PEDRO PABLO RUBENS

París, 1625

Con la victoria de Spínola en Breda, los españoles fortalecieron su posición negociadora con los rebeldes, pero por entonces Mauricio había muerto, así pues, ¿con quién negociar? Federico Enrique, el nuevo príncipe de Orange, no controlaba la maquinaria política holandesa con la misma autoridad que su hermano. Cualquier iniciativa de paz debería tratarse ahora con los Estados Generales, una heterogénea amalgama de delegados de las siete Provincias Unidas, lo que convertía la posibilidad de acuerdo en una tarea hercúlea.

Soy un artista al que le gustaría que el mundo entero estuviera en paz, que pudiéramos vivir en una edad de oro y no de plomo. Algo seguramente imposible porque somos hombres y no ángeles.

Y, sin embargo, la paz estuvo a punto de lograrse. Lo sé, aunque en Madrid el torpe Olivares se negara a verlo y a prestarme su apoyo. Creía que la máquina militar hispana sería invencible siempre, aunque escasearan el dinero y los hombres. Su soberbia le hizo cometer ese grave error.

Por carambola histórica, lo que no se pudo conseguir con Francia estuvo a punto de salir con Inglaterra.

Todo ocurrió cuando el nuevo rey Carlos de Inglaterra acudió a esperar a su prometida francesa Enriqueta María, hija de María de Médicis, tras haber celebrado boda en la catedral de Notre Dame de París.

En realidad, Carlos no estuvo presente en sus propias nupcias, que fueron por poderes, pues se consideraba improcedente que el rey viajara a encontrarse con su prometida antes de formalizar las capitulaciones. El novio, por muy real que fuera, podía enfermar o resultar herido en el camino y poner en peligro el acuerdo matrimonial.

En este sentido, Carlos había aprendido una dura lección cuando viajó de incógnito a España para negociar su matrimonio con la hija del rey Felipe III, la infanta María Ana, cuya belleza le tenía enajenado, aunque solo la conocía por un retrato cuando llegó a Madrid.

Carlos era impulsivo, sentimental y atolondrado, como suelen serlo los jóvenes muy enamorados.

Solo la desmaña de Olivares y los ridículos escrúpulos dogmáticos de la corte española impidieron cerrar un matrimonio que hubiera sellado por largo tiempo la alianza con Inglaterra, la nación que, junto a Francia, más daño hace a la Monarquía Católica en todo el mundo.

Pero todo eso ya es agua pasada.

A efectos prácticos, en lo que atañe al éxito de la negociación de paz que rocé con mis manos, el personaje clave era George Villiers, duque de Buckingham, que había sido el compañero y asesor político del rey Carlos cuando este fue a Madrid al encuentro de la infanta española.

Buckingham acudió a Francia a escoltar a la nueva reina y durante las semanas que estuvo en París, mientras se celebraba la boda por poderes, me pidió que le hiciera un retrato.

Era un gran amateur en el negocio del arte, y hombre apuesto y muy preocupado por las apariencias, con la obsesión de dejar una buena imagen de sí mismo a la posteridad.

Con cierta inquietud acudí al encuentro con Buckingham en París, en la primera sesión que posó para el retrato.

Imaginé que el duque, que era ya valido de Carlos y lord del almirantazgo, seguiría resentido por la frustrada boda española de su rey. Como agente confidencial de Isabel Clara Eugenia, me propuse calibrar si su rencor era tanto como para lanzar una ofensiva militar contra España y sus posesiones.

Mientras esbozaba el retrato, conversé de forma amigable y distendida con Buckingham.

Como es lógico, me esmeré mucho en la obra. Repasé el dibujo, proporcioné a la figura del duque la prestancia exigida, y di a su mirada ese toque de vigor que él deseaba. De toda la figura emanaba la serenidad calculada acorde con la arrogancia del personaje. Lo pinté como sabía que el lord inglés se imaginaba a sí mismo, con intención de halagar su vanidad. Dominante, serio y un tanto fiero. Un hombre de acción, en suma.

