AGUSTÍN MEXÍA
Ostende, octubre de 1603
Una noche, el archiduque reunió en su puesto de mando de Ostende a sus principales jefes en busca de consejo.
El único punto a debatir era si prolongar el sitio o dejarlo, y pronto las opiniones en pro y en contra se acaloraron. En realidad, ninguno sabía muy bien qué decisión tomar.
—La retirada —enfatizó Alberto— implica pérdida de reputación. Muchos la verían como un deshonor de nuestras armas, una prueba de debilidad. Y los holandeses, crecidos, no tardarían en emprender la ofensiva.
—Si vienen —le replicaba el conde de Bucquoy— tendremos el ejército casi intacto y les estaremos esperando. Pero si nos pudrimos en este pantano, nada habrá con qué hacer frente a Mauricio y los ingleses.
Cuando mayor parecía el guirigay, el maestre general Agustín Mexía, castellano de Amberes que tenía a su cargo la defensa del fuerte de San Alberto y era brazo derecho del archiduque en el asedio, aventuró una opinión:
—Confiemos a Ambrosio de Spínola la dirección del cerco. Cierto es que no tiene mucha experiencia en batalla todavía, pero goza de la confianza del rey y es hombre de ingenio y recursos. Por lo que sé, en sus tercios cuenta con ingenieros avezados en trabajos de muros y diques.
Al archiduque le cayó por sorpresa la propuesta, y al principio se negó; pero pronto se lo pensó mejor y fue cambiando de opinión.
Mexía era astuto y un buen jefe. Nombrar a Spínola favorecía en última instancia sus propios intereses. Si el genovés fallaba, sobre él caerían todas las culpas; y si ganaba, compartiría su triunfo, puesto que él era quien lo había nombrado y seguía siendo el gobernador militar de todo Flandes.
La opinión del resto de los mandos presentes no contaba mucho. Pero la mayoría simpatizaba con Spínola y acataría de buen grado la decisión que tomase el archiduque.
—¿Aceptará? —preguntó el flamenco Van den Bergh con cierto desdén.
—Apuesto que sí. Es hombre ansioso de fama y Ostende se la ofrece. Dejádmelo a mí —dijo Mexía.
Todavía continuaron debatiendo un buen rato, entre rondas de cerveza y vino borgoñón, hasta que el archiduque dio por terminada la reunión.
Al acabar, en un aparte, el archiduque comentó a Mexía:
—¿Creéis que es buena idea?
—No lo hubiera dicho si así no fuera, Alteza. Lo hice en procura vuestra.
—Así lo pienso, sin duda. ¿Habéis hablado ya de esto con el propio Spínola?
—Algo le he insinuado; y en sus ojos he vislumbrado deseo de aceptar. No anhela otra cosa que la fama con las armas. Lo mismo que deseaba su hermano Federico. Nunca vi hombre tan empecinado en combatir por gloria.
—Sea pues, Mexía. Pongamos a Spínola en el disparadero de la fama que tanto ansía.
—Dinero para intentarlo no le falta, ya lo sabéis.
—El que los genoveses nos chupan de las Indias. Bien pueden devolvernos algo para pagar esta guerra a la que Dios parece haber condenado a España.
El archiduque escancia la última jarra de vino de Borgoña, oscuro y espeso como sangre de dragón, y brinda por la eterna condenación de Mauricio de Nassau y los malditos calvinistas.
—¿Cómo pensáis actuar? —pregunta el maestre general.
—Vos mismo podéis decírselo, Mexía. Al fin y al cabo, la idea salió de vos.
Al día siguiente, muy temprano, Mexía partió a caballo, acompañado de una pequeña escolta, para darle la nueva a Spínola.
Cuando se encontró con el condottiero en el campamento del tercio de italianos, el genovés ya estaba enterado por sus confidentes, pero simuló no saber nada y hasta fingir sorpresa. Pareció meditarlo un poco, pero enseguida aceptó.
—Quedo obligado al archiduque y estoy al servicio del rey, como siempre —dijo.
