AMBROSIO DE SPÍNOLA

Campamento de Casale

El ejército que encontré en Italia estaba enflaquecido tanto de número como de ánimo, corroído por la indisciplina y mal proveído. La plaza fuerte de Casale, considerada la mejor de Europa, estaba tan mal cercada por Fernández de Córdoba que al enemigo le resultaba muy fácil socorrerla. El duque de Saboya era un aliado desleal e indeciso, y los franceses, envalentonados con sus recientes triunfos, seguían ocupando posiciones ventajosas.

Yo llevaba, por haberlo exigido, plenos poderes para tratar la paz o la guerra. Los utilicé enseguida para proponer al duque de Nevers una avenencia si renunciaba a la alianza con Francia y reconocía los derechos del emperador sobre Mantua, como antiguo feudo imperial. Nevers rechazó esto de plano, y entonces un ejército alemán a las órdenes del conde de Collalto se apoderó de casi todo el territorio mantuano, mientras yo ocupaba con mi ejército el Monferrato. Como desconfiaba de los pensamientos, palabras y obras del duque de Saboya, no le comunicaba sino lo muy preciso y apenas le enviaba la gente y dinero que pedía.

Decidí que mi principal objetivo era la conquista de Casale, y con objeto de divertir las fuerzas de Francia y desviar la presión en el Monferrato, concerté que el emperador arrimase su ejército por los confines de Lorena, y que las tropas de España entrasen en Francia por Cataluña mandadas por el duque de Feria.

La base fundamental de esta guerra era el Estado de Milán, que hallé empobrecido y exhausto. Eso, y la permanente doblez del duque de Saboya, cuya «amistad» solo se mantenía a peso de oro, me decantó por llegar cuanto antes a un ajuste que pusiera fin a la guerra. El tiempo me ofreció la oportunidad de hablar de paz con monseñor Scappi, obispo de Piacenza, quien en nombre del pontífice me visitó acompañado de un embajador del duque de Nevers.

El emperador ofreció darle al duque la investidura de sus estados, y a eso le añadí yo la protección del rey católico. Era una oferta generosa y sensata, pero Nevers no la aceptó porque se consideraba vasallo del rey francés, y dijo que tenía que consultarlo con Francia y Venecia, los tradicionales enemigos de España en el norte de Italia. En vista de eso consentí que el indisciplinado ejército imperial tudesco de Collalto entrase y devastara la Lombardía y el Piamonte. No solo infectaron el territorio con sus robos y crueldades, sino con una peste que se extendió por la Toscana y Romaña y provocó gran mortandad. Muchos de los soldados alemanes que venían estaban ya apestados. Entraron por la Valtelina y la plaga prendió como la yesca. Primero se empezó a sentir el contagio en Mantua y Parma, y luego en Milán.

Con Collalto me reuní para repartir esfuerzos. Él se encargaría de Mantua y yo de Casale y Monferrato. Lo mismo hizo el rey de Francia, que dejó a los venecianos el cuidado de socorrer Mantua mientras él se encargaba del Monferrato.

Mi ejército entonces —compuesto de españoles, alemanes e italianos, cada nación con sus maestres de campo— , era de unos veinte mil, entre infantes y caballos.

Decidí atacar primero, y para eso envié a mi hijo Felipe, general de la caballería, a Valencia del Po con su tropa. Les pedí que se dedicaran a recoger vituallas y municiones para fingir que las llevaban a sitiar Casale, y los franceses picaron el cebo. Abandonando los demás lugares del Monferrato, acudieron a guarnecer esa plaza, y entonces Felipe se apoderó de muchos lugares situados entre Alejandría y Casale.

Entretanto, no quise arriesgarme a poner cerco a Casale. El tiempo era demasiado frío y temía que si empezaba el cerco eso pondría fin a las posibilidades de paz. Así pues, decidí distribuir mis tropas en el Monferrato y mantenerlas acuarteladas durante todo el invierno.

En Mantua, mientras, los alemanes de Collalto tomaron importantes poblaciones, saquearon espantosamente todo el país y pusieron cerco a la capital antes de invernar. La peste había contagiado también a las tropas en Monferrato, y eso hizo que temiera quedarme sin soldados y dinero cuando llegase la primavera.

En previsión de esta contingencia reduje el gasto de dinero y aporté con cuentagotas los socorros que me pedía el duque de Saboya. Además del mal concepto que tenía de él, yo sabía por mis espías que no cesaba de entenderse secretamente con los franceses.

El duque entonces convenció a Olivares de que al estar la mayor parte del Monferrato en poder de los españoles, eso podía propiciar un levantamiento contra España en toda Italia. El intento le salió bien al saboyano, porque el conde-duque —único poder efectivo de la Corona— me escribió para que extremara mis atenciones con el soberano de Saboya, dejando ver en sus palabras una reprensión que rozaba la severidad.

Lástima que Olivares se mostrara tan dispuesto a prevenir tales quejas mientras tan poco caso hacía de las demandas que le llegaban de Cataluña y Portugal. Un levantamiento que, de producirse, hundiría totalmente a España.

