PEDRO PABLO RUBENS

Amberes, 1638

El rey esperaba mi llegada y la infanta me había recalcado mucho que no me entretuviera en el viaje.

Solo me detuve brevemente en La Rochela, donde el superintendente me enseñó personalmente el cerco. Un espectáculo digno de admiración. Los hugonotes sublevados resistían con bravura, pero el dogal de las tropas de Luis XIII se iba cerrando, y comprendí que la plaza no tardaría en caer. Francia volvería a estar pronto en pie de guerra. Mala noticia para España.

A mediados de septiembre de 1628, dos semanas después de salir de Amberes, crucé a caballo el portón del Real Alcázar de Madrid.

Dos décadas habían pasado desde mi última visita a la capital y el Alcázar que yo recordaba había cambiado poco. Seguía siendo un edificio frío, húmedo y lóbrego, de pequeñas ventanas y gruesos muros, útiles en verano para protegerse del calor recio de los estíos castellanos.

Hacía siete años, me explicaron, que la fachada principal se había renovado con ventanales de estilo clásico y un pórtico central que daba acceso a la amplia explanada destinada a patio de armas, de donde salía la escalera que conducía a la planta principal del palacio.

Llevaba conmigo, cuidadosamente envueltos, ocho de mis lienzos que deberían ser colocados en la amplia sala de recepciones situada en la planta principal y con balcones al patio de armas. Una magnífica galería con suelos cubiertos de valiosas alfombras y cornisas doradas, destinada a realzar los cuadros más preciados de la colección del rey, que se las daba de entendido en materia de pintura. Algo que no discutiré ahora.

Casi todos los cuadros que vi colgados a mi llegada eran de Tiziano, salvo un retrato de Felipe IV a caballo pintado por Diego Velázquez, el joven talento que el monarca había descubierto como pintor de corte, al que había concedido el título de ujier de cámara.

Mi llegada al Alcázar no pasó desapercibida. Por los salones del palacio iban y venían nobles, funcionarios, militares, mercaderes, embajadores, criados, y una variopinta caterva de mirones y desocupados a la busca permanente de cualquier merced o migaja del poder.

Mis discretas entrevistas con el conde-duque de Olivares, que me recibió con mucha afectación y muestras de reconocimiento por mis obras, no dejaron de atraer pronto la atención de algunos de los diplomáticos que pululaban por la corte, en especial del nuncio papal, hombre de lustrosa papada y ojos de lagarto, y del enviado de Venecia, que no podía disimular su labor de espía acreditado a todas horas.

Aunque la versión oficial era que yo había llegado para hacer un retrato al rey, el nuncio me dijo con descaro que no se tragaba tal cosa. «Ya sé que sois amigo de Buckingham —dijo— y estáis aquí para negociar un tratado de paz con Inglaterra y una posible tregua en Flandes.» No resultaba posible ocultar lo evidente a los avezados ojos del legado de Roma y embajador veneciano.

Casi desde el momento de pisar las galerías del Alcázar, yo no había dejado de conversar secretamente con Olivares sobre cuestiones de Estado. Pero en la corte, donde todos se espiaban mutuamente, era imposible guardar secreto alguno por mucho tiempo.

A diferencia de Spínola, mi relación personal con el conde-duque era amistosa. Creo que me tenía en alta estima, seguramente porque, como artista, no suponía ninguna amenaza para su autoridad.

Este entendimiento, en realidad, era más aparente que auténtico, y creo que el valido no era consciente de la verdadera situación de Flandes, pero al menos parecía dispuesto a considerar útiles mis manejos en favor de la paz con Inglaterra, aunque no se apeaba en lo tocante a hacer concesiones a los holandeses.

A finales de septiembre, el conde-duque llevó mis recomendaciones al Consejo de Estado. Sus palabras movieron a los consejeros a apoyarme. Las perspectivas, de nuevo, parecían favorables, y más cuando un enviado inglés anunció en Madrid que el propio Buckingham estaba dispuesto a viajar a España para negociar un acuerdo. El mismo rey dio su aprobación para dar curso a estas conversaciones.

Pero una vez más, la Providencia parecía entretenerse en desbaratar cualquier ilusión. En ese momento yo no sabía que Buckingham no estaba en condiciones de viajar a Madrid ni a ningún sitio, pues había muerto hacía más de un mes, pero la noticia no llegó a la corte española hasta octubre.

Un contrariado superviviente de la expedición de auxilio a La Rochela, el teniente John Feldon, puritano y partidario exaltado del parlamento, que ya empezaba a dar muestras de rebeldía contra la autoridad real, lo apuñaló a muerte en Portsmouth. Feldon achacaba al duque el desastre del contingente inglés que desde la isla de Re trató de ayudar a los hugonotes sitiados en La Rochela, en el que perdieron la vida más de cuatro mil hombres.

A raíz de esto, el rey tuvo que disolver el parlamento para evitar que se juzgara a su protegido Buckingham por incompetencia y abuso de poder.

Con la muerte de Buckingham morían también muchas de mis ilusiones de paz, pues en Londres él era el principal partidario de la paz con España.

Dicen que su asesinato regocijó a los londinenses. Es posible. Su arrogancia y la acumulación de cargos cortesanos le habían hecho impopular en Inglaterra. Por el contrario, sus admiradores decían que pasó como un meteoro por los cielos, dejando tras de sí una estela de esplendor y destrucción.