Enseguida pasaron a ocuparse de cuestiones esenciales sobre la situación militar.
—¿Qué hay del dinero para sostener el sitio? —indagó Spínola.
—Además de la asignación mensual de las ciudades flamencas leales, tendréis lo que el rey suministra y lo que de vuestra parte queráis añadir. El ejército confía mucho en vos.
Cuando Mexía partió, Spínola quedó pensativo. Sin duda, la oferta era muy honrosa, y venía a calmar su anhelo de mando; pero intuía los riesgos que entrañaba para su reputación aquella difícil coyuntura. Se trataba de una empresa casi desesperada, que podría ser su ruina personal. Además, adiós a la invasión de Inglaterra. Lo veía como un regalo envenenado envuelto en una oportunidad de oro que no podía rehusar.
Sin perder un momento pasó a la acción. A pie, recorrió el campamento y pidió a sus ingenieros de más confianza, Franceschi y Pompeo Giustiniani que le dieran por escrito un parte de la situación sin escamotear nada ni ahorrar críticas.
Luego pasó a Bruselas a entrevistarse con el archiduque, que dio muestras de alegría, excesiva para ser sincera, cuando Spínola le confirmó que aceptaba el puesto.
Alberto se deshizo en pomposas manifestaciones de alabanza y banales elogios:
—Cuanto más difícil la empresa, mayor será vuestra gloria en el momento triunfal. Vuestro valor y pericia recogerán el fruto de tanta sangre, tiempo y dinero consumidos en Ostende. Tenéis los mejores soldados del mundo, aunque el dinero escasea.
A la mención de los dineros, Spínola recogió la indirecta. Dijo lo que el archiduque esperaba oír de él:
—Si es necesario, yo lo proveeré de mercaderes y prestamistas con el aval de mi propio crédito.
—No me defraudáis. Lo sabía.
—Mi hacienda, como mi vida, están por entero al servicio del rey y de Vuestra Alteza. El dinero no ha de faltar para obras, munición y sustento de la gente.
Cuando el general partió, el archiduque torció el gesto en una leve sonrisa zorruna. Spínola sería un buen escudo que le protegería de mucha responsabilidad directa. A su mujer, Isabel Clara, además, el genovés le caía bien. A veces, hasta pensaba que ambos hubieran hecho buena pareja. Isabel era una infanta nacida para ser reina (aunque nunca lo sería, ahora que su padre Felipe II había muerto) y para ser madre de reyes, aunque lo más probable es que ya nunca tuviera hijos.
En cuanto a Spínola, era un hombre de negocios con voluntad de adalid, que no hubiera hecho ascos a ninguna corona. Sí, seguramente se hubiera entendido a la perfección con ella.
Esa misma noche, Alberto escribió al rey. Lo primero, dejar en claro que todo se hace para el mejor servicio de Su Majestad, y lo segundo y más importante, recalcar que Spínola adelantaría el dinero para prolongar el asedio.
Poco después, el general también escribe desde Brujas al rey. Es una carta que deja entrever su heredada aptitud de negociante preocupado por el gasto y los números. Conoce las penurias de la hacienda hispana y, aunque generoso, teme salir desplumado de la maniobra. Quiere que le den consignaciones de todo lo que gasta, y que se le envíen —para continuar con la empresa— letras de 720.000 escudos que se le adeudan por los desembolsos en servicios a la Monarquía Católica. En esto incluye la provisión de las galeras y el sustento de sus tercios.
Advierte a don Felipe que la dilación en pagarle será perjudicial para ambos. Para el rey, porque subirán los intereses, y para él mismo, por la gran carga de débitos ya contraídos a cuenta de la Corona.
Así es que, amigos, amigos; pero la vaca por lo que vale. Y se despide con la ceremonia exigida: «Guarde Nuestro Señor la Real persona de Vuestra Majestad como la Cristiandad ha menester, y yo su muy humilde y criado deseo.»
En Brujas al 7 octubre de 1603.