ALONSO DE MONTENEGRO
Madrid, 1635
Durante ese invierno —le explicó Alonso en una ocasión a Monzón—, el archiduque había intentado tomar alguna plaza al enemigo, y para eso contó con el señor Du Terrail.
Era hombre católico y francés de nación, y al frente de una tropa de valones e irlandeses intentó tomar la plaza de Bredevoort, en la orilla derecha del Rin.
Con esta fuerza, más el refuerzo del tercio de infantería valona de Felipe Torres, se presentó ante la ciudad la noche del 16 de marzo, y al alba reventó la puerta principal con un artilugio a base de petardos.
Sorprendida la guarnición, se retiró a la ciudadela, pero el ataque salió mal. Los nuestros se apoderaron de cinco cañones, pero no pudieron utilizarlos porque no llevaban pólvora, y la de los holandeses estaba guardada en la ciudadela.
El jefe de la caballería española, Luis de Velasco, trató de reparar el despropósito y envió dieciocho libras en saquitos con una compañía de infantes al mando de un capitán alemán.
Pero cuando estaba a una legua de Bredevoort, el oficial teutón pensó que Enrique de Nassau había acudido ya al socorro de la ciudad. Le entró canguelo y detuvo la marcha. Pagó su miedo con la muerte, pues al retirarse fue atacado por la caballería holandesa y aniquilado con sus hombres.
Bredevoort no cayó, aunque nuestras tropas pudieron replegarse a territorio católico con un suculento botín de cincuenta mil escudos que habían robado en la ciudad.
El frío invernal no puso fin a las escaramuzas fronterizas, y en esto los holandeses mostraron harta audacia. Llegaron hasta los alrededores de Malinas y Amberes, incendiando y arrasando los pueblos que se negaban a contribuir con dinero al esfuerzo de guerra rebelde.
Como bien sabéis, la inactividad en los cuarteles de invierno, el estado de miseria producido por las inclemencias del tiempo, y el desencanto de la tropa cuando las pagas se demoraban, alimentaban perpetuamente los motines.
No todos los jefes sabían desbaratarlos con la contundencia con que lo hizo el conde de San Jorge, que estaba al mando de la plaza de Wachtendonk, ganada por Spínola el verano anterior. Enterado el conde del amotinamiento que se tramaba, pidió entrevistarse con el cabecilla del motín, y cuando lo tuvo a mano le hundió la espada en las tripas y mandó ahorcar a los que le secundaban.
A medida que el invierno transcurría, católicos y calvinistas afilaban las armas y engrosaban sus efectivos. Nadie se hacía ilusiones, Monzón. Todos sabían que con la llegada de la primavera los perros de la guerra volverían a aullar y desencadenarse.
Los refuerzos fueron llegando. El maestre de campo Juan de Meneses pasó a mandar el tercio de Alonso de Luna. Se creó un nuevo escuadrón de caballería al mando del Alonso de Pimentel, hijo del conde de Benavente, y de Italia llegaron levas con nuevos jefes y un tercio de españoles al mando del maestre de campo Bravo de Laguna, con quince compañías de veteranos y diez de bisoños.
En cuanto a la artillería y municiones de guerra, se aprestaron más de cuarenta piezas, con miles de quintales de pólvora, balas de cañón, mosquetes y arcabuces.
Todo estaba listo para reanudar la pelea. Solo se esperaba la llegada de Spínola para que la sangre volviera a correr. Es así como lo recuerdo.