9

Un escalofrío recorrió la espalda de Andrej. Desde su atalaya a media altura de la colina de cima plana era como si el tiempo no hubiese transcurrido, como si los veinte años que habían pasado desde la última vez que se encontró allí, en Podlaschitz, y los veinte años anteriores, cuando estuvo en ese lugar por primera vez, se hubieran esfumado. Volvía a ser el niño pequeño que se convirtió en testigo del asesinato de diez mujeres y niños cometido por un demente. Y al mismo tiempo era el joven que irrumpía en un reino lóbrego donde la fetidez del aliento del diablo se propagaba entre las personas y las convertía en apestados cadáveres ambulantes. La primera vez había huido de allí a solas, la segunda en compañía de un hombre con el que entre tanto mantenía una relación más íntima de la que jamás hubiera mantenido con un hermano de sangre: Cyprian.

Podlaschitz era el último lugar de la Tierra en el que habría deseado encontrarse. Allí había visto desaparecer a su padre en un convento en ruinas con el paso alado de un hombre que se dispone a robar algo valioso. Allí había visto a un grupo de indefensos que caía bajo el golpe de las hachas, entre los que con toda probabilidad también se encontraba su madre. Nunca volvió a ver a sus progenitores, ni vivos ni muertos. En todos esos años Andrej se había visto obligado a despedirse de muchas personas: de patrocinadores como Giovanni Scoto, que se limitó a dejarlo en la estacada e incluso se llevó las ropas baratas de Andrej, y también a la única mujer que había amado, cuya vida pesaba sobre la conciencia de un pequeño monje negro, alguien con quien al final ni siquiera pudo enfadarse. Cabría suponer que ya estaba acostumbrado a las despedidas; sin embargo, era precisamente esa despedida que nunca pudo llevar a cabo, la de un niño de seis años despidiéndose de sus padres, la que seguía siendo una herida abierta en su corazón.

Andrej impulsó su caballo ladera abajo. Podlaschitz era un pueblo fantasma. Algún día llegarían nuevos habitantes… o regresarían algunos de los anteriores, cuando el recuerdo del horror acaecido en ese lugar se hubiera desvanecido. Resultaba duro albergar esos pensamientos sobre el hombre que, de un modo extravagante, le había sido leal… pero más que una maldición, la muerte del rey Rodolfo supuso una bendición. Durante los años transcurridos, muchos de sus funcionarios y condes corruptos fueron reemplazados, era de suponer que no tanto por decisión del emperador Matías como por la energía del cardenal Khlesl y del canciller imperial Lobkowicz. El nuevo administrador de esa comarca había convertido Podlaschitz —esa aldea de apestados cerrada al mundo— en una región habitable cuando alojó a los últimos sobrevivientes de la colonia de leprosos en hospitales y mandó quemar los restos del viejo convento en el que se alojaban. Sin embargo, sus esfuerzos respecto de un nuevo asentamiento todavía no habían tenido éxito. Andrej no estaba seguro de que algún día los tuvieran. El hombre ignoraba que allí había que olvidar cosas mucho peores que un par de docenas de muertos vivientes.

El terreno del convento era un paisaje pesadillesco de muros reventados por encima de los cuales proliferaba la naturaleza indómita. Incluso en torno a las cuatro paredes y los restos de las torres crecían enredaderas que cubrían las ruinas con cascadas de flores blancas, amarillas y azules. Andrej no desmontó. Había detenido el caballo donde en el pasado se encontraba la puerta del convento. Durante un instante de desconcierto, le pareció notar el frío de una temprana granizada y ver a un niño pequeño huyendo del convento. Sacudió la cabeza y el espejismo se desvaneció, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Pensó en su hijo, el joven que no guardaba el menor parecido con él ni con la mujer a la que había dado sepultura, y se sintió profundamente agradecido de que Wenzel aún no hubiera experimentado ninguna de las horrendas despedidas que habían marcado la vida de Andrej.

El camino de Brno a Braunau no pasaba imprescindiblemente por Podlaschitz, pero Andrej decidió que merecía la pena hacer el desvío. En el peor de los casos, Cyprian y el cardenal Melchior se verían obligados a aguardarlo durante un día en Adersbach, desde donde los tres pensaban recorrer el último trecho hasta Braunau. Andrej tenía que cerciorarse de que Podlaschitz formaba parte del pasado.

Podlaschitz era el pasado. El Mal había proseguido su viaje, hacía ya decenios. Lo único que Andrej percibió fue la tibia brisa primaveral; lo único que oyó fue el murmullo de los insectos y el canto de las aves que anidaban en las ruinas del convento. Un día la vida regresaría a ese lugar.

Andrej hizo que su montura diera media vuelta y se alejó al trote, aliviado por haberse despedido de ese lugar en el que un monje emparedado había invocado al diablo con el fin de conservar el saber del mundo, pero también apesadumbrado porque sabía que una parte de él permanecería allí.

De no haber estado tan ensimismado, tal vez habría reparado en la presencia del hombre que ya lo seguía desde Brno a gran distancia.

El guardián de la Biblia del Diablo
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