22

Wenzel no comprendió el significado del enorme conjunto de aparatos y a través de la rendija en la madera seca de la puerta tampoco podía verlo al completo. Lo único que vio fue un joven que habría tenido un aspecto estupendo si sus largos cabellos revueltos y sudados no le hubiesen cubierto el rostro y si esa expresión de odio incontrolable no le hubiera crispado los rasgos. El joven cargaba con un palo de madera en los hombros, del cual sus manos pendían con aspecto relajado, pero que a segunda vista parecían tan tensas que uno tenía la sensación de que en realidad tenía que agarrarse al palo para no perder el control.

El recinto se encontraba en la planta baja de la torre del homenaje. Al principio Wenzel había intentado inútilmente deshacerse de Isolde, pero ella se pegó a él como una gata que se restriega contra las piernas; después volvió a ser la de siempre y se arrastró a lo largo del pasillo riendo y batiendo palmas. Pero cuando llegaron a la bifurcación que conducía a la puerta del recinto de la torre se quedó atrás, con el ceño fruncido y mirada sombría. Ello bastó para confirmarle que el joven que se encontraba en el recinto era el mismo que había visto en el puente y Wenzel estaba seguro de que se trataba de Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz. Le hubiera hecho lo que le hubiera hecho a Isolde, debía de haberla herido tan profundamente que ni siquiera su falta de memoria alegre e insensata le ayudó a superarlo.

Wenzel procuró respirar sin hacer ruido. En realidad hubiese querido seguir avanzando a lo largo del pasadizo secreto pero se lo impidió una de las dos voces que oyó. Apretó la cara contra la rendija y vio la espalda de un hombre sujetado a dos cuerdas con los brazos estirados, cuerdas que conducían a un lugar invisible del techo. Solo llevaba una camisa mugrienta y un pantalón desgarrado, y su cabellera era una mata apelmazada. Wenzel tuvo que morderse la lengua: había identificado la voz correctamente.

El hombre colgado de las cuerdas era Cyprian Khlesl.

Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz indicó el mecanismo con la cabeza.

—Solo he de quitar los soportes y los contrapesos se encargarán de romperte el cuerpo en dos pedazos… y si primero sujeto tus pies al viejo mecanismo, incluso en cuatro. ¿Sabes quién era François Ravaillac? —preguntó.

Heinrich movió el torso y Wenzel vio que una gran bola de madera remataba una de las puntas del palo.

—¿Dónde está Alexandra? —gruñó Cyprian.

Wenzel sostuvo el aliento: también era la cuestión que más le interesaba a él.

—Las cosas se desarrollarán de la manera siguiente —dijo Heinrich—. Saldremos fuera, solo tú y yo. No estoy armado, tú no estás armado. Si logras vencerme con las manos desnudas podrás llevarte a tu hija a casa. Si yo venzo, solo podrás decidir lo siguiente: que ella observe tu muerte o que tú observes la suya.

Para sorpresa de Wenzel, Cyprian soltó una carcajada.

—¿Quieres luchar conmigo?

—Ya luché contigo una vez y te vencí. ¿Crees que ahora tengo miedo de perder?

—Toda tu vida lo has temido.

—Tú no sabes lo que significa el verdadero miedo —siseó Heinrich—. Antes de que transcurra esta noche lo sabrás todo al respecto.

Cyprian no dijo nada.

—La muerte —dijo Heinrich—. Una muerte lenta, dolorosa y horrible para ti y para tu hija. ¿No prefieres rendirte, Cyprian Khlesl? A lo mejor soy misericordioso y acortaré vuestro sufrimiento.

—Una vez alguien dijo: «Si la muerte no te encuentra como vencedor, que al menos te encuentre luchando».

—¿Y ese hombre inteligente murió luchando?

—No lloriqueó suplicando piedad cuando llegó su hora. Dudo de que tú comprendas esa actitud.

Heinrich se quitó el palo de los hombros y se apoyó en él con una sonrisa lobuna.

—Antes de que esto haya acabado oiré tus gimoteos y tus súplicas.

Alzó el palo y, con un único y fluido movimiento, le asestó un golpe en el pecho a Cyprian. Este se encogió y resolló de dolor. Horrorizado, Wenzel atisbó por la rendija. Como mínimo, el golpe debía de haberle roto un par de costillas; Cyprian permanecía colgado de las cuerdas, medio inconsciente. Heinrich se acercó a él, tocó el lugar en el que había golpeado a Cyprian y después aumentó la presión. Cyprian se sacudió, gimiendo.

Heinrich sonrió y acercó la boca a la oreja de Cyprian.

—Luchar solo tiene sentido cuando es seguro que la muerte te encontrará como vencedor —susurró. Después se volvió y abrió la puerta que daba al exterior. Wenzel oyó que ladraba un par de órdenes—. Lavadle la cara, dadle botas y después sacadlo —dijo, y salió al exterior pavoneándose.

Wenzel abandonó su puesto de espía y se enderezó. El corazón le latía desbocado. Heinrich derrotaría a Cyprian sin esfuerzo. El hombre debía de doblarlo en edad y, si bien su cuerpo se había vuelto más vigoroso durante su cautiverio, en comparación con el atlético Heinrich aún parecía un toro gordo. Apenas había tenido una minúscula oportunidad desde el principio, pero con las costillas rotas, su situación era desesperada. Wenzel apretó los dientes; lo único que podía hacer era encontrar a Alexandra y salvarla. Tendría que volver a llorar la muerte de su padre, al que ya había creído muerto una vez.

Amargado y furioso, se arrastró hasta el lugar donde había dejado a Isolde para que lo siguiera guiando, pero ella había desaparecido. No osó llamarla. El pasadizo conducía hacia arriba a lo largo de una estrecha escalera, era evidente que transcurría entre el muro exterior de la torre del homenaje y una pared interior. Wenzel la remontó lo más rápidamente posible en medio de la oscuridad.

El guardián de la Biblia del Diablo
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