2

Alexandra miró en torno con expresión asombrada.

—Nunca había estado aquí —dijo, y su aliento formó una nubecilla de vapor ante su cara.

Heinrich sonrió.

—Hace casi una generación que nadie ha pisado este lugar. Tal vez lo haya atravesado un mensajero, pero nadie ha estado realmente aquí, apreciando la belleza e imbuyéndose en ella… —añadió, meneando la cabeza.

Alexandra Khlesl giró sobre sí misma con la cabeza inclinada hacia atrás. Durante los largos años de alternancia entre el frío y el calor, los frescos y el techo policromado habían sufrido daños, el polvo acumulado cubría los nichos de las ventanas y los paneles de las paredes. Las ventanas estaban cegadas; pese al gélido enero el olor a moho flotaba en el ambiente. Si aún perduraba un eco de las fastuosas fiestas celebradas en el salón Wladislaw del viejo palacio real, Heinrich era incapaz de oírlo, pero estaba empecinado en que volviera a cobrar vida… para Alexandra.

El enfoque al que Heinrich solía recurrir para volver dócil a una mujer no era ese: ya fuera una criada o una aristócrata, la contradicción entre su rostro angelical y su crueldad las fascinaba a todas. La promesa de cumplir con todos sus secretos y lascivos deseos que emanaba de él lograba conquistar a la mayoría de las mujeres, ya fueran villanas o nobles, sobre todo a estas últimas. Lo primero era la fascinación… y después las perversiones. Desde que Diana le había llamado la atención sobre su alarmante irradiación había observado sus efectos y experimentado con ella… sin llegar a utilizarla. Después de casi haber matado a golpes a la prostituta morena no osaba seducir a una mujer fuera de los burdeles, pues ya no estaba seguro de poder controlar sus sentimientos. Una cosa era huir de un lupanar a la calle por haberle roto la nariz y los dientes a una puta, y otra muy diferente enfrentarse a la misma acusación en un palacio, al margen de que fuese la dueña de la casa o una criada quien hubiese recibido el castigo: en ese caso no escaparía solo con la prohibición de volver a pisar la casa. Lo arrojarían a la cárcel, resultaría inútil a Diana y a sus planes y, por otra parte, el único resultado sería que solo sobreviviría un par de días en las mazmorras. Supuso que ella misma observaría mientras un guardia sobornado le retorcía el pescuezo. Quizás incluso se sentaría sobre él y aprovecharía la erección causada por la muerte por asfixia, lo cual podría haber supuesto un último momento deseable en comparación con el ansia impotente que ella le inspiraba… de no haber sentido demasiado pavor ante la muerte y aún más, de morir en su presencia. Saberlo y, no obstante, sentir ese deseo abrasador cada vez que pensaba en Diana, conocer su crueldad y, sin embargo, disfrutar de ella, estar en sus manos, era una perversión muy especial que a él —que conocía casi todas las demás y las había practicado— le causaba un estremecimiento ardiente en todo el cuerpo.

Pero lo que realmente lo irritaba eran los sentimientos que había desarrollado por Alexandra Khlesl. Se sentía seguro en el trato con ella… y al mismo tiempo era como pisar un terreno absolutamente desconocido.

Quizá porque en primer lugar le producía placer la idea de que todo el proceso acabaría con el sometimiento de la joven y con su entrega total, tal como en parte ya le había entregado su corazón, porque a esas alturas ya conocía todos los secretos de Alexandra y también sabía aquello que la madre adoptiva de Isolde sabía y había confesado. Resultaba sencillo sorprenderla satisfaciendo sus pequeños y totalmente inocentes deseos, porque él los conocía todos. Resultaba sencillo dejar que creyera que él era un ángel enviado por el Señor para darle la felicidad, porque al parecer él solo vivía para verla alegre y dichosa. Si el deporte de conquistar a una mujer hubiera consistido en la dificultad de conquistar su corazón y no en la tarea de humillarla y oírla suplicar clemencia en cuanto la hubiese poseído, es de suponer que haría tiempo que se hubiese aburrido de la tarea.

Sin embargo… Sin embargo, cada paso del camino que ambos recorrían en una misma dirección resultaba completamente desconocido para Heinrich. Desconcertado, había comprendido que un sentimiento cálido lo embargaba al observar la sorpresa de Alexandra cuando él le proporcionaba una alegría. Asombrado, se había dado cuenta de que él, aunque soñara con verla tendida en una cama desnuda y maniatada y causarle dolor, se sentía invadido por una suerte de afiebrada felicidad cuando las manos de ambos se rozaban por casualidad. Si seguía sus propias fantasías hasta el final, se veía a sí mismo en compañía de Diana satisfaciendo sus deseos con Alexandra, como lo habían hecho con aquella putilla durante su primer encuentro… solo que de pronto se veía a sí mismo interviniendo cuando Diana se disponía a ejercer su crueldad con Alexandra.

