y sublevarán al pueblo. Incluso la fecha está ya fijada, el 23 de febrero. Luego, una vez que los arminianistas hayan vuelto al poder y sus enemigos hayan sido descabezados, habrá paz definitiva con España.

Salazar le explica a Montenegro el porqué de la fecha convenida. Un mercader consignatario en Amberes (se refiere a Martín Aguirre) que trabaja para la inteligencia española, es amante de la mujer de un magistrado de Ámsterdam, a la que conoció años atrás en Bruselas. Por ella sabe que Mauricio de Nassau debe ir a la capital holandesa para discutir con los burgueses del gobierno municipal la asignación de dineros para guerra, que ya se ha reanudado tras la ruptura de la tregua.

—Es una información que he contrastado debidamente —le dice Salazar.

—¿Y qué pinto yo en esto? —espeta Montenegro, aunque la cuestión parece bastante evidente.

—Deseamos que os encarguéis de llevar a cabo el atentado, contando con la voluntad del rey, desde luego —interviene Mexía—. Damos por supuesto que, si no queréis seguir adelante con esto, debéis jurar por Dios que nada de lo que aquí se ha tratado saldrá a la luz. Además, hay una sustanciosa recompensa si el suceso sale bien.

Ahora Salazar y Mexía le miran fijamente. Montenegro está a punto de decir que no y levantarse, pero a él la vida del estatúder le importa una mierda. A fin de cuentas, será un enemigo menos.

¿Acaso no caen en las trincheras todos los días hombres más honrados y menos venturosos que el general holandés?

—Juro guardar el secreto —dice—. Tan solo digan vuesas mercedes si tienen algún plan concreto y cómo llevarlo a cabo.

El atentado podría tener lugar, debatieron, mientras Nassau cenaba en la residencia de su amante.

—Lo podríamos hacer —puntualizó Salazar, que llevaba la voz cantante— con veneno, pistola o puñal. Pero si era con veneno, la vía más segura para los conjurados, ¿cómo hacerle llegar el bocado?

—Uno de los criados de la dama —dijo el agente español— es muy conocido de Robles, un sefardita de Ámsterdam con el que también contamos. Pero sería muy comprometido exigirle que se plegara a dar el veneno a Mauricio. Según mis noticias no es hombre de agallas ni está motivado para eso. Lo más probable es que se echara atrás y nos traicionara.

—De cualquier forma —intervino Mexía—, deberíamos aprovechar tener a un allegado de Robles dentro del sitio.

Durante más de media hora discutieron esa cuestión. Decidieron que era más seguro utilizar al criado en franquear el acceso al sitio del ejecutor o ejecutores. Y al decir esto, tanto Salazar como Mexía miraron a Montenegro, que pareció no darse por enterado.

—Una vez dentro, lo dicho. Disparar a la cabeza del estatúder y rematar la acción con las dagas si queda herido —concluye Salazar, mientras fuera, en el campamento, arrecia la ventisca y empieza a caer una aguanieve polar.

Las lanzas
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