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Incluso cuantos atravesaban a toda prisa la plaza ante el Ayuntamiento de la Ciudad Nueva, ocupados en sus propios asuntos y sin intención de entretenerse, se detuvieron. Todos los rostros estaban dirigidos a la entrada de la que surgía el estrépito como de un cuerno de caza, todos a excepción de los de Adam Augustyn y Wenzel von Langenfels, quienes permanecían al pie de la escalera con la cabeza gacha y una sonrisa modesta.
Voces masculinas gritaban maldiciones, mientras se oía el aullido enloquecido de los perros perseguidos a través de un recinto desconocido. No se oían los arañazos de las garras en la tarima de la sala de audiencias, pero la imaginación reemplazaba el sonido sin el menor esfuerzo.
—¡Detenedlos!
—¡Coged a esos condenados bichos!
—¡Coged las cuerdas!
—¿De dónde salieron estos chuchos?
—He cogido a uno… ¡maldición!
—¡Cuidado!
Entonces resonó un estruendo, como si medio edificio se derrumbara.
—¡Idiota!
—Perdón, Señoría, perdón…
—¡Volved a levantar la mesa, rápido! ¡Su Señoría no puede respirar!
—¿Os encontráis bien, Señoría?
—¡IDIOTA!
—Sí, Señoría.
Ladridos y aullidos, a los que se unió una tercera voz perruna con ladridos ásperos y profundos: el perro de caza del juez.
—¡No hacia allí!
Un aullido agudo y un chirrido, como si dos caballeros hubieran entrechocado durante un torneo. El chirrido se convirtió en un traqueteo, como si toda la hilera de astas de bandera, lanzas y alabardas apoyadas contra la pared cayeran unas tras otras.
El perro del juez volvió a ladrar, ladridos aún más insistentes.
—¡Quieto!
—¡Cuidado!
—¡No disparéis, por amor de Dios!
Entonces resonó el estampido atronador de un mosquete y el ruido de la madera hecha astillas cuando el proyectil abrió un agujero del tamaño de un puño en el revestimiento de madera de la pared.
—¡Imbécil! ¡Un palmo más a la izquierda y…!
—Casi le diste a Su Señoría.
Los ladridos y aullidos de los dos perros intrusos aumentaron de volumen, subrayados por los profundos y marciales ladridos del perro de caza. Otra batahola atestiguó que algunos bancos y mesas aún habían estado en pie, un pequeño estallido y el sonido de cristales rotos indicaron el fin de un recipiente de vidrio y como en la sala de audiencias no había muchos pequeños recipientes de vidrio, era de suponer que lo que se había roto era el tintero del escribiente.
—¡Os haré azotar a todos!
—¡Eso se puede lavar, Señoría!
Ladridos roncos del perro de caza y el estruendo de una mesa arrastrada por el suelo porque el perro sujetado a ella la arrastraba.
—¡Quieto, Fernando, quieto, he dicho!
Y entonces un instante de silencio. Aunque los aullidos de los perros proseguían, de pronto nadie les prestaba atención; incluso la erupción de un volcán hubiese parecido silenciosa dado el esfuerzo por escuchar las palabras tartamudeadas del juez.
—Eh… ese nombre… Ya se llamaba así antes de que…
Los dos perros con las cuerdas alrededor del cuello salieron disparados del edificio. Un soldado los persiguió, trató de agarrar una de las cuerdas, no lo logró y rodó por las escaleras. Los perros pasaron corriendo junto a los espectadores y salieron a la plaza.
Una de las ventanas de la sala de audiencias estalló y astillas de cristal, trozos del marco de la ventana y de las emplomaduras quedaron colgando en el aire y entre ellos una gran sombra negra. Después todo cayó sobre los espectadores; Fernando, el perro de caza del juez, aterrizó sobre las cuatro patas y se lanzó tras los otros perros. Alcanzó al primero y lo derribó con las fauces muy abiertas. El perro más pequeño rodó hacia un lado, aullando.
Y un momento después ambos aullaban, felices y extasiados; los cuartos traseros de Fernando embestían con violencia, la saliva goteaba de sus fauces, sus embates empujaron a su compañera por encima del empedrado, pero la perra solo levantó la cabeza y aulló de placer.
La segunda perra se detuvo y regresó junto a la pareja que copulaba, aullando y alzando el trasero…
En la sala de audiencias la última alabarda que aún quedaba en pie cayó al suelo y alguien soltó un grito de dolor.
Los perros se apareaban como locos.
—Échale un vistazo a esa buscona —dijo el dueño de la segunda perra en tono admirativo.
—Los cachorros también pertenecen a Khlesl & Langenfels —dijo el dueño de la primera perra y soltó un salivazo.
Adam Augustyn y Wenzel von Langenfels remontaron la escalera y pasaron ante el desorbitado guardia tendido en el estrado.
—Es primavera —dijo Wenzel—. Es normal que los perros estén en celo.
—Dejadnos pasar —exigió Adam Augustyn—. Los juicios son públicos.