CONDE-DUQUE DE OLIVARES

Alcázar de Madrid, 1624

«Esta vez Spínola se ha excedido en mucho», medita el conde-duque. Lo de Breda es locura que debería pagar él mismo con su dinero, sin arriesgar los hombres y la reputación de España.

Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, ocupa el poder efectivo de un reino en bancarrota, corrompido, plagado de funcionarios a la bartola, incompetentes y pasivos.

Las finanzas son un caos y el sistema fiscal, un desbarajuste de injusticias.

El pueblo, como es costumbre, calla y sufre, pero en el aire aletea invisible un deseo de reformas políticas, económicas y morales para detener el inexorable declive de una España a la defensiva en el mundo.

Esto no da más de sí.

En el fondo, no entiende las quejas que se levantan contra él. Hasta ese cabrón de Quevedo se atreve a ponerle en la picota con versos que va repartiendo por las tabernas y en saraos de sus amigos de alcurnia, algunos tan altos como los Osuna o Medinaceli.

¿No lucha acaso contra la venalidad de la Administración y la corte? ¿No ha tomado medidas para fomentar las manufacturas y el comercio? ¿No combate contra la hegemonía continental que pretende Francia, siempre Francia, el tábano hideputa?

La solución de los problemas más gruesos se la ha enviado hace poco al rey en forma de Gran Memorial. Un plan estratégico para reforzar el poder real y la unidad de los territorios de la Monarquía Hispana, centralizar la administración y mejorar la maquinaria bélica de los tercios que permiten seguir mandando en Europa. Defender a ultranza los reinos y estados heredados por el Rey Planeta, como le gusta a Felipe IV ser llamado.

Por el momento se siente como el capitán de un barco que se va a pique. Un sufriente encadenado y embriagado por el poder. Es casi su único vicio, su pasión y su gloria. Por eso es capaz de trabajar a destajo, de día y de noche, veinte horas diarias muchas veces.

Pero las guerras no acaban nunca. Ahora mismo ya está envuelto en otra contra Inglaterra, y también en Génova, esa república de vampiros, en Puerto Rico, en Brasil y en Flandes, sobre todo Flandes, el rejón que desangra al toro hispano.

Y el dinero, ¿de dónde sacar el dinero?

Casi todo viene de las Indias, pero los nobles y la Iglesia no pagan un ochavo, los pudientes evaden los impuestos, la corrupción lo carcome todo, y dos tercios de la recaudación fiscal se queda por el camino en irregularidades y sobornos. Pobre país.

De Francia, a la que hemos derrotado cien veces, habría que tomar ejemplo para transformar en un solo Estado el caos administrativo que aquí impera. Integrar los reinos de España en una monarquía centralizada. Castilla es la vaca de la que todos maman, pero esto ya no se aguanta. En la Corona de Aragón, los nobles y burgueses no contribuyen con dinero al mantenimiento de la hegemonía hispana, de la que se benefician todos. A la hora de aportar, todos escurren el bulto.

¿Cómo hacer?

A ese Richelieu quisiera yo ver en mi lugar, bregando contra un rey débil y disoluto que está regando Madrid de bastardos, con una sociedad inerte y reacia a los cambios y una aristocracia que odia a todo el que intenta rebajar su poder y privilegios.

Aquí la mera palabra «reforma» suscita críticas y preludia el ajuste de cuentas. Y sin embargo, es preciso actuar de inmediato, antes de que la enferma España sea cadáver.

Los males que nos agobian —se espanta el conde-duque— están envejecidos, la reputación perdida, y la Hacienda, que es el nervio de la autoridad, totalmente extenuada.

Y en cuanto a los ministros, ¿qué decir? Personajillos de retablo de cachiporra consentidos, enseñados a no ejecutar o a ejecutar flojamente, sin ningún celo. De ellos nacen y han nacido los principales daños del gobierno y de la justicia, y su desenfreno es mayor que nunca.

Laboriosidad, diligencia y limpieza de manos es lo que se precisa. Antes de que todo se lo lleve el diablo.