En Madrid le recordaban por haber acompañado a su señor Carlos I, cuando todavía era príncipe de Gales y se presentó de incógnito en la corte española con intención de conquistar el corazón de la infanta María de Austria, hermana del rey. Pero Olivares nunca le tuvo simpatía, y menos después del ataque naval a Cádiz, que fue rechazado con muchas pérdidas.

Yo le hice un retrato a caballo en corveta, con armadura de gala, cabellera y capa roja al viento, sujetando en la mano derecha el bastón de general. Sobre su cabeza puse la figura desnuda de la Gloria derramando flores y haciendo soplar un viento favorable, pues Buckingham por aquellas fechas acababa de ser nombrado almirante de la flota inglesa.

El cuadro lo pinté en París, cuando la boda por poderes entre el rey Carlos I y la princesa Enriqueta María, y se lo envié por barco a Londres. Debió de llegar a sus manos poco antes de que fuera asesinado. Cubierto de pompa hasta el final, fue la primera persona no perteneciente a la familia real enterrada en la abadía de Westminster.

De mi estancia en Madrid guardo buen recuerdo. Me dieron varias habitaciones bien amuebladas en el Alcázar, y compartí estudios de pintura con Velázquez en la galería que daba al espléndido paisaje de la sierra de Guadarrama, al norte.

El estudio estaba situado muy próximo a los aposentos privados del conde-duque, cerca también del picadero de palacio, utilizado en ocasiones para corridas de toros.

Con Velázquez, un sevillano serio y muy preocupado de su ascenso social en la corte, hice buena amistad a pesar de nuestra diferencia de edad, y a veces pintábamos juntos bajo la nítida luz del cielo azul y espléndido de Madrid. Algunas tardes paseamos por los parterres del jardín real mientras conversábamos de arte, y una vez viajamos juntos a El Escorial, que está a unas dos horas a caballo desde la capital.

El ascenso a la sierra fue arduo. Era un día caluroso y desde una de las cumbres, bajo una gigantesca cruz de madera, nos extasiamos en la visión del gran valle que desemboca en el monasterio y el coto de la Casa Real de La Fresneda, con sus estanques de agua cristalina.

Toda la escena tenía una esplendidez tan idílica que no pude por menos de dibujarla en el acto, mientras Velázquez seguía absorto contemplando el paisaje.

Aunque hablamos mucho de pintura y estábamos de acuerdo en casi todo, ninguno de los dos trató de influir en el otro. En realidad, nuestros estilos eran divergentes. Mi pintura es emocional y barroca, plena de color y dinamismo. La obra de Velázquez es mucho más comedida, con un distanciamiento controlado, desapasionado y a primera vista frío.

Durante cinco años, solo Velázquez había podido pintar al rey al natural, y algunos veían que mi presencia en la corte chocaba con los privilegios del pintor sevillano, pero esquivé la trampa de provocar cualquier enfrentamiento por celos artísticos en la competencia por los favores del monarca.

Felipe IV tenía un gran interés por el arte y el mundo que había más allá de España, que solo conocía de oídas, aunque teóricamente lo regía. Era asiduo de los teatros, protegía a los dramaturgos y poetas, hablaba varios idiomas y recibía clases de dibujo de un fraile dominico. En mi opinión, era un príncipe de mucho talento artístico, pero libertino y sin nervio para la conducción política. Puedo decir que, si hubiera desconfiado menos de sí mismo y más de quienes le rodeaban, hubiera sido capaz de gobernar el imperio, pero siendo las cosas como son, terminó pagando el precio de su propia credulidad y de la incapacidad ajena. Eso le hizo ser odiado por algunos más de la cuenta.

El rey posó varias veces para mí. Sus habitaciones estaban a corta distancia de mi taller en el Alcázar, y mientras departíamos amablemente pude retratar ese rostro cuadrado y aplastado, de frente despejada y mandíbula saliente, tan característica de los Habsburgo.

Como era de esperar, don Felipe me pidió que le hiciera un retrato ecuestre. Conocía los retratos que yo había hecho del duque de Lerma y de Buckingham y quería verse reflejado con la misma imponente aureola de autoridad heroica. Sin ningún escrúpulo, halagué con fingido entusiasmo su vanidad de rey planetario, que es como gustaba de ser llamado. Situé la poco apuesta figura sobre un caballo zaino en corveta, bajo representaciones alegóricas de la Justicia y la Fe. A un lado del cuadro, un nativo de las Indias sostenía un refulgente yelmo, en alusión al gran imperio de España.

El monarca quedó encantado con el resultado, tanto que decidió colocar el cuadro en el salón nuevo, frente al Carlos V en la batalla de Mülhberg de Tiziano, en lugar del retrato que recientemente le había hecho Velázquez.

La estancia en Madrid fue también muy provechosa en lo artístico. Además de sacar copias de todas las obras de Tiziano existentes en la capital, pinté dos docenas de obras nuevas, sin contar los dibujos y apuntes preparatorios, y eso a pesar de que la gota no me dejó en paz. Pero mi principal tarea en España no era la pintura sino la diplomacia soterrada.

La gran ocasión para lograr la paz con Inglaterra se había esfumado con la muerte de Buckingham, y la estocada definitiva vino de Italia, con la guerra de Mantua-Monferrato, provocada al morir en su sesión el duque Vincenzo, soberano de ese Estado. España y Saboya se opusieron al pretendiente francés, el duque de Nevers, de la familia de los Gonzaga, a quien apoyaba el rey de Francia. España no podía consentir que un francés se hiciera con el Monferrato, un territorio que incluía la plaza fuerte de Casale y era importante eslabón del camino que lleva a los tercios hispanos desde Milán al norte de Europa.

Las lanzas
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