Buckingham quedó tan satisfecho de mi trabajo que pidió que le hiciera dos retratos, uno de ellos a caballo, por el que pagó quinientas libras. Me encargó también que le pintara el techo de la sala de ceremonias de su residencia en Londres.

Mientras posaba hablamos de cuestiones de arte y fui derivando discretamente la conversación hacia temas políticos.

Le dije que estaba preocupado por las dificultades que podrían surgir entre las coronas de España e Inglaterra, y que como la guerra era un azote del cielo, cualquier hombre honrado debería hacer cuanto estuviera en su mano para evitarla.

Insistí sobre todo en que Flandes y la gobernadora serían víctimas inocentes de cualquier conflicto entre Londres y Madrid, y en eso estuvo de acuerdo.

El duque me dio a entender que, por su parte, el fallido enlace con la infanta española había quedado enterrado en el olvido, y apuntó que en todo caso debería arreglarse el asunto del Palatinado, cuyo elector Federico V, pariente del rey inglés, vivía exiliado en Holanda, con su territorio repartido entre el emperador, el rey de España y el duque de Baviera.

A esto le respondí que Isabel Clara Eugenia era neutral en esa disputa, y podía actuar de mediadora en el asunto.

Mi acercamiento a Buckingham en París terminó de manera amigable y podía considerarse todo un éxito en mi actividad de inteligencia.

Cuando regresé a Flandes e informé a la gobernadora, esta me pidió que por nada del mundo dejara de mantener la amistad con el duque. Pero no fue ese el único triunfo que me apunté.

De forma casual me enteré en la capital francesa de que uno de mis mejores clientes, el duque de Neoburgo, iba a emprender viaje a España. Su llegada a Madrid suponía una amenaza para las subterráneas negociaciones de paz que todavía por entonces se mantenían con los holandeses.

El de Neoburgo era peón involuntario de una conspiración urdida por el espionaje galo a través de un aristócrata francés que aspiraba a mejorar su arruinada reputación en la corte de París a costa de España.

Con esta intención, había informado a un conocido agente español en la capital francesa que Francia estaba deseosa de mediar entre España y los rebeldes holandeses, y haría cuanto pudiera para poner fin a la guerra en Flandes.

Todo era una añagaza, pura desinformación, algo absolutamente falso, pues Francia no había variado entonces ni ha variado ahora su política de hostilidad velada hacia España, y no tiene interés alguno en que se llegue a una paz en Flandes.

El duque de Neoburgo, en consecuencia, era un informador quimérico y su misión estaba destinada a provocar un vendaval político, porque tergiversaba las auténticas intenciones de Francia y socavaba los pocos avances conseguidos en las negociaciones secretas con los holandeses, que yo mantenía con enorme dificultad desde hacía mucho tiempo.

Con celeridad informé de todo ello a la infanta gobernadora Isabel en un despacho que le envié poco antes de que cayera Breda.

—Espero que Vuestra Alteza —dije cuando me recibió en el palacio de Bruselas— no se ofenda si expreso con libertad la opinión que mi cargo me permite. La propuesta del duque de Neoburgo solo serviría pada revelar nuestros secretos y dar tiempo a los franceses a frustrar nuestros planes de paz.

—¿El príncipe de Orange lo sabe?

—Si no lo sabe, lo sabrá pronto, y eso pondrá fin a todas las negociaciones con Holanda.

—¿Pero existe alguna posibilidad de que Francia...?

—Ninguna, señora. Es insensato creerlo.

—¿Qué aconsejáis?

—Escribir inmediatamente a Madrid y desenmascarar la farsa. La mediación del duque es nociva de todo punto.

—Está bien. Prohibiré al de Neoburgo que haga cualquier propuesta en Madrid sin mi consentimiento expreso, y que esquive a París en su viaje.

—Seguramente no os hará caso. Está muy engolado en su papel de emisario secreto.