El conde-duque es un personaje de imponente presencia. Voluminoso, soberbio y ufano de sí mismo, de gesto altivo y profusos mostachos que le cruzan el rostro hinchado. Sus cambios de carácter son tan bruscos como afiladas sus palabras cuando algo o alguien le molesta.

Arrogante y colérico, tiene madera de dictador y finge poco, quizá porque no sabe hacerlo, en una corte que ha hecho del fingimiento máscara permanente.

En mente tiene las primeras líneas del memorial que ha dirigido al rey, y no quitaría ni una coma a lo dicho:

«... Tenga V.M. por el negocio más importante de su monarquía el hacerse rey de España; quiero decir, Señor, que no se contente V.M. con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona... sino que trabaje y piense con consejo mudado y secreto por reducir estos reinos de que se compone España, al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia, que si V.M. lo alcanza será el Príncipe más poderoso del mundo...»

Y volviendo a Flandes, la llaga incurable...

De Bruselas le han llegado cartas de la infanta gobernadora, esa vieja intrigante que abusa de su parentesco con el rey y haría bien en estarse quieta y dedicarse a rezar por el alma del infeliz de su marido Alberto.

«Si estamos en guerra contra los holandeses no beneficia nada que estemos mendigando paces, y en todo caso yo decidiré cómo y cuándo se hacen, no la infanta ni su incondicional asociado Spínola, al que habrá que cortarle las alas de una vez por todas si lo de Breda fracasa, cosa harto probable.»

Papeles por todas partes. Memoriales, documentos y legajos que le llegan a diario de las cuatro partes del mundo. Eso por no mencionar los escritos que sus ayudantes le entregan de los cortesanos y pedigüeños de favores que deambulan a todas horas por la corte, en espera de alguna migaja de gracia.

De Flandes le llegan cartas de sus espías, de la gobernadora y de Spínola; el genovés piensa que es el señor de los tercios, pero los tercios no son suyos, sino del rey de España, y lo de negociar paces no le corresponde a él.

Da unos pasos inquietos por el salón y se sienta a la mesa del despacho en su amplio sillón de nogal, repujado de cordobán oscurecido por el uso. Empuña la pluma y tras meditarlo unos momentos empieza a escribir. Que el rey se vaya enterando.

Señor.

Me llegan noticias de Flandes preocupantes para la reputación y el respeto que V.M. merece. Debéis conocerlas para actuar con la autoridad que os corresponde cuando juzguéis llegado el momento.

El archiduque Alberto no hizo caso de vuestro augusto padre, que en Gloria esté, cuando le ordenó que no entablara negociaciones con los holandeses rebeldes al expirar la Tregua de los Doce Años.

A comienzos de 1621, cuando era inminente el final de la Tregua sin que los enemigos dieran muestras de querer prolongarla, Alberto organizó una reunión entre su asesor, el pintor Pedro Pablo Rubens, y la viuda Bartholde van T’Serclaes, confidente del príncipe de Orange.

Rubens es hombre influyente y solicitado en la corte de Bruselas, pues ha desempeñado funciones de inteligencia para la infanta gobernadora durante el tiempo que ha pasado en Francia realizando encargos artísticos para María de Médicis, la reina madre. El pintor figura oficial y secretamente en la cuenta de pagos del ejército español con diez escudos de entretenimiento al mes. Y aunque la archiduquesa y María mantienen buenas relaciones personales, la oportunidad de colocar un agente en la corte francesa era una oportunidad que la gobernadora no desaprovechó, y nada hay que reprocharle por eso.

La viuda T’Serclaes había informado al archiduque de que el príncipe de Orange atendería una oferta de paz a cambio de que España aceptara reconocerle soberano de las Provincias Unidas. Si Alberto quería hablar de esto debería haber enviado un representante a La Haya con propuesta formal.

Sin informar a V.M., Alberto despachó un emisario, pero la misión fue un fracaso absoluto. El enviado apenas pudo poner pie en la capital holandesa porque se lo impidió una violenta manifestación, que a todas luces parecía organizada desde altas instancias. Cundió incluso la sospecha de que el lamentable episodio había sido una artimaña de Mauricio de Nassau, que tras haber puesto el cebo denunció los hechos para consolidar su propio poder en las provincias rebeldes.

