LUIS MONZÓN

Madrid, 1635

—Y bien, Alonso, decid. ¿Matasteis o no al príncipe de Orange?

Montenegro siempre hablaba de este oscuro hecho de manera fragmentaria; un relato truncado que dejaba lagunas oscuras, repletas de alusiones inacabadas y vacíos aparentes de memoria.

Esa tarde, paseando cerca de la Puerta de la Vega, envueltos en el vientecillo húmedo que surgía de las menguadas riberas del Manzanares, Montenegro parecía alicaído y habló más de lo que solía del asunto. Por momentos la narración se le iba, como si dudara, lo que obligaba a Monzón a aguzar bien los oídos para poder seguirla.

Resumiendo:

Mauricio de Nassau tiene una amante en Ámsterdam, y siempre que va a esa ciudad acude a su casa. Es un edificio de dos plantas y recia construcción, de fachada roja rematada en hastial con pináculo, al estilo de las mansiones burguesas que se alinean a lo largo de los calmosos canales y dan carácter entre nostálgico y sereno a las ciudades flamencas. Lo ha confirmado, además de Salazar, el agente español en La Haya, la amante de Martín de Aguirre, el comerciante vizcaíno de Amberes. La dama en cuestión tiene unos espléndidos cuarenta años, se llama Jeanne y es mujer de un magistrado de Ámsterdam, hombre importante y calvinista fervoroso, siempre recogido en sus meditaciones religiosas. Aguirre la conoció en Bruselas, donde ocasionalmente ella rendía en secreto sus favores íntimos a cambio de dinero, en casas de lenocinio para huéspedes distinguidos. La otra dama, la que se acuesta con Mauricio, es amiga de la señora amante de Aguirre. Las dos se lo cuentan todo, incluido avatares de alcoba. Esto último con detalle. Es lo que más les divierte.

A Uribe y Salillas, los dos supervivientes de la escuadra, Montenegro les informó pocas horas antes de iniciar la operación, reunidos a solas en la tienda de la camarada. Cuando hubo terminado de explicárselo, les pidió que expusieran cualquier duda o comentario que tuviesen, pero el dúo guardó silencio. Parecían más bien indiferentes, como si en vez de ir a matar al caudillo militar de los holandeses se tratara de cazar perdices en primavera.

—Así pues, señores soldados, ¿no hay preguntas?

Se encogieron de hombros, como si eso les diera igual o no fuese con ellos. Posiblemente habían llegado a un punto de desesperación en el que daban por descontado que no saldrían vivos de Flandes, y cualquier asunto de guerra les aburriese.

—Tú mandas, Alonso —dijo el vasco Uribe, con un leve retintín irónico—. Haremos lo que toque. Confiamos en ti.

—Y diga, vuesa merced —bromeó Salillas—, ¿existe alguna posibilidad de que salgamos vivos de esto? Lo digo para confesarme antes. No sé yo si mis pecados merecen tanto.

Uribe, que era el más callado, puntualizó.

—Bueno, el infierno tampoco debe de estar tan mal. Tengo entendido que al menos no hiela ni llueve.

—Ya veo que lo tomáis a broma, y mejor así —dijo Montenegro—. Pensar vivir para siempre no es de cristianos. Pero yo recomendaría hacer testamento al menos. Por lo pronto, y ante testigos, ahí va el mío. Como nada tengo, nada dejo. Si me entierran, la espada se queda conmigo, y si no, que al hideputa que me la robe se la claven en el corazón. ¿Queda algo de vino por ahí?

Las risotadas que por unos momentos resonaron en la tienda quedaron atenuadas por los intensos graznidos de una bandada de gaviotas intrusas, llegadas desde la costa cercana en busca de las escasas sobras de la comida del campamento.

Antes de amanecer, Montenegro y sus compañeros embarcaron en Ostende en una urca alemana procedente de Hamburgo que zarpaba para Ámsterdam, a completar carga de cordelería y salazones. Por la vestimenta, podrían pasar por comerciantes, y entre la ropa llevaban armas y falsas cartas de recomendación para un joyero sefardí de Ámsterdam, conocido de Robles, que les había facilitado Salazar. Eso como último recurso.

