AMBROSIO DE SPÍNOLA

Campamento de Casale, Monferrato, 1630

Alejandro Farnesio puso a Federico en la camarada de su hijo Rainucio, que terminaría siendo bravo capitán, y lo llevó a la expedición que liberó la ciudad de Ruán, que el Borbón Enrique IV tenía cercada.

Metido en su elemento, Federico peleó con el valor que todo el mundo le suponía. Para mi envidia, recibió una herida en la frente al atacar un puesto de caballería francesa.

Él era un héroe y yo no.

Terminados los estudios de matemáticas me apliqué a las fortificaciones y táctica militar.

La lectura de la historia antigua y La Guerra de las Galias de César fueron mis evangelios, mientras trataba de lucir pericia en justas y torneos, con la esperanza de combatir un día de verdad.

Sumido en la contradicción entre el estudio y mi inclinación natural, mis pensamientos de entonces (como los de ahora) eran melancólicos y dotados de una gravedad un tanto insolente.

Parco en palabras y festejos, fugitivo de la pompa y la vida licenciosa, yo deseaba la gloria militar, no la riqueza. Algo a lo que Federico parecía predestinado de manera natural. Por eso le envidiaba.

Su progresión de guerrero crecía de forma imparable.

Después de lo de Ruán volvió a Flandes y probó muchas veces su valor en la guerra, aprendiendo de sus capitanes, y sobre todo de Farnesio, al que admiró siempre.

Yo entretanto, como primogénito, y para asegurar la sucesión de los Spínola, tuve que casarme con Juana Bassadona, heredera de una de las casas más ricas de Génova, con dote de medio millón de escudos. Eso debió de ser en 1592, creo.

Dos años después tuvimos un hijo, a quien llamé Felipe en memoria de su abuelo, y luego un segundo, y otro, Juan Jacobo, que murió a los siete años; y también dos hijas, Policena, como la abuela, y María.

En todo busqué emular a los Doria, y en particular al príncipe Juan Andrea, nieto adoptivo del gran Andrea Doria, cuyo poderío estaba en auge después de que Felipe II le concediera el mando de galeras en el Mediterráneo.

Aunque en Génova muchos veían mal que el destino de la república pendiera de la voluntad de uno solo, ninguno se atrevía a contradecirle abiertamente hasta que me enfrenté al Doria en la elección del nuevo Dux.

La enemistad venía alimentada por la afrenta que recibí cuando Juan Andrea compró el suntuoso palacio de mi abuelo materno, el príncipe de Salerno, para regalárselo al segundogénito.

A su candidato, Agustín Doria, opuse el mío, un Grimaldi.

Estos y no otros fueron los verdaderos motivos que me empujaron a salir del estado privado y entrar en la lid pública, para igualarme a los Doria.

Pero había una circunstancia ineludible en mi contra.

Yo no podía igualarles en el mar. Los Doria llevaban el mando de galeras en la sangre. Eran dueños y señores de la guerra naval y protegidos de los reyes de España.

Solo me quedaba la milicia terrestre. ¿Y quién podría darme mayor ocasión de fama en tierra que los invencibles tercios? Eso al menos creía entonces, aunque ahora...

El desgaste del tiempo y las penalidades han clavado sus garras. Las ilusiones sobre la gloria de la milicia se alejan como gavillas en el viento.

Los recuerdos me van surgiendo en la mente inconexos, a borbotones, con esa falta de rigor cronológico de las mentes desatadas. Pienso que quizás en el naufragio de la vejez se es más dado a la amargura, a gritar contra el mundo porque ya no cuenta contigo en su marcha imparable. El odio, pues todos odiamos algo, se atenúa, aunque el rencor sigue dando fuerzas cuando todo lo demás flaquea. Dios me perdone por ello.

Nunca he pensado en el paso del tiempo, que ahora me abruma inclemente, sin poder ocultar el estrago físico causado por los años. Como recurso, debería refugiarme en la nostalgia, en los bellos recuerdos de los amores perdidos y las batallas ganadas, pues así es como pretendemos engañar a la muerte.

