JOHAN VAN OLDENBARNEVELDT
La Haya, febrero de 1608
—Hablad claro, Mauricio.
—Hablad claro, abogado.
Están en el entierro del almirante Jacob van Heemskerck, que ha muerto en la batalla contra una flota española en Gibraltar. Un éxito rotundo de los holandeses. El regreso de la flota vencedora ha sido una oportunidad para las Provincias Unidas de reafirmar su poder en el mar y su voluntad de lucha. Un ejemplo visible para mostrar al mundo el prestigio de la joven república.
Ochocientos magistrados, autoridades de las ciudades y provincias, el ayuntamiento de Ámsterdam en pleno y los directivos de la Compañía de las Indias Orientales han participado en el cortejo fúnebre. El rumor de la comitiva se filtra a través de las ventanas de la estancia sombría en la que se enfrentan en privado los dos hombres más poderosos de los Países Bajos calvinistas.
Desde hace años, la relación de Oldenbarneveldt con Mauricio de Nassau, el estatúder, se ha deteriorado hasta extremos de intriga personal. Son caracteres opuestos e incompatibles. Sus ambiciones de dirigir la república rebelde chocan sin remedio.
La entrevista es a cara de perro, pero de momento la sangre no llegará al río porque ambos se necesitan, y ninguno de ellos tiene las fuerzas suficientes para eliminar al otro. Eso llegará más tarde, cuando Mauricio consiga poner en cadenas a su rival y ejecutarle tras acusarle de traidor.
—Habéis cedido demasiado a los españoles —recrimina el estatúder Mauricio, inflado con la soberbia que le otorga el respaldo del ejército que le sigue fielmente. Además, cuenta con la firme adhesión de Zelanda y Ámsterdam, las joyas económicas de la nueva república.
—Falso. El bando español está frustrado. Vuestros espías, que tenéis por todas partes, deberían saberlo. Mis palabras con ellos solo han sido eso, palabras. En nada importante hemos cedido.
—¿Acaso negaréis que vais a disolver la Compañía de las Indias Orientales? Nuestra mejor arma para desbaratar el dominio de españoles y portugueses en las Molucas.
—Solo les hemos pedido que hagan un alto en su expansión. Nada definitivo.
—Ámsterdam os detesta y se opone a la tregua. Retirarnos de las Indias sería su ruina. Y lo mismo con Zelanda. Su prosperidad se evaporaría en cuanto cesaran las hostilidades y se levantara el bloqueo de los puertos flamencos. Amberes es para ellos el gran rival, y está en manos españolas.
Durante todo el año 1608, los críticos de Oldenbarneveldt han desarrollado una inflamada campaña propagandística que trata de desacreditar la tregua, y de paso al gran pensionario, envuelto en una gran maniobra difamatoria que está acabando con su salud y tiene en jaque a su familia.
—Los directores de la Compañía de las Indias Orientales —dice Mauricio—, y de otras compañías privadas que saquean la costa de Guinea, han elevado peticiones a los estados de Holanda y Zelanda. La tregua es perjudicial en lo económico y peligrosa. Pondrá el punto final a nuestros proyectos comerciales de expansión en el rico mar de las Especias y en el Pacífico.
—Conozco vuestras intrigas —le replica el pensionario—. A mí no me la dais. He leído lo que habéis enviado a los ayuntamientos de Holanda. Que la tregua minará la seguridad de la república y puede hacernos volver a la tiranía del rey de España. Bobadas. Sois un enfermo de la guerra.
El estatúder se traga el insulto, que algún día el abogado Oldenbarneveldt pagará muy caro.
—Vuestra paz es ruinosa para las industrias textiles de Haarlem, Leiden y otras ciudades. En el Flandes español se produce más y mejor, y no podrán competir.
—Bah, ganarán otros mercados. Se abren nuevas posibilidades comerciales con el sur de Europa. Los negocios van y vienen y la paz los favorecerá.
—Bien se ve que nunca los habéis tenido. Explicadles eso a quienes ya han puesto su dinero en nuestros barcos y empresas de ultramar. Quieren ganancias.
—Sois un charlatán. No queréis entrar en el punto principal. Nuestras finanzas son insuficientes para continuar la guerra.
—Vos no sabéis nada de guerra —le espeta Mauricio, furioso—. Dejadme eso a mí, abogado.
—Hacéis la guerra con el dinero de todos, con mi dinero. No lo olvidéis, estatúder. No somos una dictadura militar, aunque os gustaría que así fuera.
Los dos hombres se separan sin acordar nada, y con sus divergencias más enconadas que al principio.
Ya a punto de salir de la estancia, Mauricio se revuelve:
—Espero que al menos no toleraréis que el papismo vuelva, y los católicos celebren culto abiertamente en ese territorio de la verdadera fe, tan duramente ganado con sangre.
—No lo haré, pero toda negociación implica un precio. ¿O acaso no habéis negociado vos en la guerra la entrega de ciudades y la rendición de tropas?
Mauricio, furioso, escupe la respuesta:
—¿Cómo os atrevéis a comparar ambas cosas? ¡Seguid con vuestra errada política y dejadme a mí la guerra! Esta tregua no durará mucho.
—Solo os preocupa vuestra ambición personal.
—Yo y mi ejército somos la república —responde altanero el estatúder—. Por si no os habíais enterado.
Y esa fue la última vez que Mauricio y el gran pensionario hablaron a solas. Para Oldenbarneveldt hubiera sido mejor matar a su oponente allí mismo que dejar a un enemigo tan fanático a la espalda.
Gran parte de la opinión española considera la tregua prestigiosa para los rebeldes, pero no para España. Las únicas concesiones tangibles que los holandeses han hecho a la Monarquía Católica han sido abortar la creación de una Compañía de las Indias Occidentales, que pretende inmiscuirse en el Nuevo Mundo, y la suspensión de los ataques en las Molucas.
Al final, la tregua se firmó con gran pompa y ceremonia en Amberes el 9 de abril de 1609, pero dejó un regusto amargo en amplios sectores de las élites políticas de España y las Provincias Unidas.
Como estaba previsto, los delegados de ambas partes enfrentadas se reunieron en La Haya después de mucho deliberar. Por el lado español, pisaron territorio rebelde Ambrosio de Spínola, el presidente Richardot, el secretario Juan de Mancisidor, el comisario de los franciscanos y el presidente de la audiencia Luis Verreyken.
Casi todos pensaron que se trataba de una tregua temporal mientras se aprestaban de nuevo las picas y se engrasaban los cañones. Una tregua para darse un respiro y reponer las armas.