El capitán del barco alemán escondió a los españoles en la bodega, en un reducido espacio oculto bajo la madera del suelo, entre toneles de cerveza. Él y todos los marineros de la tripulación estaban al servicio de la conspiración, pagados por Willem, el hijo de Oldenbarnevelt, cabeza principal de la conjura.

Un poco antes de avistar el gran puerto holandés, el capitán alemán les avisó de que estaban llegando.

—Permanezcan en el barco hasta que anochezca. Alguien vendrá a buscarles. Buena suerte.

Durante unas horas tuvieron la mosca tras la oreja de que todo fuera una trampa y la vigilancia de la ciudad viniera a buscarles. Habían decidido que, si tal cosa sucedía, no se rendirían. Lucharían y matarían a unos cuantos antes de que todo acabara.

A eso de la medianoche, oyeron ruido en la cubierta. Cuando los marineros alemanes bajaron a la bodega a buscar a los españoles, estos ya habían salido de su escondrijo y estaban listos para la pelea.

—No preocupar —les dijo uno de los marineros en español chapurreado—. El muelle estar ahora vacío. La guardia hacer vista de gorda. Todo arreglado.

La conjura de los hijos del gran pensionario parecía estar bien engrasada, pero a Montenegro todo aquello se le presentaba demasiado fácil y sintió una punzada de sospecha.

—Te juro —le dijo a Monzón— que el instinto me avisó de que allí había algo raro, pero la desconfianza también podía ser producto de la tensión y, además, no quería alarmar sin motivo a mis compañeros, que parecían tan indiferentes como la víspera de nuestra partida. Podrían llegar a pensar que me inquietaba el miedo. Así que no dije nada y bajamos a tierra.

En el muelle había montones de carga y almacenes alumbrados por la luz titubeante de antorchas y farolas de aceite entre un vaho neblinoso. Hacía un frío intenso y la humedad se metía en los huesos como un cuchillo.

Un hombre con aspecto de soldado holandés, casi difuminado en la neblina, nos estaba esperando en el punto convenido. Montenegro, con la mano en el puñal que guardaba en un bolsillo, le susurró la contraseña en latín.

Fac et spera —dijo. Y el otro respondió:

Fac et vives.

Era un tipo alto, de barba negra y tez pálida, y en su rostro alargado a Montenegro le pareció ver grabada la palabra doblez. Pero ya no era momento de corazonadas. Las cartas estaban dadas.

Solventado el trámite, los españoles siguieron al holandés por un dédalo de callejuelas oscuras y sucias hasta que se detuvieron en el sitio previsto. Por señas, el guía les dijo que habían llegado.

La casa, más bien modesta, era de una alcahueta llamada Marta, cuya hija, que se entendía con Reiner Oldenbarnevelt, a duras penas había podido escapar de Holanda para evitar ser linchada por los fanáticos religiosos partidarios de Mauricio cuando el gran pensionario fue ejecutado.

En la casa les esperaba también Salazar, que les entregó las armas para el atentado: espadas, dagas y pistolas cargadas. El agente español les había preparado un plan de fuga, esta vez por tierra, cuyo contenido no les reveló en ese momento por si alguno de los ejecutores era detenido y sometido a tortura.

—Lo que no se sabe —les dijo— no te lo pueden arrancar, aunque te hagan picadillo. Lo único que pido es que, en tal caso, el malaventurado que los holandeses capturen intente aguantar el tormento al menos una hora. Con eso podríamos escapar.

Aprovechando el barullo y el desconcierto, tras matar al estatúder, Montenegro y sus compañeros deberían volver a la casa donde estaban ahora. Sería el punto de reunión donde les esperaría Salazar, y desde el que partirían inmediatamente a otro lugar desconocido.

—Si alguno queda descolgado del resto del grupo y todo saliera mal —dijo finalmente Salazar—, que intente llegar al puerto pesquero, que está junto al sitio donde vuesas mercedes desembarcaron, y trate de esconderse como pueda. Hay un barco de arrastre, el Kormoran. Son gente de los hijos de Oldenbarnevelt. Con suerte podrían sacarlo y llevarlo hasta Dunkerque.

