CORDELIA
Al final de su vida Montenegro recordaba a sus mujeres. Jamás gastó en ellas dinero considerable, así junto como por menudo, y recibió de ellas más de lo que había dado, admitía. Tan solo pasó algunos malos ratos y fastidio por tenerlas y olvidarlas pronto, al igual que le ocurría a la mayor parte de los soldados. Pues, digan lo que digan, no es la guerra propicia al juego de amores ni a lealtades permanentes de cama.
De todas ellas, una sola llevaba siempre consigo en los recuerdos que, al final, se le iban desvaneciendo como niebla al sol. Su nombre era Cordelia, y del apellido flamenco e impronunciable ya no se acordaba. La dama en cuestión estaba para dar a luz, quizás un varón, otro soldado. Eso debió de ser hace ahora más de diez años.
—Si mi hijo hubiera vivido, solo vería ahora a un pobre hombre remendado de desdichas que intenta sobrevivir en el Madrid fullero de una corte corrompida —le dijo una noche a Monzón, vagando por calles solitarias próximas al hospital de peregrinos de la Puerta de Toledo, entre perros abandonados y basura—. Aunque todavía —continuó— no estoy muerto de hambre y en carnes vivas, pidiendo limosna de puerta en puerta, como algunos de mis camaradas en esas tierras lluviosas flamencas en las que apenas asoma el sol —se burlaba.
«Furnes es un pueblo situado en Valonia, de luz suave y apacible, en una llanura blanda de tierra pantanosa con sabor antiguo de vieja lámina», me contó Alonso en una ocasión. Se diría el lugar más español de Flandes. Allí conoció Montenegro a Cornelia, que trabajaba en un viejo mercado de hortalizas emplazado frente al pabellón donde se alojaban los oficiales del tercio, en una plaza gótica de airosa traza. La única ciudad flamenca donde por Semana Santa se celebraban procesiones con nazarenos de capirotes puntiagudos, encapuchados como los de España con túnicas negras y cadenas en los pies y cruces a hombros. Un espectáculo que fascinaba a las buenas gentes campesinas.
La buena Cordelia no había conocido padre. Cuando yacieron juntos, le dijo que era hija natural de mercader bilbaíno, y que su padre había sido cónsul de Castilla en Brujas, aunque Montenegro no podía dar fe de esto. Según le dijo a Monzón, nunca tuvo la curiosidad por averiguarlo, envuelto en tantas peripecias de guerra y milicia.
A decir verdad, la figura de Cordelia era distinta a la mayoría de las mujeres flamencas que había conocido. Pelo moreno, ojos grandes, mediada de cuerpo, pechos altos y esbelta de talle. Los rasgos suaves bien delineados de su rostro transmitían ternura sosegada a través de un mirar dulce y silencioso. En todo, dejaba traslucir la gracia de un alma noble, aunque sus ojos tristes parecían esconder inocencias torcidas, dilapidadas en un pasado surcado de oprobios furtivos.
Montenegro la conoció una heladora noche de invierno, cuando Spínola pasó con la escolta de alemanes camino de la cercana Brujas, donde debía resolver con los banqueros algunas tareas financieras. En el ayuntamiento de la ciudad, un edificio de ladrillo rojizo, ventanales con travesaños de madera y portada de traza renacentista, esperaban al general las autoridades locales. El general mandó a Montenegro que fuese a dar aviso urgente al capitán de la guarnición, y cumplido el encargo volvió a dar parte a Spínola. Lo encontró en el salón del primer piso, un espacio de altos ventanales separados por pilastras y capiteles que daba a un gran balcón con balaustrada de piedra y tenía los muros recubiertos de cordobán, según la moda importada de España. Sobre la chimenea había dos cuadros que representaban al archiduque Alberto y su esposa la infanta Isabel Clara Eugenia.
Los magistrados y un par de oficiales le acompañaban en un improvisado banquete que habían organizado para satisfacer a tan distinguido huésped, y el general, una vez que le hubo informado de haber cumplido la orden, le ofreció yantar y le hizo sitio a su lado.
La cena transcurrió con normalidad, hasta que uno de sus asistentes compareció llevando una serie de retratos femeninos al óleo, de poco tamaño, que fue poniendo ante la mirada escrutadora de Spínola. Hubo cuchicheos entre los magistrados y algunos oficiales, hasta que por fin el general señaló uno de los retratos y el asistente partió raudo.
