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Alexandra se acomodó junto a Wenzel. Desde el jardín de la fortaleza se apreciaba un panorama de toda Praga; la ciudad resplandecía y brillaba bajo los cálidos rayos del sol. Wenzel se había escabullido de la fiesta que tenía lugar en la empresa y durante la cual —al menos hacia fuera— celebraban el ingreso de Augustyn y Vlach en la sociedad. Pero los principales implicados no habían informado a nadie de aquello que en realidad estaban celebrando. De todos modos, ninguno de los invitados les hubiera creído.
Alexandra lo había seguido después de unos minutos.
—¿Qué te ha escrito el cardenal? —preguntó.
Wenzel agitaba una carta escrita en un costoso pergamino.
—Aún está atareado en dejar tantas pistas falsas que el Santo Padre nunca podrá acercarse más a la verdad sobre la Biblia del Diablo de lo que ya lo está… y todavía está muy lejos.
—¿Le gusta estar en Roma?
—¿Creíste que nos escribiría diciendo que nos echa de menos?
—¿Nos echa de menos?
—Tal como yo lo conozco, sí.
—¿Qué más dice?
—Unos pescadores encontraron al antiguo abad de Braunau en el río Tíber. Al parecer se ahogó. Supuestamente, aún sostenía una de esas grandes caracolas en la mano. Ya sabes, esas que si las apoyas contra una oreja oyes el susurro del mar.
Alexandra deslizó la vista por encima del amplio valle de Praga. La ciudad tenía el mismo aspecto de siempre… como si ignorara que en realidad ya nada era como antes.
—Relevaron a los procuradores reales de sus cargos —dijo Wenzel—. Después de la defenestración el conde de Martinitz huyó a Baviera y Wilhelm Slavata se encuentra bajo arresto domiciliario. Los estamentos eligieron un directorio formado por treinta personas. El conde Matthias von Thurn ha sido nombrado general del ejército estamental y prepara la guerra. Del lado católico el rey Fernando y la Liga Católica hacen lo mismo. El emperador ha nombrado un general, el conde de Buquoy. El conde de Tilly, oriundo de Brabante, comanda las tropas de la Liga.
—Crees que la guerra es inevitable, ¿verdad?
—Ya lo era mucho antes de la muerte del emperador Rodolfo.
—¿Entonces Kassandra no era directamente culpable de su estallido?
Wenzel se encogió de hombros.
—Ella hizo todo lo posible para impulsarla, pero para iniciar una guerra siempre hacen falta dos: el que la fomenta y el otro que se deja arrastrar.
Se dejó caer hacia atrás en la hierba y pegó un respingo. Alexandra le señaló las costillas.
—¿Todavía te duele la cicatriz?
—La verdad es que se ha vuelto más interesante que dolorosa.
Ella bajó la vista y lo contempló. Él le sostuvo la mirada.
—¿Qué será de nosotros? —preguntó por fin.
—No lo sé. No puedo acostumbrarme con tanta rapidez a que ahora todo sea diferente. Para mí siempre fuiste un pariente consanguíneo. Y no es fácil olvidarse de eso así, sin más. Y amaba a Heinrich. Incluso cuando sabía que quería matarme, el amor por él siempre estaba presente.
—Aún lo está.
—Lo sé —susurró ella con voz ahogada—. Dame tiempo.
Él asintió. Después le cogió la mano y ella lo dejó hacer, se tendió a su lado de espaldas en la hierba y ambos contemplaron el cielo. Dame tiempo: eso sonaba esperanzador… ¿o no? Pero en realidad ella le pedía lo único de lo cual no disponían. La guerra les había arrebatado esa opción.
No obstante, él le apretó la mano y ella le devolvió la presión.
De momento todo estaba bien. De momento era perfecto.
Pero como ser humano, ¿qué más se podía pedir que un instante perfecto? Para la eternidad estaba Dios… y el diablo.