ALONSO DE MONTENEGRO

Madrid, 1635

En un callejón arenoso de la taberna, cercano a la cuesta que sube del Puente de Segovia, Montenegro suele pasar muchas horas conviviendo con sus fantasmas.

La vida al final, piensa, es un rosario de estragos y recuerdos. Vamos perdiendo las cuentas poco a poco, hasta que al final el rosario se nos deshace en las manos. Pero al menos, mientras se piensa está uno vivo, alerta para pagar las últimas deudas, esas que es necesario saldar para morir tranquilos.

En realidad, nunca se ha parado a pensar en el veloz transcurrir del tiempo que ahora le pesa implacable, sin poder ocultar el deterioro de los años. Como refugio, con frecuencia se recoge en la nostalgia, en las resonancias de los amores perdidos y las batallas ganadas.

En la taberna todos le llaman el Capitán, y eso a pesar de que en realidad nunca pasó de sargento efectivo. Es cierto, sin embargo, que poco antes de morir su señor Spínola le dio patente de capitán con potestad para levantar tropa, aunque Montenegro lo dejó pasar y nunca puso bandera de nuevos soldados. Eso le dejó sin compañía propia, y no se arrepiente a pesar de conocer el dicho: «Capitán, aunque sea de bandidos.»

Su compañía en la guerra (la única vida real que ha conocido), aparte de Spínola, que siempre le protegió, era su camarada. Todos ellos han muerto. Y no es que en su caso lo sienta demasiado. Tampoco le importaría mucho acompañarles dondequiera que estén. Probablemente ardan en el infierno. Aun así, les debe una, porque involuntariamente les guio a la muerte por no ser capaz de olfatear la traición del hijoputa que los vendió. Pero hasta que llegue el final le queda un resto de fuerza en los huesos y su fiel toledana para vengar la afrenta.

La taberna, que algunos llaman también mesón, es baja y lóbrega y en permanente semioscuridad. Fría en invierno y fresca en verano, ocupa una vieja cava de la época árabe, y en la docena de mesas repartidas por el local, los parroquianos suelen discutir a voces, con palabras calientes por el vino poco aguado de Arganda que da cierta fama al sitio. La especialidad de la casa, junto con el queso de Navacerrada, son las morcillas burgalesas, asadas en su punto y crujientes, como debe ser.

Cuando no quiere que le molesten, en trance de saborear la retahíla de sucesos que han ido zurciendo su vida, Montenegro se recluye en su rincón y los que le conocen saben que entonces es mejor dejarlo en paz.

El tabernero de El Gallo es Pepón, venido de Chiprana de Aragón, cerca de Caspe, medio morisco, calvo, corpulento y de gruesa papada. Ronda los sesenta y ha tenido algún problema con la Inquisición felizmente olvidado. Es hombre bonachón, de natural pacífico y astuto, que atiende las mesas con ayuda de su hija la Zambreña y una moza huérfana de Galapagar a la que llaman Salvadora.

Ellas dos y Honoria, la mujer de Pepón, que se encarga de los pucheros y las sartenes, son las que más trajinan a todas horas entre las mesas, llevando vino y comida a la parroquia.

Cuando está sin ganas de compañía, Montenegro tiene asiento y mesa propia en uno de los rincones tabernarios. Le gusta colocarse de cara a la puerta, rumiando a sus anchas añoranzas de tiempos pasados, sin separarse de la jarra de vino que le suele servir la Zambreña. La espada, siempre a mano, colgando del respaldo de la silla.

Los parroquianos habituales respetan su silencio. Saben que en esos momentos hay que dejarle tranquilo y no molestarle, por si el vino le revuelve la bilis y una palabra de más o de menos deriva en pendencia. Mal asunto, porque en tales lances Montenegro es como un león atrapado al que de repente dan suelta.

Las lanzas
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