Cuando partieron a ejecutar el atentado, guiados por el mismo individuo que les había recogido en los muelles, Salazar y la mujer quedaron en la casa a la espera. Aprovechando la oscuridad de la noche, distanciados entre sí y procurando no perderse de vista, caminaron ligeros hacia el objetivo. Apenas se cruzaron con algunos transeúntes tardíos. La ciudad parecía vacía, envuelta en un silencio azaroso y sombrío solo roto por el ruido de pasos de algunas rondas de vigilantes nocturnos, con las que tuvieron la suerte de no cruzarse.

—Cuando llegamos donde se suponía que estaba el de Orange, en una plazuela, el guía dio tres golpes con los nudillos en una puerta lateral, pero nadie abrió —gruñe Montenegro a Monzón en voz baja, como si todavía algún enemigo pudiera escucharle—. Todo salió mal. La puerta de la casa estaba cerrada como debe de estar la del cielo para Pedro Botero.

Alarmado, Montenegro golpeó con fuerza el postigo de la entrada, mientras sus compañeros echaban mano a las espadas, esperando ser atacados. En la casa no parecía haber luces ni movimiento alguno, y en los alrededores reinaba la calma, una calma ominosa y de mal agüero.

—¿Qué hacemos, Alonso? Esto huele que apesta —dijo Salillas.

Montenegro dedujo que quizás el infiel sirviente amigo de Robles se había echado atrás a última hora y les había dejado en la estacada. Con rapidez, tomó una decisión a la desesperada.

—Les dije a los de la escuadra que regresaran con el guía a la casa donde esperaba Salazar, y emprendieran el plan de fuga previsto —susurra Montenegro con voz abatida, la vista perdida, fija en algún punto lejano y vago que existe solo en su mente.

Extrañados, sus compañeros le preguntaron qué haría él.

—Me quedo aquí. Voy a esperar a que salga el estatúder para acuchillarle. Todavía no nos han descubierto.

—Entonces también nos quedamos —dijo Salillas—. ¿Acaso queréis acaparar vos toda la gloria solo?

—Después de que nos habéis embarcado en esto no vamos a consentirlo —apostilló socarrón Uribe, moviendo de arriba abajo la cabeza.

—Esperamos ocultos varias horas en un soportal cercano, muertos de frío —sigue hablando Montenegro a su amigo con voz alterada, como si estuviera reviviendo una pesadilla—, pero el estatúder nunca salió. Más tarde supe que no había ido a ver a su amante. Les habían avisado. La mansión estaba vacía y la traición servida.

Con las primeras claridades diurnas, se sintieron desconcertados y un tanto aturdidos por la espera. Acordaron que no tenía ningún sentido prolongar el acecho, y lo que más les asombraba era que el enemigo no hubiera caído ya sobre ellos.

—Por fin decidimos regresar al punto de partida —continúa Montenegro—, y al pasar por una encrucijada de calles nos vimos rodeados de gente armada por todas partes. El guía holandés emprendió entonces la fuga, dejando a las claras su doblez, algo que yo había imaginado.

La lucha de los tres españoles asediados de holandeses fue desesperada. Combatieron como fieras acorraladas, con el resultado previsto. Uribe fue el primero en caer, alcanzados por los arcabuces. Salillas, con la cabeza abierta por un golpe de alabarda, resistió hasta que, acribillado a cuchilladas, dobló la rodilla y lo remataron de un pistoletazo. Montenegro, herido en el cuello y en un hombro, consiguió escapar cubierto de sangre. Logró huir, tras hundir la espada en la garganta del jefe del piquete holandés, aprovechando que los holandeses estaban volcados en acabar con Salillas, cebándose en darle muerte. Eso produjo un momentáneo desconcierto que Alonso aprovechó para salir corriendo por una calle próxima. Perseguido, consiguió escabullirse por una abertura a ras del suelo y caer sobre un polvoriento cobertizo, un pequeño silo con trigo amontonado en el que se enterró con desesperación, respirando con angustia y dificultad, asomando la nariz y la boca lo justo para no asfixiarse. Hundido en aquel montículo de cereal permaneció escondido todo el día, casi desfallecido por el dolor de las heridas y la sensación de ahogo, hasta que se hizo de noche. Fingiéndose un despreciable pordiosero sordomudo, consiguió llegar extenuado al puerto pesquero.

