18

Era como una oleada. Delante, junto al portal de la iglesia, los primeros fieles cayeron de rodillas, los siguientes los imitaron y, con un paso de retraso, la oleada recorrió el camino hasta el altar tras el estrépito del taconeo de las botas. Agnes clavó la vista en el recién llegado con expresión atónita.

Era el rey Fernando.

Nunca en la vida hubiera creído que el rey de Bohemia (que pronto sería el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, según todos los rumores) haría acto de presencia en la misa de réquiem de Cyprian. Jamás hubiese pensado que el rey tenía idea de que, aparte del anciano cardenal, había otra persona que llevaba ese apellido. Y entonces Fernando de Habsburgo apareció en la iglesia.

El rey casi estaba junto a ella cuando el instinto de Agnes despertó y la impulsó a dar un paso adelante y salir de la hilera que ocupaba. Vio que la figura baja y rolliza de cabellos cortos pegados a la cabeza y sobresaliente mandíbula inferior se acercaba a ella e hizo una reverencia, procurando recuperar el control sobre su voz para poder saludarlo.

El rey Fernando titubeó y esquivó la figura inclinada mientras marchaba hasta el altar. Un susurro recorrió la iglesia. Agnes se volvió y lo siguió con la mirada; no tenía fuerzas para volver a enderezarse. El coro había enmudecido y el Dies Irae se apagó en medio de un murmullo. El cardenal Khlesl estaba demasiado estupefacto como para inclinar la cabeza. El rey se detuvo ante el altar y ambos hombres se contemplaron fijamente. Entonces el monarca se volvió y alzó las manos. El murmullo —que no había dejado de aumentar de volumen— enmudeció.

—En nombre del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico —gritó Fernando de Habsburgo—, y en el de la corona de Bohemia, que nos portamos, y también en nombre de la santa Iglesia católica, este hombre queda detenido —proclamó, volviéndose con gesto teatral para señalar al cardenal Khlesl.

El silencio que reinaba en la iglesia era tan absoluto que se oía el susurro de los vestidos. Agnes estaba completamente aturdida. Tenía la sensación de hallarse definitivamente atrapada en una pesadilla. Alguien deslizó una mano bajo su axila y le ayudó a incorporarse. Ella se irguió como si fuera una anciana. Andrej estaba a su lado y la sostenía. La viuda trató de decirle que no necesitaba su ayuda, pero sus labios no le obedecieron. De un modo vago percibió una presencia al otro lado, olió perfume abundantemente distribuido en diversas partes de un cuerpo maloliente y, con el rabillo del ojo, distinguió el rostro redondo de Sebastian aún crispado por la misma falsa sonrisa compasiva. Lo que más le habría gustado era abofetearlo, pero fue incapaz de hacer un movimiento.

El rey Fernando lanzó la mandíbula hacia delante y prodigó una mirada furibunda a la multitud que ocupaba la iglesia. El silencio todavía era absoluto.

—Este hombre —dijo el rey en medio del silencio— es un parásito del imperio y de la persona de nuestro amado emperador. Se resiste a todos los esfuerzos de llevar adelante la expulsión de la herejía protestante con la necesaria energía. Amenaza la vida del emperador Matías al no tomar medidas para evitar que los estamentos protestantes recluten soldados bohemios. Impide el rearme de un ejército imperial porque retiene fondos que el emperador necesita para reclutar fuerzas.

El silencio seguía reinando entre los presentes. El rey estaba pálido de ira. Si había confiado en cosechar aplausos, se había visto decepcionado. Agnes hizo un intento inútil de comprender qué era lo que Fernando de Habsburgo le echaba en cara al cardenal, pues todas sus afirmaciones eran ciertas… solo que ella y todos cuantos ella conocía habían aprobado la estrategia de Melchior porque impedía que estallara una guerra. Que en ese momento el rey Fernando las convirtiera en reproches resultaba tan desconcertante que de pronto uno suponía que no había comprendido sus afirmaciones. Con respecto a los fondos que Melchior retenía, resultaba que por lo demás eran suyos. No había sido el emperador Matías, sino el rey Fernando y el archiduque Maximiliano los que en numerosas oportunidades habían intentado en vano pegarle un sablazo.

