15
Antes de caer presa de la vacilación, Filippo había llegado hasta el gran linde boscoso entre el oeste del imperio y las comarcas bohemias. La ciudad que alcanzó lo sorprendió debido a su perfección arquitectónica y topográfica: una fría belleza entre colinas que olían a tierra fresca, una obra de arte compuesta de fachadas multicolores, torres, el recorrido de aspecto juguetón de las murallas por encima de las laderas y el sereno conjunto del castillo posado en la colina junto al impresionante edificio de la catedral, unidos por el resplandeciente trasfondo verde y primaveral de los bosques que cubrían las colinas que se alzaban al este.
Allí incluso la convivencia entre católicos y protestantes parecía desarrollarse de forma más o menos pacífica. La mayoría papista contemplaba a los protestantes que habitaban dentro de sus murallas con sosiego y no permitían que su presencia les arruinara su natural tendencia a los negocios. Al parecer, los protestantes llegaron a esta conclusión: que el deber divino de una minoría no suponía conspirar contra la mayoría hasta que la primera se extinguiera o lograra convertir a esa minoría en mayoría, y luego someter a esa nueva minoría más violentamente de lo que esta jamás la había sometido siendo mayoría.
La desconcertante posibilidad de que la fe en Dios, en Cristo y en la Iglesia pudiera suponer una alternativa perduró durante casi toda una tarde. Después Filippo cometió el error de dirigirse a la catedral para orar.
El interior de la inmensa nave estaba casi desierto. Al cabo de una hora comenzaría la misa vespertina, de manera que no había ninguna razón aparente para encontrarse en la iglesia en ese momento. Filippo inspiró el aroma de las velas y dejó que el hálito a incienso que flotaba en la nave y también el retumbo —que el inmenso espacio parecía generar casi por sí mismo— surtiera su efecto, cerró los ojos y percibió la belleza y la pureza de un edificio erigido para mayor gloria de Dios en la Tierra. Ante un altar lateral estaban arrodilladas una madre y una niña, y la mujer lo miró de soslayo. Él la saludó con la cabeza y ella le devolvió el saludo. La niña estaba sumida en sus plegarias, movía los labios y Filippo no logró reprimir una sonrisa. Avanzó hasta un lugar junto a una columna, se arrodilló y empezó a rezar, todavía abrumado por la repentina desaparición de su cinismo y su desorientación en ese lugar.
Había párrocos que, al pisar una iglesia desconocida, lo primero que hacían era inspeccionar el altar y tratar de comprobar lo que el colega había hecho peor que ellos mismos en su propia iglesia. En cierta ocasión, en Santa Maria in Palmis, Filippo había sorprendido a un clérigo desconocido limpiando la copia de las huellas de los pies de Jesucristo con un cepillo y soltando gruñidos de desaprobación. Filippo abandonó la iglesia sin hacer ruido y aguardó hasta que el hombre volvió a desaparecer y luego —tras titubear un momento— se había limpiado las suelas de los zapatos en el relieve engastado en el suelo hasta que las huellas quedaron aún más sucias que antes. Unas horas después lo invadió el arrepentimiento, claro está, y él mismo cogió un cepillo y limpió la mala copia de una falsificación igual de mala.
En este sentido Filippo no era como el desconocido párroco que visitó Santa Maria in Palmis. Su lugar junto a la columna se encontraba al borde de la nave; desde el altar principal nadie advertiría su presencia y él consideró que estaba bien así. De pronto notó un movimiento a su lado, alzó la vista y se sorprendió al ver a la niña de la capilla lateral. Tenía el rostro sucio, llevaba un vestido raído y lo contemplaba en silencio. Tendría diez años como mucho, una criatura flaca surgida de alguna callejuela cercana a las murallas. Un esbozo de sonrisa le recorrió el rostro sin llegar a iluminar su mirada. No obstante, Filippo se sintió obligado a devolvérsela. Se preguntó si no sería una deficiente mental que solo se había acercado a él porque lo tomaba por una de las siete maravillas del mundo… no muy distinto del escarabajo aplastado que quizás había encontrado de camino a la iglesia, o del polvo que danzaba en un haz de luz del atardecer y que la niña no tardaría en descubrir a la derecha del confesionario de madera oscura. Durante un instante Filippo casi sintió envidia de un alma a la que todo le parecía maravilloso y creyó comprender las palabras de Jesús: Beati pauperes spiritu…
La niña se llevó un dedo a los labios. Filippo sonrió y la imitó. Ella alargó un brazo hacia él y, al ver que no reaccionaba de inmediato, le tomó una mano y tiró de él. Filippo se puso de pie y, desconcertado, buscó a la madre de la niña con la mirada, pero la mujer estaba sumida en sus plegarias. ¿Debía llamarla a través de media nave de la catedral? En silencio, la niña lo arrastró hasta el confesionario y de pronto Filippo comprendió: la pequeña había descubierto el haz de luz y la lenta danza de las partículas de polvo, y quería compartir ese descubrimiento con él.
—Dios obra sus milagros en todas partes —susurró, aunque sabía que la jovencita era incapaz de comprender sus palabras.
De espaldas, la pequeña atravesó el haz de luz que hacía brillar sus cabellos y su cara y disimulaban la mugre. Después chocó de espaldas contra el confesionario, le soltó la mano, se volvió y abrió la puerta del lugar destinado al sacerdote. Sus movimientos eran tan seguros como si ya lo hubiera hecho miles de veces.
