ISABEL CLARA EUGENIA

Palacio de Bruselas, 1633

Se hacía imprescindible la tregua. La necesidad de conseguirla se iba imponiendo hasta en Madrid. El balance neto de nueve campañas militares de verano entre 1598 y 1606 solo había logrado la conquista de unas pocas ciudades y la pérdida de otras tantas. Experto en sitios y asalto de plazas, Spínola sabía que se trataba de una contienda sin fin. «Es guerra —me dijo una vez— donde todo es ganar una plaza un año y al siguiente perder otra.»

Convencido de llevar razón, se convirtió en uno de los más decididos partidarios de la tregua, como quien conocía más a fondo que nadie la situación militar, política y económica de Flandes. En esto, debo reconocerlo, había un punto de interés personal. Sin paz no podía percibir los cuantiosos créditos que se le debían por los anticipos que había hecho, y sin dineros propios le era imposible continuar las campañas. Hasta 1612 no se le dio satisfacción del millón y medio de ducados que se le adeudaba, pagándole treinta mil ducados de renta y siete villas muy buenas de Tierra de Campos sobre alcabalas. Pero a la postre, Spínola solo recibió el ducado de Sesto en el reino de Nápoles, pues no se pudo realizar la compra en Castilla de las villas que pretendía porque los vasallos se opusieron. Eso obligó al rey a hacerle más merced, y le consignaron 1.200.000 ducados de cruzada, auxilio y excusado hasta 1616, y lo demás que se le debía se lo pagaron en crecimientos de juros de alcabala.

Los méritos de Spínola iban acompañados de una gran ambición en lo personal. Había salido de su patria en busca de reputación, y no pretendía alcanzarla solo en lo militar, sino escalando hasta la cima los honores y títulos de la Monarquía Católica. En esto sus esperanzas no colmaron sus deseos. No llegó a ser duque de Castilla, como pretendía, y hubo de conformarse con el título de marqués de la Villa de los Balbases, que le fue otorgado durante la guerra del Palatinado, en la que intervino como capitán general del ejército de Alemania. El título de marqués se unió a la grandeza de España, que ya le había sido concedido por Felipe III. Se trataba de una especie de recompensa familiar, en la que tuvo mucho que ver el recuerdo de su hermano Federico, que sirvió ocho años en los ejércitos de Flandes hasta morir valerosamente.

Tal enaltecimiento implicaba la voluntad que tenía Spínola de naturalizarse y arraigar en la Península. Con este fin de comenzar a tener raíces en España, manejó relaciones de parentesco para conseguir la casa que los banqueros Grimaldi tenían en España y el patronazgo de la capilla mayor de la Victoria. Mucho antes, incluso se había establecido en Valladolid, donde a la sazón residía la corte. En ella puso una casa muy lucida de gasto, con criados y pajes y muy buena librea, dando a entender que pretendía que Su Majestad le honrara con hacerle grande.

Los holandeses no querían tratar con españoles en las negociaciones sobre la tregua, lo que creaba una situación bastante estrafalaria y de inusual rareza. En parte, eso se salvó porque Spínola hizo gala en La Haya ante los puritanos holandeses del lujo espléndido de un príncipe italiano, y entre sonrisas y regalos consiguió que en la negociación pacificadora figurase al menos un español, el secretario Juan Mancisidor.

Poco a poco, las notables diferencias de carácter que existían entre mi esposo Alberto y Spínola se fueron limando por el concierto que ambos tenían en torno a la exigencia de paz. Alberto, aunque reconozco que no poseía grandes dotes políticas, se daba perfecta cuenta de la miseria económica que causaba la guerra en estas tierras. Para que el país pudiera reponerse, resultaba imprescindible al menos una tregua, aunque eso supusiera reconocer a los rebeldes y reducir drásticamente la presencia de las tropas hispanas. Algo a lo que se oponía el gobierno de Madrid.

Allí en la corte, además, se decía que el archiduque escuchaba a los mayores enemigos del rey, los consejeros flamencos, y continuamente se le recordaba que su soberanía en Flandes dependía del poderío y el dinero de España. Por eso se acordó finalmente privarle de su autoridad militar, y ponerle por encima un comandante como Spínola, que recibía directamente las órdenes de España. Pero resulta una ironía más de la historia que el general enviado para supervisar a Alberto se convirtiera en su mayor aliado contra una guerra suicida.

Al final, en 1609, el sentido común de la concordia se impuso. Mientras la tregua se firmaba en La Haya, el Consejo de Estado seguía dudando en Madrid suscribir el cese de la guerra. Muchos de los consejeros consideraban gran indignidad que después de cuarenta años de una contienda que había consumido torrentes de sangre y dinero, todo se resumiera en no alcanzar nada.

Las lanzas
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