ISABEL CLARA EUGENIA
Palacio de Bruselas, 1633
Spínola fue a Madrid para exponer la delicada situación económica y militar de Flandes, y especialmente para rendir cuentas por la lamentable pérdida de la plaza de Grol, de la que se le hacía responsable por no haber acudido en persona a su socorro. Grol cayó en manos del conde de Bergh, pariente de Mauricio de Nassau que después de haber combatido a nuestro lado se pasó traidoramente a los holandeses.
A pesar de ello, a Spínola se le recibió con muestras de gran estimación por Felipe IV y toda la corte, pero pasados los primeros días de entusiasmo vinieron las contrariedades. Spínola era el miembro más antiguo del Consejo de Estado, que entonces celebraba sus sesiones en los aposentos del conde-duque de Olivares. Allí rindió cuenta de la situación del ejército de Flandes, y expuso la situación precaria que en Bruselas teníamos. Su tesis se cifraba en un claro dilema: aprovechar la ocasión para negociar una larga tregua o reunir recursos de inmediato para emprender la guerra ofensiva con decisión.
En el fondo, no se trataba de un verdadero dilema, ya que emprender la guerra era una alternativa desastrosa. Así lo dijo el general claramente en el Consejo de Estado. Si la guerra era defensiva, no se ganaba nada, y si era ofensiva, todo lo que se podría hacer sería tomar una plaza importante en verano, lo cual supondría ganar reputación, pero no acabar la contienda. Si faltaban las provisiones y el dinero, además de que el enemigo tomaría otras plazas, se corría el riesgo de un motín grandísimo.
Con la tregua, decía el general, se superarían todos los inconvenientes. Se eliminaban los continuos gastos y se podría acudir a las necesidades de la Monarquía, gobernando con ajustamiento lo que conviniere, pues en faltando el dinero era imposible.
La opinión de Olivares era contraria. La tregua había demostrado que era preciso cortar de raíz los ataques holandeses en otras partes del mundo. Eso requería dispendios más cuantiosos que los exigidos por las campañas en Flandes.
Las discrepancias entraban también en el número de soldados. Spínola solicitaba treinta y cinco mil para los presidios, treinta mil para la campaña y cinco mil caballos, pero el conde-duque solo llegaba a la cifra de cincuenta y siete mil soldados pagados y cuatro mil caballos para todo el ejército de Flandes. La diferencia no resultaba exagerada, pero quedaba la cuestión del envío de los recursos. Spínola deseaba que fuera rápido y completo. A esto, Olivares oponía reparos y regateos, dado el escaso dinero disponible.
Las diferencias no se limitaban solo a cuestiones de guerra terrestre, sino a la visión global de la contienda en el escenario de los mares septentrionales. Pese a que Spínola era el capitán general de la armada de Flandes, se opuso de plano a la ambiciosa empresa de Olivares en los países bálticos por la falta de caudal. En su descabellado objetivo, proyectaba estrangular el comercio holandés llevando la guerra al corso, pero yo pensaba que sería mejor emplear ese gasto en otras cosas que importaban más.
Hablamos de esto con frecuencia y la realidad terminó poniendo las cosas en su sitio. Las ilusiones de una victoria en el mar se desmoronaron definitivamente poco después del triunfo de Breda, y el corso español en el Báltico quedó muerto al poco de nacer por la mala voluntad del rey Segismundo de Polonia, uno de nuestros pretendidos aliados.
Spínola no entendía el vasto planteamiento marítimo de Olivares. Buscaba apoyos suficientes en Madrid para regresar a Bruselas sin perder reputación en Flandes, pero desobedeció la voluntad real de volver a comandar el ejército de Flandes para reanudar la guerra, algo que el Consejo de Estado, y sobre todo Olivares, le reprocharon.
Y así, mientras el conde-duque y Spínola disputaban, la situación de Flandes empeoraba dramáticamente. Todo desmejoró aún más cuando en 1628 los holandeses capturaron en aguas de Cuba la Flota de la Plata. Con eso añadieron a sus arcas ochenta toneladas de oro y plata, gracias a las cuales dispusieron de un espléndido ejército mercenario. Desde nuestro gobierno de Bruselas no podíamos oponer nada similar.
Por momentos, todo se iba haciendo lóbrego y cundía el desánimo.