AMBROSIO DE SPÍNOLA
Campamento de Casale
Visto a distancia, la toma de Breda solo fue una ilusión pasajera.
La balanza de la guerra permanecía indecisa, pero ellos disponían cada vez de más fuerzas, mientras las nuestras iban menguando.
Siguiendo instrucciones del rey Felipe IV, el ejército de Flandes se situó a la defensiva. La consigna era hacer la guerra por mar y defendernos por tierra. Con una carencia casi total de recursos para mantener el ejército no se podía hacer más.
El arquitecto de esta reorganización, el genio avieso que tomaba las decisiones en Madrid, era el conde-duque de Olivares. Un personaje nefasto. Muy obstinado en todo, estaba convencido de que ya no había recursos para una ofensiva terrestre, y en consecuencia eran precisas otras tácticas para obligar a los holandeses a firmar una paz no demasiado desfavorable a los intereses de España.
Todo esto componía una ecuación de imposible arreglo, porque ¿cómo resistir a los holandeses y mantener al mismo tiempo fuerzas suficientes en Italia y Alemania contra Francia, mientras se reducía drásticamente el ejército de Flandes?
Nadie tenía la solución para este acertijo infernal. Todo parecía jugarse en una partida de ajedrez contra el diablo, con movimientos engañosos que a nada conducían.
Yo insistí a Olivares muchas veces que en los Países Bajos se necesitaban más soldados, pero sus oídos eran sordos a esta realidad. Él pensaba que con una fuerza móvil de veinte mil infantes y cuatro mil de caballería sería suficiente, pero entendía poco de guerra. Con menos de treinta y cinco mil, la cosa era acabada, pues solo en 1626 teníamos más de treinta mil soldados custodiando plazas y puntos fuertes en Flandes, Brabante, Valonia, el Bajo Rin y del noroeste de Alemania. Y eso con las justas, y sin contar el Palatinado.
Isabel Clara Eugenia me apoyaba en todo, pero sus ruegos a Madrid servían de poco. En mis manos tuve cartas del rey en las que se me advertía que con cincuenta mil soldados bastaba para una guerra defensiva, sin intentar acción ofensiva alguna. ¿Se puede ganar así una guerra? Con tal decisión regalamos a los holandeses la iniciativa militar y el modo de usarla a su antojo.
Por entonces yo no sabía que esa iba a ser mi última campaña en Flandes. ¿Cómo podía imaginarlo? Los tres años que aún permanecí en Flandes transcurrieron sin pena ni gloria, aunque durante ese tiempo aumenté la flota corsaria, con la que seguí causando daños incalculables a los holandeses.
Siguiendo las instrucciones de fustigar el comercio de las provincias rebeldes, que era lo que mantenía la guerra, pensé llevar a cabo una obra tan útil como nunca vista.
Se trataba de unir con un gran canal los ríos Rin y Mosa, desde Rimbergh a Venloo, que debía prolongarse hasta Amberes; y con otro canal más pequeño unir el Mosa con el Escalda, desde Venloo a través del río Demer.
Las ventajas de este proyecto para las provincias leales eran inmensas, y una vez recibida la aprobación del gobierno de España, saqué las tropas en campaña para ocupar el terreno destinado a la obra, levantando los fuertes necesarios para proteger los trabajos.
Los intentos de Federico Enrique para impedir la construcción de los canales fueron inútiles, y pronto quedó terminada una buena parte del proyecto, la Fosa Eugenia, como la llamaban.
Los buenos auspicios, por desgracia, nunca culminaron del todo por la oposición de los holandeses y del obispo de Lieja, Fernando de Baviera; pero eso fue cuando me había marchado ya de los Países Bajos y nada podía hacer.