Lo desconcertaba. Las putas de los burdeles junto a las murallas podían entonar una canción sobre ello (una canción gangosa y desdentada), acerca de la dirección en la que el desconcierto impulsaba a Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz; Alexandra no se enteraba de nada de todo eso.

En ese momento la joven se acercó a una ventana y la restregó hasta poder mirar hacia fuera. Heinrich sabía que desde ese lado del castillo la vista sobre Praga era deslumbrante. La clara luz de la tarde, las columnas de humo elevándose al cielo azul y el mosaico de paredes negras y tejados blancos como la nieve harían resplandecer la ciudad ante los ojos de ella. Entonces Alexandra retrocedió abruptamente como si algo la hubiera picado y se miró la mano. Heinrich se acercó a ella en el acto.

—Una astilla —dijo la joven, y le mostró el dedo.

Era una herida ridícula, pero él vio la gota de sangre y notó que la excitación lo invadía como un chorro de plomo ardiente. Sin reflexionar ni un instante, cogió la mano de ella y lamió la sangre. Entonces alzó la vista y sus miradas se encontraron, vio que el rubor cubría el rostro de la joven y que retiraba la mano, pero no de inmediato.

—Perdonadme —susurró él.

Ella carraspeó. Aunque no creía que fuera a regañarlo, se alegró de que en efecto no lo hiciera.

—Habéis de quitaros esa astilla —dijo él.

—Mi doncella es muy diestra con la aguja y la pinza —replicó la muchacha con voz trémula.

—Sin duda.

Ambos seguían juntos ante la ventana. Heinrich notó que la tensión se volvía demasiado intensa. No quería precipitarse, pese a que todo lo impulsaba a aprovechar su confusión y besarla. Estaba completamente seguro de que sería suya y cada instante de postergación volvía más preciosa su victoria y sellaba aún más el sometimiento de Alexandra. Heinrich retrocedió un paso y percibió su desilusión, de la cual quizás ella misma no era consciente.

—Imaginaos que aquí todo brilla y resplandece —dijo, haciendo un amplio ademán con el brazo—. Los herrajes dorados están lustrados, los colores de los frescos fulguran, de las paredes cuelgan gobelinos, de las vigas penden banderas con los blasones de los estamentos, entre ellas la más grande, la del rey de Bohemia. Allí hay un podio en el que interpretan música. Ante las ventanas hay mesas con exquisiteces, enanos corretean entre la multitud sosteniendo en la cabeza fuentes de plata con bombones, cómodamente al alcance de los invitados. El suelo está cubierto de una gruesa capa de heno, hierba y flores, entremezclado con el intenso olor de los caballos…

—¿Caballos? —lo interrumpió ella, sorprendida.

—En este salón celebraban torneos —explicó él—. Detrás de esa puerta de dos alas una rampa conducía hasta el patio del castillo. La construyeron para que los corceles pudieran acceder al salón.

—En cierta ocasión, mi tío me llevó al castillo cuando el emperador Rodolfo aún estaba vivo —dijo ella—. Desde entonces sueño con regresar aquí, pero mis padres nunca encontraron el momento.

«Lo sé —pensó Heinrich—, lo sé. ¿Y por qué nunca encontraron el momento adecuado? Porque ignoraban que tú albergabas ese deseo. Porque tú jamás manifiestas tus inclinaciones, porque en lo más profundo de tu ser estás convencida de que tu entorno es capaz de adivinarlos. Pero nadie es capaz de hacerlo… salvo una persona: yo».

Le resultó difícil impedir que su sonrisa se convirtiera en una mueca triunfal. «Me perteneces», pensó, y volvió a sorprenderse al comprobar que dicha convicción no suscitara en su mente la imagen de un cuerpo retorcido y torturado, sino la de un rostro exhausto bañado en sudor apoyado en su hombro y una voz que suplicaba que volviera a obrar el milagro; entonces se removió inquieto, porque la bragueta de armar le volvía a resultar demasiado estrecha.

—Decidme qué deseáis ver y os conduciré.

—¿Tenéis permiso para hacerlo?

—No —dijo, con una sonrisa maliciosa.

—¡Oh!

Heinrich abrió los brazos.

—Soy vuestro caballero, señorita Khlesl, ¿acaso no lo sabíais? ¿Dónde está la cruz a la que han de clavarme, si es que eso os sirve de ayuda? ¿Dónde está el dragón al que debo derrotar para salvaros? —exclamó girando tres veces sobre sí mismo, declamando como un comediante y con los ojos cerrados. Ella soltó una alegre carcajada—. ¿Dónde está el enemigo sobre cuyas lanzas he de abalanzarme para impresio…?

