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La presencia de Agnes en la agencia de la empresa Wiegant & Khlesl era temida, no porque allí se comportara como la caprichosa ama y señora, sino debido a su inquietante talento para hallar errores en los libros. Aún habría sido soportable si ella hubiese sido consciente de dicho talento y hubiera señalado los asientos erróneos con un dedo acusador. Pero casi nunca ocurría así; la conversación entre ella y un contable en general todavía inexperto solía desarrollarse de la siguiente manera:
Agnes: ¿Por qué aquí figura una cifra más elevada que allí?
Contable: Eso es el saldo, señora Khlesl.
Agnes: Lo sé, pero ¿por qué aquí la cifra es más elevada que al otro lado de la página?
Contable: Pueees… los dos lados de la página se denominan «debe» y «haber». En la del haber figuran nuestros ingresos, en la del debe, los gastos. Cuando cerramos una cuenta comparamos la suma de ambas páginas; la diferencia se denomina saldo. Si la diferencia aparece en la página del debe, la del haber es más elevada y hemos obtenido una ganancia. Entonces asentamos dicha ganancia y la trasladamos de la página del debe a la del haber de nuestra empresa, donde entonces figurará como ingreso. Si es a la inversa, entones… ehh… todo lo demás también estará invertido… ehhh… señora Khlesl.
Agnes: Sí, de acuerdo, pero… me pregunto por qué la cifra es más elevada en esta página.
Y mientras el contable todavía reflexionaba si seguiría siendo un empleado de la empresa si ponía los ojos en blanco y mandaba a paseo a la preguntona tras hacer hincapié en sus conocimientos profesionales, y se preguntaba por qué sus colegas se inclinaban ostentosamente por encima de sus listas, descubría el único error oculto en sus asientos que se había introducido subrepticiamente en otra cuenta y que, siguiendo las enigmáticas reglas de la doble contabilidad, había acabado haciendo que en la cuenta dudosa apareciera un saldo erróneo.
Contable: Ehhh…
Agnes tenía suficientes nociones de contabilidad como para comprender lo que ocurría a grandes rasgos. No hubiese sido capaz de descubrir el verdadero error, pero parecía poseer el don de detectarlo, y si bien en general sus preguntas se referían a algo completamente distinto —y que para un experto carecían de cualquier base seria—, era muy aconsejable tomárselas en serio. Si para un contable fuera posible mantener una conversación íntima con la propietaria, habría descubierto que ese talento de Agnes también abarcaba otros ámbitos de la vida y que su esposo hacía tiempo que se había resignado a ello, pero siempre la había escuchado. Ese día esa inquietud la había impulsado a bajar a la agencia. Por la mañana, desde que despertó, esa sensación se había vuelto cada vez más intensa y angustiosa, aumentando como el caudal de un río que finalmente acabara por desbordarse. Tal impresión la había obligado a abandonar la cama, después su alcoba, por fin la primera planta y bajar a la agencia, pero nada de ello logró mitigar su nerviosismo. Trató de recordar si quizás una pesadilla casi olvidada era la causante, pero fue en vano. Sabía que recibir noticias de Cyprian hubiera supuesto un alivio, pero esperar unas líneas de su parte era absurdo, y aún más confiar en el pronto regreso de él y de Andrej. Sin embargo, cuanto más tiempo transcurría, tanto más se convencía de que su angustia estaba relacionada con Cyprian, y cuando al coger una copa notó el temblor de sus manos solo pudo luchar contra la inquietud entrando en acción.
La agencia de la empresa era una sala grande y luminosa situada en la parte delantera del edificio. A diferencia de la mayoría de sus competidores en el mundo de los negocios, desde el principio Agnes y Cyprian consideraron que el lugar en el que su dinero debía de ser felizmente administrado no debía guardar el menor parecido con el encanto más bien carcelario de las demás agencias. La sede se extendía en parte por debajo del salón de la primera planta y también bajo la alcoba de Cyprian y Agnes, lo cual suponía la ventaja de que esta recibía el calor del fuego de la chimenea. Cuando Agnes oyó el estruendo de unas botas en el piso de arriba alzó la cabeza, sorprendida.
Hubiese reconocido los pasos de Cyprian en cualquier sitio. Su marido era capaz de moverse tan sigilosamente como un gato, pero cuando calzaba las pesadas botas impuestas tanto por los rigores invernales como por la moda militar surgida en los últimos años, incluso un fantasma hubiese pegado los mismos pisotones que un campesino. Agnes clavó la mirada en el techo.
Los pasos deambularon del salón a la alcoba y regresaron al salón.
Agnes fue consciente de que todos la contemplaban fijamente y solo entonces se percató de que el temor le crispaba el rostro.
Salió corriendo de la agencia y se dirigió al piso de arriba subiendo los escalones de dos en dos. Irrumpió en el salón tiritando de frío. El pequeño Melchior y Andreas, que libraban la tercera guerra púnica con caballitos y figuras de madera, se sobresaltaron. Su niñera alzó la vista.
—¿Había alguien aquí? —preguntó Agnes, jadeando.
La niñera negó con la cabeza.
—¿Cuándo vuelve padre? —preguntó el pequeño Melchior.
Agnes lo miró fijamente. Los niños siempre preguntaban por Cyprian cuando su ausencia se prolongaba demasiado, pero en esa ocasión la pregunta la atemorizó y no pudo contestar, y el niño percibió una parte de su temor. Hizo una mueca con labios trémulos, ella le acarició la cabeza y luego escapó del salón y se dirigió a su alcoba.
Esta también estaba desierta y Agnes notó que el frío helado se apoderaba de ella cada vez más. Apenas osó mirar en torno, por temor a ver algo que no quería ver. Pero por fin lo hizo.
En un rincón de la alcoba había un nicho. Agnes vio el lugar vacío en la pared y su mirada se deslizó hacia abajo. El crucifijo estaba en el suelo, la imagen de Cristo se había desprendido de la cruz y reposaba por debajo de esta.
—¿Cyprian?
Ella sabía que él no se encontraba allí. Aún no podía haber regresado.
Entonces dirigió la mirada hacia la puerta; allí estaba Alexandra, blanca como la cera: fuese lo que fuera que había percibido, la había impulsado a acudir allí.
—¿Madre?
Las fuerzas la abandonaron y se desplomó en el suelo, demasiado espantada como para poder pronunciar una palabra. Alexandra se acercó apresuradamente.
—¡Madre!
Agnes sacudió la cabeza. Oyó decir a Cyprian: «Siempre regresaré a tu lado».
—Mentiroso —susurró justo antes de perder el conocimiento.