ALONSO DE MONTENEGRO

Madrid, 1635

Cuando Federico dejó Alcalá precipitadamente para ir a guerrear al servicio del rey, quedé sin amparo y sin dineros. Mi protector prometió ayudarme y llevarme con él en cuanto pudiera, pero la vida de estudiante pobre en Alcalá me obligó a buscarme la vida y di con malas compañías que me la complicaron más.

Mezclado con tahúres y fulleros me aficioné al naipe y, gracias a trampas y picardías, a costa de viciosos de la baraja con más ingenuidad que aviso, conseguí comer la mayor parte de los días y seguir asistiendo a algunas clases.

Recién cumplidos los diecisiete años, una noche, jugando a las cartas a la luz de las velas en un figón de mala muerte, disputé con el criado de un comerciante de tapices navarro a quien debía algún dinero. Me ofendió de palabra y tiró de puñal. Yo también iba armado y me defendí. Le asesté una cuchillada que lo dejó muy malherido.

El dueño del garito, después de aconsejarme que escapara rápido, llamó a los corchetes, que salieron en mi busca.

Varios días pasé escondido junto a la tapia del huerto de un convento de monjas, temiendo que me vinieran a prender a cada instante.

Sin saber qué hacer ni adónde dirigirme, vagaba por las afueras de Alcalá dispuesto a entregarme cuando se me acercaron dos bellacones con intenciones aviesas. Tras robarme lo poco que tenía, quisieron rajarme, pero me defendí bien. En la pendencia eché mano a la daga que llevaba oculta entre los pliegues de la camisa y segué dos dedos a uno de ellos, y al otro le dejé con un ojo casi colgando.

Creyéndome del todo perdido emprendí el camino a Madrid, y en dos días de marcha, ocultándome cuanto pude, llegué a la capital.

Un tiempo pasé durmiendo en la calle o en las puertas de las iglesias, compitiendo por una escudilla de sopa con los enjambres de mendigos que como plaga de langosta asolan la corte. De la cabeza me había quitado ya la idea de entregarme a la justicia, pues con dos sucesos de sangre a mis espaldas, si no me ahorcaban, me esperaban veinte años en galeras, lo que suponía acabar mi mala vida de muerte lenta y afrentosa.

Hambriento y deshecho por dentro y por fuera, deambulaba por las callejas próximas a la Plaza Mayor cuando vi que en una plazuela levantaba bandera un capitán llamado Juan de Mújica. Por matar el hambre me acerqué a unos soldados que, acompañados por el aporreo de un tambor, animaban a la leva. Ellos me dieron un trozo de pan, que devoré hasta la última miga, pues hacía casi tres días que mis tripas estaban vacías.

Sin nada que perder, pensé en alistarme, y así se lo dije a un sargento que cuidaba de los papeles de registro en una pequeña mesa. A su lado, un soldado de gallarda presencia y gesto bravo sostenía la bandera de la compañía. Un trozo de tela blanca con la cruz roja de San Andrés y en letras negras el nombre de Juan de Mújica, sin escudo o blasón alguno, puesto que el capitán no lo tenía.

—¿Por qué quieres alistarte? —me preguntó el sargento, que parecía un tanto aburrido por la poca pesca de reclutas.

Le dije lo primero que me vino a la cabeza. Que estaba sin padres y venía huyendo de una casa donde me trataban mal.

—Así que quieres mudar de aires. ¿Tienes delito de sangre?

—No, señor —mentí.

—¿No andarás huido de la Inquisición?

Esta vez le dije la verdad. Respondí que mis padres eran cristianos viejos, ambos cumplidores de todos los preceptos de la Santa Madre Iglesia, pero ninguno de los dos vivía, aunque estaba seguro de que estaban en el cielo.

El sargento me preguntó por la edad y esta vez le mentí, pues le juré (Dios me perdone) que había cumplido los dieciocho.

—Esto de ser soldado no es un paseo, muchacho —me dijo en plan condescendiente—. No sé qué imaginas ni qué te habrán contado, pero en el tercio la única fortuna es el sufrimiento. No creas otra cosa. Te sentirás peor que un perro apaleado muchas veces.

—¿Y en cuanto a dineros? —me atreví a preguntar.

El sargento se echó a reír.

—¿Aún no has entrado y ya quieres cobrar? Menudo bribón.

—He oído que los soldados del rey cobran.

—Poco a poco, barbián. Aún no eres nada. Ni siquiera bisoño. Por no tener, no tienes casi ni músculo. Estás en los huesos. ¿Cómo te llamas?

—Montenegro, Alonso de Montenegro.

—Señor sargento. Dilo.

—Alonso de Montenegro, señor sargento.

