LUIS MONZÓN
Madrid, 1637
Durante el tiempo que lo conocí, Montenegro parecía un hombre en continua espera. Era algo que tenía que ver con el deseo vengativo que llevaba dentro y le mantenía en vilo, pues nada alimenta tanto el ánimo como el odio.
Tumbado en el jergón de la posada, o meditabundo ante una jarra de vino en la taberna de El Gallo, Alonso podía permanecer en estado casi letárgico durante horas. Parecía un gato inmóvil, acechando la salida del roedor por el agujero.
En esos momentos, en los que rumiaba su desquite, siempre era mejor dejarle en paz hasta que se le iba el trance.
Algunas veces le vi escribiendo notas, que el mandilón de una tal Leonora, prostituta de una mancebía cercana a la plaza de la Cebada a la que tenía afición, le llevaba con destinatarios secretos. El mismo sujeto aparecía de vez en cuando por la posada o la taberna para entregarle en mano algún papel o misiva, que Montenegro solía quemar o romper en pedazos minúsculos después de leerlos.
En ocasiones, tras la lectura, envuelto en su capa, se esfumaba por las noches y deambulaba por callejuelas y rincones, en encuentros misteriosos con personajes de cierta alcurnia, según deduje; pues un par de veces al menos capté su silueta entrando en casas de gente influyente. Alguna, me pareció, relacionada con embajadas importantes asentadas en la corte.