AMBROSIO DE SPÍNOLA
Campamento de Casale
Asentada la tregua, tenía decidido retirarme por un tiempo a mi casa de Italia. Debía resolver asuntos propios que tenía desatendidos desde hacía mucho tiempo.
Pero entonces sucedió lo imprevisto.
La nueva Guerra de Troya, la llamaron algunos, y a fe que estuvo a punto de serlo. A mí me tocó jugar un papel relevante en ella, como guardaespaldas y resguardo de la Elena francesa, cuya belleza pudo desencadenar una contienda no menos cruenta entre España y Francia que la que cuenta Homero en la Ilíada.
Quiero dejar constancia de estos hechos empezando por el origen, que no fue otro que la lujuria de un hombre, aunque al final se impusiera la justicia de Dios.
En realidad, una vez firmada la tregua, ni los archiduques ni el rey de España deseaban que yo abandonase Flandes. Los unos porque no decidían nada importante sin pedirme consejo, y el otro porque creía que podían surgir disturbios contra la Corona en las ciudades flamencas si cualquiera de los archiduques fallecía sin dejar descendencia.
A esta preocupación de Madrid se añadía la inestable situación en el ducado de Juliers-Cleves fronterizo con Alemania, cuyo soberano había muerto sin sucesión directa. Eso había desencadenado ambiciones en el rey de Francia, el emperador y algunos príncipes alemanes. Todos unidos en la codicia por apoderarse del estratégico territorio, por el cual, además, solía pasar el camino de los tercios hacia los Países Bajos.
Por si estallaba un conflicto general, nuestro ejército se mantenía listo para actuar en Flandes, aunque muy rebajado de efectivos.
Con la garantía de tal presencia se me otorgó permiso para ir a España y luego a Italia, a componer mi hacienda.
Pero todo lo alteró el incidente extraordinario y dramático que he mencionado.
Hoy bien sé que los sucesos políticos más importantes vienen provocados por los vicios y las turbias inclinaciones de los poderosos de este mundo. Los mismos que deciden la suerte de gentes y países, bien sea llevándolos del ronzal a la guerra o concertando paces cuando su humor o sus deseos se dan por satisfechos, sin que el pueblo intervenga para nada.
Pero intentaré no irme por las ramas.
El caso es que en los últimos días de noviembre de 1609 cruzó la frontera francesa y llegó a Flandes a todo galope el príncipe de Condé, Enrique de Borbón.
A la grupa de su caballo traía a su jovencísima esposa Carlota Margarita de Montmorency, una mujer de seductora belleza, hija del gran condestable francés.
La joven había inflamado de tal suerte el apasionado corazón del rey Enrique IV que este, perdida la razón, intentó toda clase de fingimientos para llevársela al lecho y satisfacer su lujuria.
El príncipe, que no era lerdo, procuró defender su honor de las asechanzas del soberano, pero el ansia de este crecía con los obstáculos que Condé le oponía.
En vista de que ni las promesas ni los halagos hacían mella en el príncipe y su esposa, el rey decidió imponer su autoridad sin cortapisas para obligar a la mujer a yacer con él.
Viéndose perdido en su país, Condé decidió escapar de Francia y refugiarse en Flandes con su esposa.
Furioso y despechado, la cólera de Enrique IV alcanzó límites frenéticos y dio órdenes de prender como fuera a los fugitivos esposos. Sin tardanza, envió embajadores extraordinarios a Bruselas para que los archiduques detuviesen a Condé y a su esposa y se los entregaran.
A una persona tan timorata como Alberto, un asunto de tal envergadura le hizo flojear.
Para evitar el enojo de Enrique IV, a quien seguramente tenía taladrado el cerebro la sífilis contraída en su juventud, el archiduque —temeroso de una disputa con Francia— negó su amparo al príncipe. Le ordenó salir de Flandes en el término de tres días, dejando a su mujer en la casa que su pariente el príncipe de Orange poseía en Bruselas.
Condé obedeció y se fue a Colonia, pero la decisión de Alberto fue muy criticada. Los ministros españoles no podían entender que se negase asilo a un príncipe de Francia por defender su honra, cuando a todos los enemigos y delincuentes salidos de España se les concedía protección en Francia, incluyendo al traidor secretario Antonio Pérez.
El príncipe Enrique Borbón-Condé no era un personaje más en la corte de Francia. Había sido el heredero al trono hasta que la reina María de Médicis dio a luz a su primer hijo.
Había sido educado en la fe católica, aunque era hijo de uno de los principales jefes hugonotes. Comprendía el español y hablaba el italiano con fluidez, y tenía fama de tímido con las mujeres.
Fue el rey Enrique, al parecer, quien le propuso que se casara con una rica heredera de los Montmorency, lo que alivió su situación económica, porque sus ingresos no estaban a la altura de su posición como príncipe de sangre real, lo cual le obligaba a llevar el tren de vida fastuoso de los de su clase.
En cuanto a Carlota, sin ser una criatura frívola, en el fondo parecía sentirse un tanto halagada por el acoso del rey, y en ocasiones me dio la sensación de que le divertía el juego erótico que, aunque no debió de pasar a mayores, estuvo a punto de costarle la cabeza a su marido y provocar la guerra entre las dos naciones más poderosas de la cristiandad.