—Ya sabéis lo que eso significaba —bromeaba Montenegro cuando se lo contó a Monzón.
—También yo estuve en Flandes, Alonso, y guardo buenos recuerdos de sus hembras.
Y ambos reían de buena gana, como viejos compinches, recordando cómo en algunas villas de Flandes solían tener colgados en salas y aposentos retratos de mujeres que flaqueaban en lo que hacían a virtud del sexto mandamiento a cambio de algún dinero. Y en llegando el hombre que había menester de yacer con alguna, le mostraban los retratos, y escogía el que le parecía. Luego, el señor de la casa iba y le traía el original en carne y hueso.
Una vez gozada la dama, era costumbre que el afortunado invitara a vino y cerveza y con los brindis celebraran el haberse íntimamente conocido.
Lo curioso, evocaban los dos amigos, es que, al día siguiente del encuentro, si te he visto no me acuerdo, y la dama en cuestión se daba por no enterada del lance. Cuando el galán de turno se la encontraba en alguna plaza, templo o calle y le recordaba el disfrute anterior, la regla era que ella hiciera demostración de no haberlo visto ni conocido en su vida, con palabras de gran desenfado y honestidad. Y si el enamoradizo porfiaba, ella solía enojarse y pedir ayuda. Tal era el uso extendido en Flandes.
Para esta clase de encuentros existían también casas de alcahuetes y rufianes, llamadas macarelajes, a las que acudían mujeres por entretenerse y por su interés.
—Y en eso les parecía —comentaba Monzón— que no perdían punto de reputación, ni sentían haber pecado u ofendido a sus maridos y deudos, siempre que el apareamiento hubiera tenido lugar al ser convocadas por el retrato o entre las paredes del macarelaje, donde toda licencia podía permitirse siempre que de allí no saliera.
—No todas las mujeres —puntualizaba Alonso— eran de apariencia honrada que acudían de buen grado por afición, había otras que retozaban simplemente por el interés del dinero. Los chulos, o como les llaman allí, macarelos, las tenían en lista y las avisaban cuando llegaban forasteros o en ocasiones de festejo, y estas mujeres solían ofrecer sus favores a los alcahuetes si las anteponían a otras aspirantes al puterío.
Sobre el macarelaje, Monzón recordaba que en tales casas había diferencias. Algunas, a las que acudían gentes de varios estados y naciones, eran más discretas, y otras, muy públicas o del partido.
—Digno de mención es —observaba Alonso— que los tales macarelos sean designados por la república, y cumplan con las ordenanzas municipales por las que se rigen tales casas de trato. Mujeres hay también de tierna edad que acuden de Holanda y otras partes a Flandes, y entran en los lupanares a ganar su dote a costa de su salud y vergüenza, pues es raro la que deja de estar enferma a los pocos meses de iniciarse en el comercio carnal. Una vez que han reunido la dote suelen hallar marido de su categoría social, que acepta de buen grado los cuernos por el interés del casamiento. Las flamencas en eso son muy serias, y guardan el dinero ganado con su cuerpo hasta el día que se casan. Se lo dan a su marido, que lo acepta con mucho gusto y lo tiene por hacienda propia, pues ese dinero ni siquiera entra en la dote y es exclusivamente para el hombre.
—Sin exagerar. No todas las flamencas son así, compadre —advierte su compañero—. Las mujeres de Flandes, cuando se inclinan a querer bien son tan firmes y desinteresadas como la que más, y no hay quien las iguale en encariñarse. Además, son amigas de saber e inclinadas a la lectura, aunque por ahí los calvinistas las infeccionan de herejía.
Montenegro se detiene en medio de la noche. Cae en la cuenta de lo mucho que en el fondo añora la vida de soldado en los campamentos, burdeles, trincheras y hospedajes de Flandes, ahora que ya todo eso ha quedado atrás, inalcanzable y lejano. El poeta tenía razón: cualquier tiempo pasado fue mejor.
¿Cómo podría Alonso negar la virtud de las flamencas, si conoció a la más desinteresada y fiel de todas? La única mujer de la que estuvo enamorado en su vida; aquella cuya ausencia le ha dejado tan hueco por dentro como una cáscara vacía.