Mi vida ha sido una sola apuesta a una sola jugada. Ganador o perdedor, no sé. La posteridad dictará, pero al menos me mantendré fiel a mi destino.

Como lo fue Federico hasta que lo partió una bala de cañón.

Por lo demás, la vida se diluye sin que podamos poner en práctica nuestros mejores sueños, pero como los antiguos héroes espartanos, moriré arrojando por última vez la jabalina de mi propia vida.

La dicha se ha tornado en desdicha, y me voy de este mundo lentamente, con la lentitud anodina de los viejos.

Mala época es esta. Los hombres ya no creen en nada y el honor está por los suelos.

En cuanto a limpieza de sangre, nada tengo que envidiarle al conde-duque de Olivares, pues he sabido que este tiene antepasados conversos, aunque algunos de ellos, como Lope de Conchillos, fuera secretario del gran Felipe II. En Madrid todo acaba por saberse y algunas veces antes incluso de que suceda.

Solo, en este campamento donde día a día va cundiendo el desánimo, estoy luchando por mi honor y el deber que yo mismo me he impuesto, pero las lamentaciones no cuadran a quienes, como yo, nunca aceptamos que las cosas estén escritas por manos ajenas.

Todo Flandes es un galimatías. Los franceses no dejan de apoyar a nuestros enemigos. Los holandeses siguen combatiendo, aunque ya están más interesados en sus beneficios del Brasil y la piratería que en enfrentarse a los españoles. Los hombres de negocios de Portugal multiplican su dinero con la corrupción de la corte en Madrid. La Inquisición portuguesa está desesperada ante la posibilidad de que los conversos ricos emigren y con ellos desaparezca su mejor fuente de ingresos, y los judíos de Ámsterdam están preocupados por que no se les adelante nadie en el comercio con Portugal.

No me gusta la corte, no me gusta Madrid porque en ella se ha labrado mi ruina. Es una ciudad sucia, fea, marrón y destartalada, de casas y pasiones bajas. A pesar de llevar casi un siglo como capital del mayor imperio del mundo, cuando yo viví en ella, la villa crecía sin orden ni concierto, repleta de caserones sin gracia, palacios como conventos y conventos de teja parda y ladrillo rojizo.

En cualquier caso, es una ciudad gris, pese al cielo luminoso que la envuelve, poblada de burócratas como roedores en sus covachuelas. Muy diferente, por ejemplo, de Sevilla, el centro del comercio con las Indias. Una ciudad más lucida que Madrid, donde la nobleza, los mercaderes y las cofradías han construido asilos, hospitales, escuelas y monasterios.

Tantas y tan grandes luchas por el poder suelen esconder pequeñas vilezas y enemistades a muerte. Ningún triunfo es estable y ninguna derrota definitiva.

En todas partes pasa igual. Toda la Italia del norte es un campo de batalla y los veteranos, desmandados, se dedican al pillaje en pueblos y aldeas.

Los bisoños son los más peligrosos. Buscan labrarse fama de duros y se exceden. Las tropelías máximas están a cargo de los desertores, que dejan un rastro de muerte para evitar ser capturados. Los civiles muertos y los robos se multiplican, y ninguna mujer honrada puede salir de su casa sin peligro, incluso de día.

La fortuna pareció favorecerme y después me golpeó con su lanza.

Lo mismo desde hace muchos años.

Empujándome a la caída más grave y dañosa.

Como el que trepa a un árbol y se dispone a coger gozoso un nido de pájaros.

Pero después de subir trabajosamente, rompiéndose las manos y pies, cuando alarga la mano para hacerse con el deseado nido, resbala y tras caerse queda con los huesos rotos y perdida la salud, sin haber alcanzado el fruto que su sufrimiento le prometía.

Así me ha acaecido a mí, no una, sino infinitas veces.

No hay modo de evitar el final. El destino humano tiene el tiempo contado. Morir es la única condición de la vida, y la manera de poner cierto orden en este caos del mundo es persistir. Eso es algo que al menos he sabido hacer porfiando siempre, intentado extraer el oro de la fama y al final perdiéndolo todo.

Las lanzas
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