Por suerte le quedaban algunas monedas que entregó a un marinero borracho a cambio de que le indicase dónde atracaba el Kormoran. Sin dudarlo, se metió en las frías aguas y nadó hasta el torno de arrastre de popa lo más silenciosamente que pudo. Sin duda, el patrón estaba avisado, porque lo sacaron del agua enseguida y lo subieron a bordo, poco antes de que el barco saliera del puerto pesquero a faenar de nuevo.

Diez días después lo recibió Spínola, que le pidió una explicación pormenorizada de la fallida operación a Montenegro.

—A Salazar lo cogieron en la casa de la alcahueta, y también detuvieron a Robles. A los dos los ahorcaron dos días después de capturarlos, tras haberlos torturados con tenazas y hierros candentes. También detuvieron a algunos jesuitas que realizaban labor religiosa clandestina en otros lugares de las Provincias Unidas. Algunos fueron pasados a cuchillo o arrojados al mar, y a otros los ahorcaron o murieron en la tortura o en la cárcel. Solo se ha salvado Aguirre, que estaba en Amberes cuando se realizó el atentado.

Montenegro ha hilado cabos. La traición es palpable, le dice al general. Los holandeses nos estaban esperando. Jugaron con nosotros como el gato con la lagartija. Spínola duda al principio, pero los hechos están ahí y no pueden obviarse. Montenegro solo piensa ahora en vengar a sus camaradas. Lleva la cuenta.

—Recordaréis el pasado verano en el sitio de Bergen-op-Zoom.

El general asiente. Estaba en tratos con el gobernador de la ciudad y el capitán de la guardia para que entregaran la plaza a cambio de dinero, pero no acababa de fiarse. Recordaba que años atrás también Alejandro Farnesio creía tener gente comprada dentro, pero resultó ser una trampa. Los españoles atacaron creyendo que la resistencia sería mínima, pero la ilusión les costó cientos de vidas.

Al final, la desconfianza salvó a Spínola. Demoró la entrega del dinero y el capitán venal de la guarnición murió misteriosamente. Sus agentes le dijeron que había sido asesinado, y el general lo atribuyó a la mala suerte, pero ahora, después de lo de Ámsterdam, Montenegro le convenció de que fue una delación.

Hubo que proceder al asedio en toda regla, pero el sitio de Bergen-op-Zoom fracasó. Recias defensas y enfermedades. De los dieciocho mil hombres que iniciaron el cerco solo quedaron la mitad. Cuando le avisaron de que un ejército holandés y otro protestante alemán convergían en socorro de la ciudad, Spínola ordenó levantar el campo.

—No hay duda de que hay un infiltrado en lo alto. Alguien muy próximo a vos —le dice abiertamente Montenegro.

—¿Así lo creéis?

—Sería pecado dudar. Toda la operación, de principio a fin, estaba podrida.

—Ni Robles ni Salazar han podido ser. Ambos fueron capturados y ejecutados. ¿Qué me decís del holandés que os hizo de guía?

—Estaba enterado, pero era un simple peón.

Spínola, de natural flemático, está ahora demudado. Es un hombre ducho en inteligencias, y reconoce que Montenegro tiene razón. Algún espía enemigo que les roe los talones. Ya no es posible dudarlo.

—¿Qué me decís de Aguirre? —desliza Montenegro.

—Imposible. Ha intervenido en muchas acciones. Todas con éxito.

—Los hombres cambian.

El general hace un gesto entre iracundo y abatido.

—Si Aguirre es traidor, dejo el ejército y entrego al rey mi cabeza —dice.

Las lanzas
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