—No estaría de más, sin embargo, algún acercamiento a los franceses.

—Cierto, señora. Pero eso puede hacerse con un intermediario neutral; el Vaticano, por ejemplo.

—El duque me ha enviado una carta contándome su plan.

—Arrojadla al fuego. El duque es jactancioso y chismoso, y no cabe esperar que guarde silencio en el asunto. Que al menos no quede testimonio escrito de su fantasía.

Neoburgo era un pésimo diplomático, pero un buen cliente, y no deseaba despertar su antipatía, aunque el bienestar de mi país me motivaba más que cualquiera otra consideración. En todo caso, Isabel Clara Eugenia se tomó en serio mis consejos, y Neoburgo quedó fuera de la circulación diplomática.

Libre ya de esa rémora, logré retomar las negociaciones con mi primo Brant en el punto que las había dejado, pero las circunstancias ya no eran las mismas. El nuevo príncipe de Orange no parecía dispuesto a negociar nada.

Cansado de todo este enredo en el vacío y sin objetivo claro, toda vez que el gobierno de Madrid ignoraba o miraba con recelo mis gestiones, dejé el asunto en manos de Brant. «Nuestra posición, por la gracia de Dios —le escribí—, es segura y firme, y me parece que la moderación mostrada por nuestra parte no es escasa. A pesar de haber tomado Breda mantenemos las mismas fronteras, sin extenderlas ni un solo paso. Os corresponde a vos ahora hacer cuanto esté en vuestra mano para traer la respuesta deseada lo antes posible, avalada, claro está, por quienes puedan mantenerla. Entonces será aceptada de inmediato por nuestra parte.»

La carta a mi primo Brant estaba en clave, un código numérico secreto que solo él y yo conocíamos, para ocultar la identidad de las personas y lugares mencionados. La gobernadora Isabel era el 3; el príncipe de Orange, el 11; el duque de Neoburgo, el 24, y Spínola, el 26.

Poco después, estando en mi casa de Amberes, el rincón que me había reservado para estar en paz y a solas con mis desdichas, vino a visitarme Balthasar Gerbier, agente confidencial y una especie de secretario para todo de Buckingham.

Se las daba de artista, aunque era flojo pintando. Siendo todavía niño, había huido con su padre de Holanda por motivos religiosos, pues el fanatismo de los calvinistas en cuestiones de fe no es menor que el de los católicos exaltados.

Gerbier ostentaba el rango de caballerizo mayor del duque, y cuando le conocí era un personaje escurridizo y obsequioso, de ojillos brillantes e inquietos, lo que le daba un aspecto de ardilla. En su inclinación natural a la lisonja llegó a dedicarme un panegírico en el que me llamaba «Apolo luminoso».

Hablando por boca de su señor, Gerbier me propuso que Inglaterra actuara de intermediaria entre España y los Países Bajos. Me pareció que nada sabía de la negociación directa que yo manejaba con Brant, el cual, por cierto, evidenciaba cada vez más miedo a verse descubierto, lo que le hacía vivir en un estado de perpetua angustia.

A esas alturas, no obstante, la oferta de negociar por intermedio de Inglaterra no me parecía interesante. Aun a riesgo de enfadar al lord inglés, le comenté a Gerbier que el camino que proponía era demasiado largo y no encajaba con mis planes.

—Espero que, con la ayuda de Dios, vuestros esfuerzos no sean en vano —concluí.

Pero la ayuda divina, que podía contribuir a que Brant consiguiera un interlocutor apropiado, o por lo menos alguien aceptable para la infanta gobernadora, no se manifestó, y según lo que Spínola me escribió, Isabel Clara Eugenia tampoco lo acogió de buen grado.

La guerra, entretanto, iba alejando la paz, dejándola reducida a un espejismo, aunque yo creía mi deber seguir intentándolo.

A finales del verano del año que conquistamos Breda, la gobernadora trasladó su corte al puerto de Dunkerque. Su intención era organizar allí con Spínola una flota para combatir a los holandeses.