Reanudadas las hostilidades con Holanda, el marqués de los Balbases entró con su ejército en la región oriental de los Países Bajos, a lo largo de la frontera alemana, y puso sitio a Bergen-op-Zoom, situada a orillas de un afluente del Escalda, en la frontera de Flandes y las llamadas Provincias Unidas.

El intento de tomar esta ciudad, tras seis meses de infructuosas acciones, derivó en desastre. Las defensas de la plaza resultaron inexpugnables y Spínola terminó retirándose, con el ejército muy mermado por las bajas y las deserciones. El cerco resultó ser una sangría inútil.

Entretanto, el dañino asunto T’Serclaes no cerró definitivamente las puertas a una negociación solapada con los holandeses, y el fracaso de Bergen-op-Zoom reforzó en Bruselas la necesidad de llegar a algún tipo de acuerdo. Para eso, la gobernadora volvió a recurrir a Rubens, y en realidad tenía buenas razones para ello.

Conviene que V.M. sepa que el príncipe de Orange, Mauricio de Nassau, es hermanastro de la hermanastra de Rubens, de nombre Cristina von Dietz, una hija ilegítima del padre del artista y de la madre de Mauricio, Ana de Sajonia.

No es el príncipe de Orange el único pariente que Rubens tiene en las altas esferas holandesas. Hay otro personaje, Jan Brant, cercano a Mauricio, que es esposo de una prima carnal suya y desempeña cargo importante en el municipio de Amberes.

Tras haber terminado la primera entrega del encargo de María de Médicis en Francia, Rubens regresó a Flandes en mayo de 1623, y eso le permitió intensificar los contactos políticos con la gobernadora en Bruselas.

Por las cartas que en ese tiempo envió a un amigo suyo anticuario en París llamado Peiresc, sé que en aquellos días Spínola estaba negociando en secreto una tregua, de la que pienso no ha dado noticia alguna a V.M.

En cualquier caso, tales tentativas estaban condenadas al fracaso por la actitud de Francia, que seguía y sigue oponiéndose tajantemente a cualquier paz nuestra con los holandeses, por diabólicas razones fáciles de entender. Para los franceses es un axioma de Estado debilitarnos con gastos y problemas constantes que obliguen a mantener a perpetuidad la guerra en Flandes.

Unos meses más tarde, Brant, el primo de Rubens, informó a este de una propuesta que debía trasladar a la gobernadora en Bruselas y exigía respuesta inmediata a La Haya. Lo que se proponía era la paz bajo las mismas condiciones de la Tregua de los Doce Años.

Brant acusó también a varios miembros de la corte de Isabel en Bruselas de filtrar mensajes secretos a los franceses, que tomaban buena nota para sabotear los tanteos negociadores.

Si es o no verdad esto, por el momento no tenemos medios de averiguarlo, pero ya he cursado instrucciones a nuestras inteligencias en Bruselas para vigilar la cuestión y espero poder dar una respuesta más concreta a V.M. en breve.

Al parecer Rubens convenció a Brant para que regresara a La Haya sin la inequívoca respuesta que pretendía, imposible de dar en un plazo tan perentorio.

Por esas fechas, además, el pintor estaba muy deprimido por la grave enfermedad y muerte de su hija mayor, una joven de doce años, que era dama de compañía de la gobernadora. Pero pasado el luto y amortiguado el dolor con el paso de los meses, en el verano de 1624, Rubens volvió a las andadas negociadoras.

Durante un tiempo, el artista y la gobernadora se han reunido casi a diario para tratar sobre una propuesta de tregua que Rubens asegura tener de los holandeses a través de su primo Brant, aunque por ahora no hay nada cierto en ello.

Luego de lo cual deja la pluma y encarga a un criado que le sirva el chocolate habitual de las tardes, para conjurar las malas nuevas que de todas partes le van llegando.

Las lanzas
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