—¿Qué diablos estáis haciendo aquí? —gritó una voz.

Consternado, Heinrich dejó de hacer piruetas y dirigió la mirada a la puerta.

El hombre, alto y fornido, iba acompañado por dos empleados fácilmente identificables como escribientes. Su cabeza surgía de una gorguera de puntillas, llevaba la barba recortada, el bigote con las puntas hacia arriba y un ridículo copete por encima de la frente. Heinrich apoyó los puños en las caderas.

—¿Quién diablos quiere saberlo? —replicó.

Dirigió una mirada de soslayo a Alexandra; ella fruncía el entrecejo al tiempo que procuraba identificar al recién llegado al otro extremo del penumbroso salón. Casi le pareció reconocerlo.

—Soy Wilhelm Slavata, corregidor de Bohemia, burgrave de Karlstein y procurador del rey Fernando —declaró el hombre del copete—. ¿Y vos quién sois?

—Soy el fantasma del emperador Rodolfo —replicó Heinrich, y con el rabillo del ojo vio que Alexandra se volvía hacia él bruscamente—. ¿Disponéis de una cadena que pueda hacer chirriar?

Heinrich vio que Slavata se quedaba boquiabierto y, aprovechando la confusión, se acercó a Alexandra de un brinco, la agarró de la mano y ambos echaron a correr hacia la otra salida del salón. Pasaron junto a la basílica de San Jorge como una exhalación, recorrieron la callejuela cuesta abajo soltando risitas enloquecidas, giraron a la izquierda ante la Puerta Oriental y llegaron a la esquina del convento de San Jorge, fuera del alcance de la vista desde el viejo palacio real. Por fin se detuvieron, riendo y jadeando.

—¿Os encontraréis en problemas por mi culpa? —preguntó ella una vez que hubo recuperado el aliento.

Heinrich negó con la cabeza.

—¿Quién podría acusar al fantasma del viejo emperador?

Ella volvió a reír y Heinrich se sorprendió al descubrir con cuánta facilidad se unía a su risa.

—¿Hay algo más del castillo que quisierais ver y que en realidad yo no tengo permiso para mostraros?

—Mi tío me habló de la colección de arte del emperador Rodolfo…

Durante un momento Heinrich volvió a ver la oscura bóveda, recordó el olor a alcohol, restos humanos putrefactos, momias, la masacre de los enanos, la idea que se le ocurrió en el último segundo: la de introducir los cadáveres de dos de los enanos en el arcón en vez de las piedras, tal como había sido su intención original. De pronto supo que ese era el lugar donde daría el último paso y alcanzaría el poder sobre Alexandra. El gabinete de curiosidades estaba cerrado durante casi todo el año. El emperador Matías lo despreciaba, pero era consciente del valor de las obras restantes y lo consideraba una suerte de cámara del tesoro en reserva, de la cual de vez en cuando haría uso. El rey Fernando ya le había prometido una parte de la colección a Leopoldo, su hermano menor, quien tras la muerte de Matías ocuparía el puesto de procurador del Tirol y se haría con la colección de arte heredada por el archiduque Fernando II (tristemente célebre debido a su matrimonio con la hija de un comerciante de Augsburg), y tenía la intención de trasladar la colección al castillo de Ambras y ampliarla. Por lo tanto, ambos mantenían una estrecha vigilancia sobre las piezas que quedaban en el gabinete de las maravillas, y en consecuencia nadie volvía a pisar ese sótano. Heinrich tampoco lo había hecho… pero todavía conservaba la llave.

Alexandra le puso una mano en el brazo.

—Perdonadme —dijo—. Ahora os he puesto en un aprieto.

Él apoyó su mano en la de ella y la presionó.

—¡No hay nada que ponga en un aprieto al fantasma del emperador Rodolfo! —declaró.

Alexandra rio, pero después de unos instantes guardó silencio y contempló la mano de él con aire pensativo. Vacilando, él la alzó y, también vacilando, ella quitó la mano del brazo de él y carraspeó una vez más.

—Ignoraba que conocíais a Slavata —comentó Heinrich tras una pausa prolongada en la que procuró que ella no adivinara sus pensamientos, sin dejar de disfrutar por ello del silencioso contacto visual.

—No lo conozco.

—Es que lo mirasteis como si lo conocierais.

—Ocultaros algo es imposible, ¿verdad?

Él sonrió.

—No era nadie —contestó ella—. Creí reconocer a uno de sus acompañantes, pero… —añadió, haciendo un gesto negativo con la mano—, solo eran sus escribientes.

El guardián de la Biblia del Diablo
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