AMBROSIO DE SPÍNOLA
Bruselas, abril de 1605
Todo lo hablado con Lerma eran palabras, pero yo quería saber si me darían el mando supremo del ejército de Flandes. Para eso había dedicado mi vida y mi dinero. Era una exigencia.
Como ya esperaba, hubo mucha resistencia por parte de algunos ministros, pero el mayor problema era que si el rey de España accedía a nombrarme, Alberto perdería sus responsabilidades militares, y a pesar de todo me apoyaba a fondo. Yo era el jefe militar en quien el archiduque más confiaba, y sin mí se sentía perdido y a merced de los acontecimientos.
Una noche me entrevisté secretamente con Pedro Franqueza, el secretario del rey, que me había mandado llamar. Entré oculto en su palacio por una puerta falsa y platicamos varias horas. Eran los últimos días de diciembre y el viento frío de la planicie castellana barría las calles y plazas de Valladolid, dándole a la ciudad un aire fantasmal.
Primero me lisonjeó. Habló de la estimación que el rey me tenía, y como muestra, nuestro soberano me hacía merced del ducado napolitano de Santa Severina y del Toisón.
Algo desconcertado por no demostrar yo excesivo contento, el secretario adelantó que Su Majestad me confiaba el ejército que debía bloquear en verano La Esclusa. Otro ejército, al mando de Agustín Mexía, sería el que cruzaría el Rin y entraría en Frisia.
—Estimo en mucho las mercedes y honores que se me hacen —dije—, pero no puedo aceptar. No es justo que, habiendo estado a cargo de toda la gente de guerra en Flandes, deba asumir ahora solo una parte.
—Pensadlo bien —dijo Franqueza.
—Pensado está. Mi fin es ganar honra y reputación con hechos grandes; y no creo que lo sea quedarme a defender Flandes, mientras otros llevan el peso de la ofensiva.
El secretario siguió erre que erre, pidiendo que moderase mis palabras de disgusto. Pero yo estaba dispuesto a romper toda negociación y volverme a Italia.
Concluí las razones de mi rechazo, recordándole que un ejército con dos cabezas es garantía de fracaso, como la historia de la guerra nos enseña, y más teniendo en cuenta la poca autoridad militar del archiduque.
Nos despedimos de mal talante ambos.
Al día siguiente fui a ver a Lerma y repetí lo mismo. Le insistía en que deseaba despedirme del rey y volver a casa. En la entrevista estuvo presente Juan de Idiáquez, el jefe de las inteligencias. Parecía sorprendido con mi negativa y apenas dejó caer algunas palabras para rebajar la tensión del encuentro.
—El cargo de maestre de campo general de Flandes ya está dado, tengo aquí el nombramiento —dijo el duque, mostrándome el escrito.
—Pues cambiadlo. En la corte se dice que lo podéis todo —zanjé desafiante.
Aquello pudo ser mi ruina, pero como la fortuna suele sonreír a los osados, mi apuesta a todo o nada salió bien.
En marzo de 1605, Agustín Mexía, cuyo valor y experiencia nunca puse en duda, pasó a ser visitador general de las fronteras y costas de España, lo que equivalía a un retiro dorado, y yo a cargo de todo el ejército de Flandes.
Era un triunfo en toda regla; pero yo sabía que dejaba enemigos detrás que tratarían de cobrarse con envidia y odio su fracaso. Nada podía hacer por evitarlo, sino seguir adelante guiado por la estrella de mi destino.
Lo que mis rivales no podían sufrir es que un extranjero fuera elevado en tan poco tiempo a los más altos cargos de la milicia y a los primeros puestos de honor en la corte.
De la cicatería que mostró al principio, el rey ha pasado ahora a extremar conmigo sus muestras de generosidad. Me ha ofrecido una encomienda de la orden de Santiago, con renta de siete mil escudos, aunque le dije que prefería el collar del Toisón, que siendo yo genovés considero de más honor.
No paran ahí las mercedes que don Felipe me ha hecho. Entre ellas está disponer como guardia personal de una compañía escogida de oficiales reformados, en la que incluiré, por supuesto, a Montenegro.
Además, me ha concedido un título de Castilla para mi primogénito, y permite que este vaya a la corte de España para educarse como los hijos de los grandes, aunque yo no tenga todavía la grandeza, que el monarca ha dejado en suspenso. Piensa, seguramente, que después de haberme dado tanto debe dejar algo para premiarme en el futuro. Y con eso obligarme más.
Antes de salir de España volví a exponer al rey mi plan para la próxima ofensiva. Una buena armada en el mar para debilitar el comercio rebelde, y dos ejércitos en campaña. Uno, el menor, para defender Flandes y Valonia; y el otro, para meter la guerra en Frisia y Holanda y arrancar de cuajo la rebelión.
Don Felipe pareció en todo momento encantado de escucharme, y para reforzar la ejecución de la campaña mandó que se formasen dos tercios en España, otros dos en Nápoles, y uno en Milán, amén de reclutar en Flandes gente veterana.
Saliendo de Valladolid partí a mi destino, atravesando de nuevo Francia, y en París volví a saludar al rey Enrique, que me sentó a su mesa. Su intención evidente era preguntarme, con la excusa de la comida, por mis proyectos para la próxima campaña.
Yo sabía cuán necesario era mantener el secreto, sabiendo las simpatías que el monarca francés tenía por los rebeldes holandeses, pero me arriesgué a decir la verdad en la idea de que sospecharía que le estaba mintiendo. «Señor, mi pensamiento es tender puentes sobre el Rin y llevar el ejército a Frisia», le dije sonriente.
Como yo suponía, el rey Enrique se lo tomó a broma. «Os burláis. ¿Cómo puede ser eso? No tenéis dónde apoyaros ni a un lado ni a otro de ese gran río», comentó.
Nada añadí a esas palabras, y la comida terminó amistosamente. Pronto comprobará el rey de Francia que si otros engañan con mentiras yo le engañé con la verdad.
A la mañana siguiente proseguí viaje a Flandes. En Bruselas me esperaban intranquilos y ansiosos los archiduques. Mostraron mucha alegría al verme. Confían en mí como su mayor sostén, y por mi honor he jurado no defraudarles.