Pronto me llegó la nueva de que el cardenal Richelieu había sido nombrado capitán general del ejército francés en Italia, con amplia facultad para tratar la guerra o la paz. Cuando Richelieu fue informado de que todo estaba dispuesto, partió de París y apresuró su marcha a Italia desde Lyon. El duque de Saboya había ajustado con el rey francés unirse a sus tropas con quince mil hombres, y facilitar a su ejército, además de las etapas para el pasaje, las municiones y vituallas necesarias.

El de Saboya, deseoso de ganar tiempo para decidir de qué lado inclinarse, envió a su hijo a conferenciar con Richelieu, y despachó al abate Scala a negociar conmigo y con Collalto. El objetivo era oponernos al paso de los franceses por los Alpes. Ambas partes, sin embargo, supimos de la doble negociación del duque de Saboya y sus arteros designios. Como es lógico, sabedor de los tratos del saboyano con los franceses, yo desconfiaba de cualquier oferta, y quedé a la espera de acontecimientos. Asimismo, Richelieu, que también conocía el doble juego del duque, no quiso oír las proposiciones de paz que le hacía Carlos Manuel, y despidió a su enviado con aspereza, sin detener su marcha hacia el Piamonte. Al final, el de Saboya se declaró por España y el Imperio, y el cardenal Richelieu dirigió a su ejército sobre la ciudad de Piñarol, que pronto cayó en su poder.

La caída de esta plaza provocó que me reuniera con urgencia en Carmañola con el conde de Collalto, el marqués de Santa Cruz y el duque de Saboya. Este último quería abandonar la conquista de Casale y Mantua para recuperar Susa y Piñarol y expulsar a los franceses de sus dominios.

Contra las opiniones de Collalto y el duque de Saboya, expuse mi plan. Que Collalto con sus alemanes se enfrentara a los franceses mientras yo ponía cerco a Casale. A regañadientes, los imperiales y el saboyano tuvieron que transigir. Pero el duque siguió intrigando. Quería ganar tiempo contra mí. Con agasajos y dádivas procuró atraerse a Collalto y creó disgusto y confusión en nuestras relaciones.

El resultado fue que Collalto se abstuvo de actuar con su ejército imperial. Solo quería aplicarse a la toma de Mantua, alegando que, si yo miraba por los intereses del rey español, él miraría igualmente por los de su emperador.

Y en esas trifulcas internas se nos iba el tiempo.

En su vileza, el de Saboya insinuó que yo me entendía en secreto con Richelieu para perjudicarle. Era de tan requemado corazón que todo lo que no fuera plegarse a sus designios y ayudarle sin condiciones lo tenía por trato doble. No es extraño que lo tuviese, pues en eso él mismo veía su propia doblez, ya que no hay mejor fiscal que la propia conciencia.

Sin acuerdo para alcanzar la paz, la guerra continuó de forma descoordinada. El duque envió sus quejas a Madrid por medio del abate Scala, que intentó rebajar mis méritos ante el rey y Olivares.

Cercada Casale por todas partes, seguí adelante con mi plan. Dejé en el Piamonte a los maestres de campo Martín de Aragón, Antonio del Tufo, Nicolás Doria, Gerardo Gambacurta, gobernador de la caballería napolitana, y el barón de Sciamburg, y me dispuse a tomar la imponente fortaleza de Casale, cuya guarnición francesa tenía en perpetuo susto a Milán y parte del Piamonte. Era imprescindible remover ese obstáculo antes de acometer otras empresas.

Por cartas que me enviaban la infanta y mis propias inteligencias desde Bruselas, sabía que las cosas de Flandes seguían empeorando más de lo que parecía posible.

Después de mi marcha de esas provincias, la armada de Dunkerque, que tantos triunfos y provechos nos había dado contra los holandeses, llegó al extremo de no poder echar al mar ni un solo navío.

El aguerrido Carlos Coloma, que con el conde Enrique de Bergh había quedado allí al mando del ejército durante mi ausencia, me escribió con palabras duras y sinceras una carta de la que todavía guardo copia.

«Jamás se han visto estos estados —decía— en el peligro que hoy se ven. Si el rey piensa que tiene aquí cabezas, no las tiene; porque yo no soy más que un estafermo sobre quien cargan las culpas ajenas; para nada tengo mano, que, si la tuviera, por lo menos la gente de campaña no estaría tan descontenta como está... si vos no venís, o a vuestra falta otra persona con suprema autoridad, esto caerá sin duda...»

Coloma era un viejo soldado sin pelos en la lengua. Intuía, como así ocurrió, que en cuanto los holandeses se cercioraran de que yo estaba en Italia y no volvería de inmediato a Flandes, su osadía no tendría límites y camparían a sus anchas.

Nuestro ejército estaba más postrado que nunca. Se deshacía como nieve en el agua, sin otro remedio —como dijo Coloma— que apretar los puños, ajustando las cosas en otras partes para que no se nos muriera el enfermo entre las manos. En cuanto a la pérdida de Bolduque, debió de ser un dolor para los soldados de España ver en manos de los holandeses una ciudad, la más católica y leal de cuantas el rey tenía en estos estados; sin esperanza de recobrarla jamás.

Las lanzas
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