—Eso está mejor. Así te vas acostumbrando a tratar con tus superiores —rio, y yo le seguí la risa, un tanto amoscado.

Estábamos en una encrucijada de callejuelas cercanas a la calle de Toledo. En el centro de aquella plazuela había una mesa, con un alférez y un escribano provisto de tintero y pluma. A su lado, el tambor hacía redoblar con furia intermitente la caja. El ruido atraía la curiosidad, no mucha, de quienes por allí pasaban, aunque en ese momento solo yo parecía mostrar deseo de engancharme. La mayor parte de los transeúntes pasaba de largo sin detenerse, ajenos a la tamborrada, y algunos niños, atraídos por el ruido, merodeaban curiosos.

—¿Ya soy soldado? —le dije al sargento.

—No tan rápido, chico. Primero tendrás que darle tu nombre y datos personales al escribiente que está en la mesa, y tendrás que firmar. ¿Sabes leer y escribir?

—Sí, señor sargento.

—Luego esperarás hasta que el señor capitán te entregue de propia mano el pagamento que te corresponda. Serán dos escudos por el primer mes, y con eso no te bastará para vestido y provisión de armas, pues veo que poco más que la camisa llevas.

Pensé en ese momento que dos escudos sería dinero bastante para salir del estado de indigencia en que me hallaba, aunque pronto me desengañé. El sargento me avisó de que toda la ropa, los zapatos y las armas me serían entregados a cuenta de haberes futuros por el capitán Mújica, y de ellos debería dar cuenta en muestras y revistas.

—Aquí no se regala nada, rapaz, pero serás soldado, y eso es mejor que lo que ahora eres. No hay más que verte. Das pena. Si te alistas, haremos de ti un hombre.

—Hombre ya soy, señor sargento —respondí un tanto molesto. Estuve a punto de decirle que había dejado malheridos a tres hombres hechos y derechos.

—No te engalles. Solo eres un jovenzuelo con aspecto de pordiosero y casi en pelota. Te vendrá bien el socorro del capitán, al menos para ocultar los harapos y afrontar el viaje hasta Flandes o donde nos toque servir al rey.

—¿Cuál es la gracia de vuesa merced?

—Caldeira. Me llamo Caldeira. Con eso te basta. Puedes llamarme así.

En una taberna cercana, aprovechando un descanso del tambor, el sargento me invitó a un vaso de tinto peleón. Lo recuerdo ahora como un valentón bragado, de greguescos un tanto raídos, con bigotes de puntas erizadas como ganchos.

Ya con el calor del vino, me atreví a preguntarle:

—¿Desde cuándo sentáis plaza, señor Caldeira?

—Ya va para diez años.

—¿Y qué os empujó a ello?

—Curioso eres, mamoncillo, pero me caes bien porque me recuerdas al que yo era en otro tiempo. Cuando empecé de soldado.

Caldeira pidió más vino y continuó.

—Verás. Yo con tu edad era muy jaque y ya sabía manejar un poco la toledana. Me enseñó mi padre, que embarcó en la Gran Armada y debió de morir en las costas de Irlanda, ahogado o a manos de los malditos ingleses. Nunca más supe de él... Pero a lo que voy... Tuve una pelea con un soldado portugués, siendo yo entonces mozo que no aguantaba insultos. En la disputa metimos mano a las espadas. Mi suerte fue mejor y le asesté una estocada morcillera en la tripa que le dejó las asaduras colgando y doblado en tierra, sangrando como un cerdo en San Martín. Eso fue allá por tierras de Ponferrada. Escapé gracias a la ayuda de un criado del duque de Santonja, amigo mío, que me permitió compartir su jergón y trabajar de pinche en la cocina del palacio que su señor tenía en tierras leonesas. El duque estaba esos días ausente y, cuando llegó, quiso saber de mis andanzas. Preferí poner tierra de por medio para no responder a preguntas peligrosas de cómo me había instalado en su palacio.

—¿Os persiguió entonces la justicia?

—Bueno, no digo que no. El caso es que decidí huir y tomé soleta. Emprendí camino adelante y malviví algunos años a salto de mata. Anduve con putas, buscavidas y frailes en un carro —evocó con cierta nostalgia—, siguiendo a una compañía de cómicos. No fue mi única ocupación, pues también me tocó hacer de peregrino, buhonero, aguador, mozo de sacamuelas, vendedor de baratillo, lazarillo de ciego y vagamundo. Vivía en perpetuo acecho, buscando pasar desapercibido de los corchetes para no acabar en la cárcel o algo peor.

Los recuerdos y aquel morapio áspero como el esparto dejaban fluir libremente las morriñas del sargento.

