ALONSO DE MONTENEGRO
Madrid, 1635
—¿Queréis saber de verdad lo que pasó en Breda? No tenéis ni idea, pero os lo voy a contar, hatajo de bergantes. Porque yo sí estuve allí, con mi señor Spínola.
Montenegro hace una pausa, vacía el resto de la jarra y mira desafiante y con un punto de desprecio al revuelto auditorio.
—Pepón, trae más vino o te ensarto.
Risotadas, codazos, cuchicheos, gestos de guasa contenida. El capitán parece esta noche un poco tocado por el Valdepeñas, y no para de hablar para solaz de la parroquia, que a veces le premia con palmoteos y pagándole una ronda extra de morapio.
—Spínola estaba contento de contar con tantas fuerzas, porque tenía casi cuarenta mil, entre infantes y caballos.
»El general conocía bien el valor de las inteligencias en la guerra... por todos los medios trató de hacerse con las cartas con las que Mauricio y los cercados se comunicaban, para conocer los planes de los malditos herejes... A mí y a otros de su confianza, el general nos encargó que vigilásemos bien los puestos y pasos por los que entraban y salían de la ciudad los correos enemigos... Como es lógico, ofreció premiar bien a quien le trajera cartas interceptadas al enemigo...
»No fui yo quien se apuntó el tanto en esa ocasión, que no soy vanidoso de lo ajeno ni gallo que guste de adornarse con plumas de otros...
»Hubo un soldado de Illescas, un tal Leoncio, bisoño pero muy aplicado, que se apostó en una arboleda por la que supuso que pasaría algún correo holandés...
»Quizás alguien le informó, no lo sé. El caso es que el muchacho esperó. Tendió una cuerda disimulada en un sendero y a los dos días el pez cayó en la red con caballo y todo. Un jinete holandés que quedó inmovilizado en el suelo, con el corcel encima...
»Leoncio, a lo que nos contó, tras rebanar limpiamente el cuello del hereje y hacerse con el caballo, cogió una bolsa con dos cartas recubiertas de cera para impedir que se mojasen... Las dos eran de Mauricio. Una dirigida a Justino de Nassau y la otra, al magistrado de Breda... Las dos iban en clave, que no las entendía ni San Isidoro, con notas y cifras secretas...
»Spínola se alegró mucho al recibirlas, y como era generoso premió al soldado con unas botas nuevas y una bolsa de treinta escudos. Luego me dijeron que el chaval tuvo mala suerte y murió pronto. Una bala de cañón le arrancó de cuajo la cabeza. Menos mal que le dio tiempo para hacer testamento y dejar las botas y el dinero a los de su camarada, que sin duda se lo agradecieron...
»Hubo fortuna y alguien del campamento descifró las cartas... Pedían a los de Breda que se apretaran el cinturón para que los alimentos les durasen hasta la llegada de refuerzos que estaban preparándose en Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas... Eso parecía indicar que íbamos ganando la partida y el hambre empezaba a quebrarles.
De pronto se levanta barullo en la taberna. Uno de los parroquianos, un ganapán de la sierra que está de paso por Madrid, le ha querido tocar las tetas a la hija de Pepón, y esta le ha atizado en la cabeza con una jarra de barro que le ha dejado descalabrado. De la testa del ganapán mana abundante sangre.
Es una herida aparatosa que el desgraciado intenta taponar con una de las bayetas que se utilizan para limpiar las mesas de restos de comida y bebida.
Montenegro, furioso porque le han interrumpido el cuento, desenvaina la toledana y va contra el osado rijoso, que al ver lo que se le viene encima escapa de la taberna como alma que lleva Satanás.
Trastabillando y corrido, el fugitivo llega a la calle y emprende veloz carrera hasta perderse en los sombríos recovecos de los aledaños. Un par de perros sarnosos le persigue ladrando.