Para entonces ya corrían rumores de que Inglaterra preparaba con las Provincias Unidas un gran ataque contra la Península Ibérica.

Eso me llevó a pensar con amargura que Buckingham me había mentido. A pesar de lo que me dijo en París y del contacto de su agente Gerbier en Amberes, seguía resentido con España por el fracaso de la boda del rey Carlos con la infanta española.

De hecho, como supe luego, durante su estancia en París para escoltar a la princesa Enriqueta María hasta Inglaterra, había tratado de convencer a Richelieu para una ofensiva combinada contra España, pero el cardenal francés desoyó la petición. Era partidario de seguir desgastando a la Monarquía Hispana dando apoyo económico al ejército holandés, como ya venía haciendo Francia desde mucho tiempo atrás.

Por desgracia no me equivoqué esta vez en mis pronósticos. Dos meses después, una escuadra anglo-holandesa de cien barcos, bajo mando inglés, puso rumbo a la Península Ibérica e intentó desembarcar en Cádiz. Lo consiguieron, pero el desembarco se produjo en un lugar desolado de la bahía y sin los medios necesarios para rendir una plaza tan bien guarnecida.

Desmoralizados y sin agua potable, los ingleses se atiborraron de vino en las bodegas locales, lo que prácticamente los dejó fuera de combate, aunque momentáneamente felices, y decidieron retirarse. La única prudencia que demostraron en esta empresa fue la de abandonar tan pronto como pudieron, pero con grandes pérdidas y deshonra.

El frustrado ataque a Cádiz acabó con las esperanzas de paz entre España e Inglaterra. Los dos países retiraron sus embajadores y antes de terminar el año Buckingham viajó a La Haya para formalizar una alianza de colaboración militar con los holandeses. No me cabía duda de que habría guerra, algo que me deprimió en extremo.

Cuando pensaba en el capricho y la arrogancia de Buckingham, compadecía al rey inglés Carlos que, con falsos consejos, estaba arrojando sin necesidad a su reino a un conflicto sangriento y de incierto término. Cualquiera puede iniciar una guerra cuando lo desee, pero no podrá ponerle fin tan fácilmente.

Como si la Providencia quisiera mostrar una vez más que somos criaturas de barro a merced del gran martillo de acero del destino, ese invierno una epidemia de cólera cayó sobre Amberes y tuve que huir de la ciudad con mi familia a Laeken, en los alrededores de Bruselas.

Regresamos a finales de febrero del año siguiente a Amberes. Ya pensaba que lo peor había pasado, cuando con la llegada del verano la epidemia de tifus se abatió otra vez sobre la ciudad, y se llevó en junio la vida de mi querida esposa Isabel. Murió en nuestra casa de Amberes, cuando no hacía ni siquiera tres años que habíamos tenido que enterrar a nuestra única hija.

Me costó mucho superar el dolor de la pérdida de una esposa cuyo recuerdo amaré y respetaré mientras me quede aliento. Con ella perdí a una excelente compañera. Su muerte volvió a sumirme en una profunda depresión que no pude superar ni entregándome al trabajo ni acogiéndome al estoicismo filosófico. «Ni temas ni ambiciones» es una buena norma de vida, pero yo no sentía pretensión alguna de alcanzar la impávida serenidad recomendada por los clásicos, y con frecuencia me abandoné a la pena.

En mi interior, intuí que mis únicos paliativos serían el tiempo y los viajes. Pensé aconsejable emprender un largo itinerario para apartarme de las cosas cercanas que inevitablemente alentaban mi tristeza. La experiencia demuestra que las novedades que se presentan a nuestros ojos al cambiar de país ocupan la imaginación y no dejan espacio para recaer en la tristeza.

Por fortuna, los asuntos diplomáticos me dieron la ocasión de un viaje prolongado, y eso amortiguó mucho mi duelo.

Las lanzas
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