14

Andrej se deslizaba subrepticiamente por el bosque junto al camino. Los árboles crecían tan juntos que el sendero serpenteaba en torno a ellos y las ramas más altas formaban un dosel. El sendero avanzaba desde el sur, penetraba en la ciudad de las rocas y volvía a surgir hacia el noreste. Alrededor de una milla en torno de la entrada y la salida se habían tomado la molestia de talar los árboles. Sin embargo, en el corazón del laberíntico terreno el camino casi desaparecía y la naturaleza se enseñoreaba del lugar. Después del invierno y tras cada tormenta veraniega u otoñal la senda permanecía intransitable durante días, hasta que los escasos viajeros se ponían manos a la obra y quitaban las ramas, los árboles caídos y las rocas desprendidas.

Andrej había dejado su montura más allá. Sabía que escaparía ante cualquier desconocido y que de lo contrario lo esperaría allí. Acercarse a caballo sin hacer ruido hubiera resultado imposible. Entornó los ojos y procuró penetrar en el paisaje con la mirada; más allá, los troncos de los árboles se elevaban en torno a un promontorio rocoso redondeado y resquebrajado del tamaño de un pequeño castillo, hasta un punto donde ya no había tierra donde pudieran arraigar. Por detrás se elevaban las rocas grises y predominaban por encima de las copas de los árboles como puños erectos, fantasiosas figuras gigantescas o macizas almenas, según la disposición del observador. Allí medio ejército podía estar emboscado y, si sus sospechas eran ciertas —un extremo que casi estaba confirmado por la petición del cardenal Melchior Khlesl de que los acompañara a él y a Cyprian a Braunau—, no se habría sorprendido de que ese fuera precisamente el caso. Andrej se encogió de hombros. ¿Un ejército de monjes negros? En cierta ocasión, el cardenal Melchior había comentado, como sin darle importancia, que los custodios ya no existían bajo la forma en la que el abad Martin había dejado que se pervirtiesen. En cuanto a Andrej, seguiría desconfiando de cualquiera de esos bellacos aunque este lo salvara de morir ahogado.

Se acercó al castillo de rocas por detrás, trazando una amplia curva y procurando avanzar en silencio. Cuando la primera muralla se elevó ante él, aflojó el cuchillo que guardaba en el cinturón; la hoja pequeña y estrecha que había llevado escondida durante su primera juventud había sido reemplazada hacía tiempo. En la actualidad poseía un puñal con el que un viajero no solo tenía una auténtica oportunidad de llevarse al infierno a un par de salteadores de caminos durante un atraco, sino también de extraer las piedras de los cascos de su caballo, cortar leña, escarbar un hueco a modo de letrina y cortar un buen bocado de carne asada en el mesón.

El ascenso resultó fácil, incluso para un hombre con los miembros entumecidos tras una larga cabalgada y que no dejaba de preguntarse por qué siempre volvía a encontrarse en situaciones como esa. Había notado que en la pared de rocas que daba al camino había una suerte de profunda galería situada a media altura, un escondite ideal para cualquiera que acechara desde allí y confió en poder aproximarse a dicho escondite desde un lado inesperado.

Entonces él también captó el olor a caballerías. Una parte de la pared posterior de la roca era cóncava y formaba algo similar a una chimenea abierta a un lado. Allí había tres caballos. Andrej sonrió: no se había equivocado. ¿Qué debía hacer a continuación? Tres contra uno… Sopesó el puñal con expresión pensativa.

Siguió trepando en silencio unos minutos más y se encontró por encima de un hoyo en la roca, tratando de contener la respiración. Una pequeña hoguera apagada, mantas, bolsas y, allí donde el borde del hoyo caía hacia el camino, dos hombres, el uno tendido junto al otro, que parecían mantener la vista clavada en el sendero. Andrej aferró el puñal y de pronto el sudor le humedeció la palma de la mano. Intentó descubrir al tercer hombre, pero no lo logró. Dio un paso vacilante para afirmarse mejor y poder atisbar.

Por encima de su cabeza un arrendajo empezó a graznar, como si lo hiciera adrede. Uno de los hombres dio un respingo, volvió la cabeza y Andrej descubrió que tenía un chichón azul rojizo en la frente.

Una mano aferró la suya, la mano en la que sostenía el puñal.

—¡Buuu! —susurró una voz junto a su oído.

—Si me hubiera meado en los pantalones, tendrías que prestarme los tuyos —dijo Andrej.

—Llevo veinte años esperando la oportunidad de hacerte pagar por aquello —masculló Cyprian con una sonrisa maliciosa—. No me pude resistir.

—¿Pagar por aquello?

—Lo que pasó junto al terraplén del arroyo ante el convento de Podlaschitz, cuando de pronto me soltaste una parrafada.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—En otra vida —confesó Cyprian, y su sonrisa se borró.

—¿Cuánto hace que me esperas?

—Una o dos horas.

—Me sorprendió que contestaras tú mi mensaje, y no el cardenal.

—Sí, y eso que el mensaje estaba dirigido directamente a él.

Andrej guardó silencio.

—Así que nuestro agente comercial de Brno… Vaya, vaya…, ese viejo mete las narices en todas partes, ¿verdad?

—De momento, cree que habrá de volver a meterlas en la Biblia del Diablo. ¿Y tú qué opinas, mi viejo amigo?

Andrej se encogió de hombros sin responder. Cyprian inspiró y espiró lentamente y adoptó una expresión lúgubre.