—No puedo escuchar tu confesión… —empezó a decir Filippo, y se volvió en dirección a la madre en busca de ayuda.
La pequeña entró en el confesionario de espaldas. Filippo extendió el brazo para evitar que cometiera ese sacrilegio. La niña le dirigió otra tensa sonrisa desde la oscuridad del confesionario, se agachó, se quitó el vestido con un único movimiento, lo dejó caer, se sentó en el banco, abrió las piernas y dobló las rodillas. Alzó un dedo y le indicó que se acercara. Estaba completamente desnuda.
Filippo sintió náuseas. Era como si el suelo de la iglesia se hubiera convertido en arenas movedizas. La niña agitó las caderas de manera elocuente, encogió las rodillas aún más y sus gestos se volvieron más insistentes.
A Filippo le temblaban las rodillas y notó que daba un paso adelante como si estuviese en trance. Aún tenía el corazón desbocado; se encontraba directamente ante la puerta del confesionario bloqueando el interior. Las sombras se volvieron más profundas y convirtieron a la niña en una figura iluminada por una luz tenue. La pequeña se llevó el pulgar a la boca y Filippo se dio cuenta de que no lo miraba a él, sino a través de él, a un lugar que solo ella podía alcanzar y que Filippo deseó no conocer jamás. El párroco entró en el confesionario, la agarró de las muñecas, la levantó, señaló el vestido arrugado en el suelo y le indicó que volviera a ponérselo; luego salió tropezando y cerró la puerta. Vio que la madre de la niña daba un respingo sin llegar a volverse.
Al cabo de un momento la niña salió, tironeando de su vestido y con el ceño fruncido. Filippo la tomó de la mano y se acercó a su madre: era como si tuviese que recorrer una milla entera.
Cuando él se detuvo a su lado con la niña, la mujer alzó la vista y el odio que destilaba su mirada lo golpeó como un chorro de agua helada, una sensación que no hizo más que empeorar al ver la horrenda sonrisa que se esforzó por lanzarle.
Filippo empujó a la niña hacia ella, hurgó en el talego y extrajo un puñado de monedas sin mirarlas. Ella las aceptó sin titubear. Filippo señaló a la niña y después a ella, meneó la cabeza e indicó la puerta de la iglesia. Ella lo contempló mostrándole los dientes, luego se puso en pie y arrastró a la pequeña consigo sin saludarlo. Filippo las siguió con la mirada hasta que salieron del templo. Lo único que pudo hacer fue permanecer de pie, y eso ya le resultó bastante difícil. La horrorosa comprensión de lo que significaba la actitud de la niña se arremolinaba en su cabeza, confundida con otra idea: que el aparentemente inocente contacto visual entre Filippo y la madre en realidad había supuesto una evaluación de un posible cliente por parte de una celestina. Y al final comprendió que la madre había interpretado su limosna bienintencionada como un indicio de que había abusado de su hijita en el confesionario… y que todos sus ademanes inocentes habían sido malinterpretados como la aceptación de un ofrecimiento por el cual, hasta hacía un instante, habría jurado que solo la más abominable de las almas perdidas podría haber sentido interés.
Pues, en efecto: la madre no habría acudido a la iglesia de no haber sabido que su negocio sería fructífero.
Recordó el odio que destilaban los ojos de la mujer y —aún peor— la mirada vacía de la niña que contemplaba su propio infierno. Era más de lo que su estómago podía soportar.
Filippo se lanzó fuera de la catedral, dio unos pasos tambaleantes y luego cayó de rodillas y vomitó en el empedrado una y otra vez, una materia caliente y amarga como si alguien lo obligara a expulsar lo que acababa de experimentar mientras en lo más profundo de su ser una voz clamaba misericordia, porque hasta las arcadas más violentas nunca lograrían eliminar el sabor de dicho recuerdo al tiempo que las lágrimas se derramaban de sus ojos.
Después de unos momentos logró incorporarse. Era como si tuviera un agujero en el vientre que casi le impedía erguir el torso. Poco a poco se dio cuenta de que pequeños grupos de personas se acercaban, se apartaban ante él y el charco maloliente, y volvían a unirse para entrar en la catedral. La misa vespertina comenzaría de inmediato.
Entonces comprendió que eso que había tomado por serenidad y tolerancia en realidad suponía una cultura que consistía en mirar hacia otro lado… De la misma manera que todos habían apartado la vista de él, un sacerdote arrodillado ante su propio vómito, también lograrían apartarla de cosas todavía peores. Al día siguiente otro clérigo estaría arrodillado en otro lugar vomitando hasta las entrañas, tal vez de espanto, pero más probablemente a causa de un exceso de vino. Y la madre y su hija también volverían a estar allí y alguien envuelto en una sotana aceptaría el ofrecimiento, se dirigiría al confesionario y arrojaría un alma infantil más profundamente al abismo y condenaría su propia alma a la eterna perdición. Y todos volverían a mirar hacia otro lado. El odio en la mirada de la madre estaba dirigido contra todos: contra los hombres que abusaban de su hija, contra el mundo que permitía que ello sucediera y contra sí misma, por no tener el valor de morir de hambre junto con la pequeña si no podía sobrevivir de otra manera.
En ese mundo, ¿dónde encontrar la fe, si no era la fe en el Mal?