—Ya enganchado con la bandera de un capitán en el pueblo de Torquemada, caminamos por Castilla haciendo la marcha del caracol, o sea, dando rodeos para evitar poblados cuyos concejos daban dinero (supongo que al capitán) para que pasáramos de largo, pues nadie quiere soldados de paso. Eso nos obligaba a andar más de la cuenta y dormir en caseríos y posadas de mala muerte, cuando no al raso. Aquello fue una auténtica marcha fúnebre, hijo, y todavía se me abren las carnes al recordarlo.

»En Talavera nos juntamos con otras compañías que iban a embarcar en una flota que esperaba en Lisboa, y allí nos metieron en una de esas burras de palo que llaman galeras. La espera se hizo eterna. Casi todos éramos bisoños y apenas nos daban de comer. Nos conformábamos con lo que nos dieran y dormíamos tiritando, acojonados de frío por las noches.

»Tanta lástima dábamos, que el patrón del barco, después de dar de comer a los soldados veteranos, nos dejaba devorar los restos y alguna sopa. La buena gente que curioseaba por los muelles, al vernos tan rotos y desharrapados, sentía humanidad y nos regalaba alguna ropa vieja.

—¿Y qué hay de mujeres? Dicen que en los tercios...

—Dicen nada, tontaina, que en la guerra se deben excusar los hombres casados o emparejados por evitar complicaciones. Para un soldado en campaña —se atusó el bigote—, las hembras mejor lejos, pero ya que la carne es débil y todos somos pecadores, la regla de la milicia permite que, para evitar males mayores, haya en el tercio ocho mujeres por cada cien hombres, y que estas sean comunes a todos. Tal cosa se tolera en los ejércitos bien ordenados.

—Comunes a todos, quiere decir...

—Putas, hijo, putas. O como algunos las llaman en plan fino, cortesanas.

Tras castigarse la nuez con otro gran trago de vinacho áspero, el sargento añadió:

—Cuatrocientas cortesanas a caballo dicen que llevaba el duque de Alba cuando fue por el Camino Español a Flandes. Tan bellas como princesas, y otras ochocientas a pie que, por estar muy en su punto, no daban lugar a queja.

—Y dígame, señor Caldeira: ¿iremos a Flandes?

—Así puede ser, para tu desgracia, porque has de saber que, a Flandes, ni aun por lumbre. Es tierra fría y húmeda, en perpetua neblina, donde llueve tanto que parece hundirse el mundo. Allí los soldados han de trabajar como mulos y las pagas escasean. Es mejor combatir en el mar contra el Turco... En sus bajeles siempre es posible hallar presas de valor y esclavos, aunque son buenos piratas y se defienden bien, y cuando toman cristianos prisioneros, o pagas rescate o te degüellan.

Por aquel entonces yo nada sabía de Flandes, salvo que se trataba de un país lejano donde los españoles guerreábamos desde hacía mucho tiempo en defensa de la religión católica y los derechos del rey, nuestro señor. Ya había visto en las calles de Madrid a muchos tullidos y mutilados que pedían limosna y decían haber sido soldados en esa tierra. Rostros torvos que pregonaban su desesperada situación por la dura vida que les dejó en tal estado. Esos desgraciados pululaban como moscas en la capital de las Españas, mezclados con otros veteranos más afortunados que conservaban todos sus miembros. Unos y otros deambulaban durante el día ociosos, desaliñados y pobres, sin tener con qué sustentarse, en perpetua demanda de alguna merced o remuneración por sus servicios. Eternos pretendientes que llenaban las horas demandando el premio que creían merecer en la corte, la fuente de mercedes que contentaba a unos pocos y frustraba a casi todos.

Veo que la situación apenas ha cambiado en todos estos años, ahora que estoy de vuelta en este Madrid de llagas y pecados. Por doquier me cruzo con los mismos rostros avergonzados e iracundos, una galería lúgubre y desesperada de la que yo mismo formo ahora parte como una cara más. Somos tantos que hasta a los acicalados de la corte y al mismo rey han debido de llegar las rumias de tanto veterano desatendido, porque se habla de una propuesta para solucionar nuestro desamparo. Crear quieren una congregación de caballeros soldados viejos. Ellos se ocuparían de solicitar al Consejo de Guerra que se pague a los oficiales y soldados desamparados lo que se les debe de sus sueldos, que muchos llevan años sin cobrar. Un amparo que para mí ya será tardío, pues las cosas de palacio van despacio y yo estoy en las últimas, con menos ganas de pleitear que de morirme, aunque antes de ir al otro mundo tengo que ajustar la cuenta que he venido a saldar en este sumidero de soldadesca olvidada.

Las lanzas
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