—Si aún se encuentra en Braunau —dijo Andrej—, sabremos que tu tío y yo nos equivocamos.

—Vaya.

Andrej apartó las escasas pertenencias de los salteadores de caminos. Cyprian ya las había registrado y expuesto ante Andrej en silencio.

—Las monedas están acuñadas en Praga —dijo Andrej—. Aunque eso no significa nada.

—Oí lo que decían esos bellacos. Son de Praga y supongo que nos siguieron a Melchior y a mí desde el principio.

—¿Comentaron quién los envió?

—¿Por qué habría de enviarlos alguien?

Andrej contempló a Cyprian con fingida compasión. Este sonrió.

—De acuerdo —concedió—. No nos siguieron hasta aquí solo porque antes no encontraran la oportunidad de robarnos, desde luego.

—¿Qué dijeron?

—¿A excepción de una ristra de insultos que ni siquiera una vieja monja de convento sería capaz de superar?

Andrej dirigió la mirada a los bandidos. Él y Cyprian se encontraban al otro lado de la hoguera apagada y conversaban en voz baja, para que los otros dos no oyeran lo que decían. Los hombres se habían vuelto y les lanzaban miradas de odio. Cyprian los había atado de pies y manos.

—¿Piensas torturarlos? —preguntó Andrej en voz alta. Entonces vio que los dos hombres parpadeaban y reprimió una sonrisa.

—Como siempre, mis únicas armas son mis manos —replicó Cyprian.

Andrej alzó su puñal y su compañero suspiró.

—¿Cuándo aprenderás que no es necesario ir por ahí arrastrando media herrería?

—Cuando pese treinta libras más y tenga los brazos como troncos de árbol —contestó Andrej—. Es decir, cuando sea como tú.

—Pues no empeorarías en absoluto.

Intercambiaron una sonrisa.

—Estos dos no soltarán prenda si no los ayudamos un poco —gruñó Cyprian—. Son duros de pelar. Quien los escogió, escogió bien.

—¿Qué hacemos con ellos?

—De momento, los dejaremos aquí y nos los llevaremos cuando regresemos. A lo mejor se les suelta la lengua en el camino. Quizás el tío Melchior logre convencerlos. Es muy convincente.

—¿Cuánto falta para llegar a nuestro punto de encuentro?

—Poco. Seguro que ayer esos dos oyeron lo que decíamos, si se turnaron.

—¿Y lo que pudieron oír era importante?

—Solo cotilleos de Praga —respondió Cyprian—. Quién está de parte del emperador y quién de parte del archiduque Fernando; cuál de los señores de los estamentos protestantes es un cobarde que en cualquier momento se convertiría al catolicismo y cuál de los señores católicos ya ha entablado conversaciones con los protestantes acerca de una conversión.

—¿Cómo se encuentra Wenzel?

—Gracias a Dios, no se parece a ti.

Cyprian le pegó un golpe suave en el antebrazo; le pareció que la pregunta de Andrej tenía un significado más profundo que de costumbre y lo conocía lo suficiente como para saber que tendía a cavilar más de lo que le convenía.

—Ha cumplido veintitrés años —dijo Andrej con lentitud—. Nuestra pequeña familia pronto se dispersará.

—Hasta fin de año se ha comprometido a trabajar como escribiente para Khlesl & Langenfels. Puede que todavía confíe que tú lo lleves contigo en tus viajes. No comprendo por qué no lo haces. Un asistente te vendría bien y la empresa necesitará un sucesor cuando te hayas vuelto viejo y gordo.

—Lo sé. Pero no quiero involucrarlo en esta vida inconstante. Quiero que pueda arraigarse, algo que yo jamás he logrado.

Cyprian contempló a su amigo con la habitual mirada serena.

—Aún no se lo has dicho.

Andrej negó con la cabeza.

—Cometes un error, Andrej. Pero eso ya te lo dije hace veinte años.

—Y yo ya te dije hace veinte años que mi decisión al respecto, pese a nuestra amistad, no te incumbe en absoluto.

—A mí todo me incumbe —replicó Cyprian en tono cordial, pero Andrej reconoció el mensaje subyacente: cuando se trataba de las personas a quienes pertenecía su corazón, esa afirmación iba muy en serio.

—No sé cómo decírselo —replicó Andrej—. Y ahora menos que nunca.

—Sí, con los años se vuelve cada vez más difícil.

—Algún día llegará el momento idóneo. Para mí y para Agnes también resultó…

—¿Y quieres que para él sea igual de difícil? No le haces ningún favor a Wenzel, Andrej. Si a mí no me haces caso, al menos presta oídos a tu hermana menor.

—¿Cómo quieres que le confiese esa espantosa historia, Cyprian? ¿Qué he de decirle: oye, hijo mío, en realidad te robé de un orfanato cuando ya estabas medio muerto, para entregarte a la mujer que amaba, pero que por desgracia ya había sido asesinada por dos monjes negros?

—Sabes que Agnes y yo siempre te apoyaremos. Todos estamos metidos en esta historia y Wenzel es el último hilo sin anudar de todo el tejido.

—Te equivocas —dijo Andrej—. El hilo aún sin anudar es la propia Biblia del Diablo. Y siempre lo será, hasta que alguien consiga quemarla.

—No puedes quemar una idea —adujo Cyprian—. Es más probable que la idea nos queme a nosotros.

El guardián de la Biblia del Diablo
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