ALONSO DE MONTENEGRO
Madrid, 1635
Ambrosio había devorado muchas obras militares, sobre todo las dedicadas al trabajo de sitio y fortificación, y se sabía al dedillo las campañas de Flandes de Alejandro Farnesio, pero apenas tenía experiencia de batalla. En eso su hermano Federico le superaba ampliamente, pese a que murió muy joven.
El mayor de los Spínola se sentía frustrado por lo que consideraba una vida demasiado plácida, y por la perpetua enemistad con los Doria en Génova, que le había llevado a continuas trifulcas, a veces saldadas con sangre, por el gobierno de esa ciudad-república.
La enemistad venía de lejos. Los Spínola representaban la alcurnia, la nobleza de sangre más estricta, y en este sentido consideraban a los Doria casi advenedizos. Los Doria, además, les habían arrebatado el espléndido palacio que había pertenecido a uno de sus antepasados. Eso, y la estéril agitación de las permanentes conspiraciones en las que se veía envuelto por mantener la dignidad del apellido, acrecentaban su frustración y le empujaba a empeñarse en la búsqueda de gloria con las armas.
El gobernador archiduque Alberto sentía celos de Ambrosio y al principio se mostraba disconforme. Sin atreverse a manifestar abiertamente su enfado al rey, ponía toda clase de obstáculos al proyecto. Realizaba lo justo para hacer ver que acataba las órdenes del monarca; y todo lo hacía con tal lentitud que no lo hubiera hecho mejor un saboteador de la empresa.
Bien mirado, el gobernador tenía sus razones. Por un lado, el rey no le había pedido opinión sobre el proyecto de Federico. Por otro, las fuerzas destinadas a la expedición las necesitaba él para la defensa de Flandes. «¿A cuento de qué se creía este Spínola con más derecho?», pensaba Alberto.