—¡Este hombre —dijo el rey por fin— está acusado de alta traición!

La puerta de la iglesia se volvió a abrir y otros pasos se acercaron. Agnes reconoció los taconazos todavía más sonoros: estaban causados por pesadas botas de soldado. Se tambaleó y vio que dos oficiales se aproximaban. Antes de que la puerta volviera a cerrarse, desde el exterior relumbraron los aceros de un pequeño grupo de hombres armados. Sebastian aprovechó la oportunidad y deslizó la mano bajo el brazo de Agnes. Fue como si la rozara un hierro candente.

—Quitaos el hábito de sacerdote y seguid a los señores Dampierre y Collalto —exigió el rey.

—Presento una protesta —dijo el cardenal Melchior con voz serena, que no obstante se difundió hasta en la última fila de la iglesia—. En nombre del emperador y del Papa…

—¡Silencio! —siseó el coronel a quien el rey había llamado Dampierre. Sus palabras golpearon a Agnes—. Volved a alzar la voz frente al rey, víbora, y os echaremos de esta iglesia a puntapiés, la iglesia que vos ensuciáis con vuestra presencia —dijo y arrojó algo oscuro sobre el altar—. ¡Poneos eso!

El pesado manto de soldado derribó el cáliz y la patena. El vino se derramó en el paño del altar, las hostias cayeron y rodaron por el suelo mugriento. De repente el cardenal Khlesl se encontró solo detrás de la mesa de las ofrendas: sus diáconos y monaguillos se habían apartado de él como de un enfermo.

Agnes notó que recobraba las fuerzas. Se dio cuenta porque a un lado y al otro, Andrej y Sebastian tuvieron que agarrarla para que no se abalanzara sobre el altar y se situara junto al anciano cardenal.

—¡Soltadme! —susurró, presa de la cólera.

Andrej negó con la cabeza, mudo. Tenía la frente cubierta de sudor. Agnes notó que con la otra mano sujetaba a Alexandra, que se debatía en silencio y con los dientes apretados. Había tenido la misma idea que Agnes y madre e hija intercambiaron una mirada. Entonces Agnes recuperó el juicio. Alexandra se dispuso a soltar un grito, la mirada de Agnes llameó y la joven calló.

—Por favor… —musitó Andrej.

—Es en bien de vosotras —berreó Sebastian.

El cardenal Khlesl recorrió la nave de la iglesia flanqueado por ambos coroneles. Se había cubierto los hombros con el manto y parecía menudo y frágil entre los dos soldados. Dampierre y Collalto lanzaban miradas amenazadoras a la multitud de dolientes. El rey Fernando marchaba detrás de su prisionero alzando el mentón. Algunas personas cayeron de rodillas; la mitad debido a un acto reflejo y volvió a ponerse de pie de inmediato al percatarse de lo que hacía. El silencio era como un muro y los rostros de los fieles estaban pálidos, pétreos y rebosantes de odio. Paso a paso, la confianza del rey se desvaneció. Cuando el monarca aceleró el paso y le pisó los talones, Collalto tropezó. De la comunidad surgió un rumor que se transformó en una melodía en la que las palabras estaban clavadas como una amenaza.

Dies irae, dies illa

El portal de la iglesia se abrió, una docena de soldados entró estrepitosamente y formó un cordón. Dampierre y Collalto también aceleraron el paso y arrastraron al cardenal Khlesl como si fuera un muñeco. El rey casi corría.

De pronto Wenzel se plantó ante Agnes, la abrazó sin pronunciar palabra y después echó a correr tras los hombres. La puerta de la iglesia se cerró con gran estruendo.

El improvisado coro de fieles enmudeció.

Agnes se apoyó contra Andrej y lloró por todo lo que una vez fue bueno y se había perdido.

El guardián de la Biblia del Diablo
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