ALONSO DE MONTENEGRO

Grol, diciembre de 1606

El mando se las prometía felices tras la caída de Rimbergh, pero Mauricio de Nassau no descansaba. Sabedor de nuestras dificultades, reagrupó su ejército, apenas desgastado durante el verano, y después de recuperar Lochem, descargó contra Grol.

Tan solo unos días después de tomar Rimbergh, nuestra tropa comenzó a desmoronarse y proliferaron los desertores en grupo, que se pasaban al lado holandés, donde se les acogía bien.

La dura campaña entre aguas infectadas afectó mucho a los soldados nuevos, que se amotinaron. Unos seiscientos marcharon a Breda, y ofrecieron sus servicios a Justino de Nassau, gobernador de esa ciudad, que era hijo bastardo de Guillermo de Orange.

A finales de noviembre, la peste de los amotinamientos se había extendido a una parte importante del ejército. Estos soldados, en su mayoría alemanes y borgoñones, cometieron toda clase de tropelías contra la población civil y sembraron el terror por todo el país.

Todos los esfuerzos del general por obtener dinero parecían haber fracasado, aunque él nunca me habló en detalle de asuntos monetarios, de los que yo poco entendía y sigo sin entender. Lo único cierto y palpable era que ni de Bruselas ni de España llegaba maravedí alguno, y lo conquistado en verano podía desvanecerse como un sueño en las brumas del otoño.

Como de momento no podía castigar a los alzados, el general los redistribuyó y quiso contentarlos con cuatrocientos mil escudos que pudo reunir con intereses de usura. Pero cuando los amotinados creían haber ganado el pulso, Spínola publicó un bando muy severo contra los sediciosos. Prescindía de sus servicios y los desterraba perpetuamente de Flandes. Les daba un plazo de veinticuatro horas para salir del territorio, después del cual serían ahorcados si se les hallaba. Una medida que se cumplió a rajatabla y llenó de cadáveres balanceantes los árboles de los caminos.

La orden dejó apesadumbrado el rostro escurridizo y afilado del general, que parecía aceptar con cierta tristeza y la misma actitud glacial lo bueno y lo malo que le llegaba. Nunca ha existido nadie tan comedido en el triunfo, ni tan sereno en la adversidad.

Dejando a un lado todas las otras dificultades a las que se enfrentaba en ese momento, cuando le llegó noticia del peligro que se cernía sobre Grol, dispuso un ejército para ir a auxiliar la ciudad, sin dar tiempo a que los holandeses cerraran la contravalación.

Las tropas iban, una vez más, un tanto mohínas por la falta de dinero, y se olfateaba el amotinamiento, que podría estallar con cualquier pretexto, por nimio que fuese. Por fortuna nuestra, la lluvia volvió a machacar con fuerza incesante. Eso entorpeció mucho los trabajos contra la ciudad, y permitió a los sitiados realizar salidas por sorpresa que llevaron la intranquilidad al campamento enemigo.

Para más fortuna todavía, el dinero llegó. Una mañana, vi al general más alegre que de costumbre, y me atreví a preguntarle si por ventura había sucedido algo favorable a nuestras armas.

—Mejor que eso —dijo enigmático.

No habló más, pero una semana después llegaron al campamento tres cofres con dinero protegidos por una fuerte escolta de arcabuceros españoles. En el campamento sabíamos lo que significaba eso. La Flota de la Plata había llegado a España sana y salva, tras burlar los intentos holandeses de tomarla. Volvía a haber dinero para pagarnos y los rostros mohínos tornaron en contentos. La propia hacienda del general se había salvado. Ahora los ánimos habían cambiado. Todos querían volver a la guerra, deseosos de medirse otra vez con el enemigo.

La marcha de aproximación de nuestra fuerza a la plaza fue espantosa. Caminábamos hundidos en el barro, sin abrigo y sin siquiera leña para hacer fuego por la noche que nos calentase. Pero, con todo, seguíamos marchando, dejándonos la piel en cada legua. Algunos no lo resistieron y se extraviaron o murieron por el camino. Hasta se dieron casos de locura, soldados que perdieron la razón a voces, que daba pena verlos.

A poca distancia de Grol, el general reunió consejo de guerra y decidió presentar batalla frontal al enemigo. Reformó el orden de ataque con un dispositivo especial, que consistía en un escuadrón volante con lo más granado de la infantería de todas las naciones.

En primera fila iban los señores de título, caballeros, capitanes reformados, entretenidos y aventureros, formando cuadro de picas. Guarneciendo el cuadro, los arcabuceros y mosqueteros en cada extremo, formando dos mangas. Una de españoles y la otra del resto.

El mando de este escuadrón volante se encomendó al maestre del campo Simao Antunes, un veterano de los tercios, cosido de heridas, que se las sabía todas.

En uno de los costados, Spínola colocó a la caballería y a los arcabuceros montados de Luis de Velasco que reconocían el terreno, y en el otro flanco puso caballería italiana y del resto de las naciones.

Como refuerzo de este dispositivo, el general dispuso dos hileras de carros, una en cada flanco, con mosqueteros y piezas de artillería, para dar cobertura a la caballería si esta se veía obligada a retirarse.

Por detrás del escuadrón volante, a la derecha, iban dos tercios españoles, uno de ingleses y otro de escoceses; y en la izquierda, a la misma distancia, cinco tercios italianos. Más retrasados, como reserva, formaban dos tercios de valones y borgoñones y la infantería de las guarniciones de Frisia, con la artillería.

Todo aquel conjunto, decían los oficiales más veteranos, estaba ajustado como los escuadrones de Alejandro Farnesio cuando entró al socorro de París. La amalgama componía una magnífica máquina de guerra, una cuña para penetrar las líneas enemigas que avanzaba como un rodillo, sin que pareciera existir fuerza humana capaz de torcerla. Y cuando nuestro ejército se hallaba a un tiro de cañón del enemigo, formado en batalla, se produjo algo que no esperábamos. Mauricio rehusó el combate. Levantó el sitio como un perro temeroso con el rabo entre las piernas, abandonando las trincheras del cerco. Eligió el camino fácil de la retirada antes que arriesgarse a un descalabro, pese a que nuestro ejército era inferior en efectivos y estaba muy fatigado por la reciente marcha y la dura campaña del verano anterior.

Las tropas holandesas se retiraron a zonas de invernada dentro de las Provincias Unidas rebeldes. Con eso sus pérdidas fueron mínimas, pero la reputación de Mauricio sufrió un duro golpe, al menos entre nuestra tropa, que hizo mucha broma acerca del poco valor del holandés. Teniéndolo todo a favor, no quiso arriesgar nada, y pensándolo ahora creo que hizo bien. Las guerras se ganan también poniendo distancia con el enemigo si llega el caso.

Y esto fue en sustancia lo que se conoció como el Socorro de Grol, del que se escribieron después algunas crónicas que he visto publicadas con versiones distintas, aunque yo afirmo que la que aquí expongo es la más verdadera. Pues la viví en mis carnes, la vi con mis propios ojos y la escuché de la propia boca de Spínola.

Las lanzas
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