6

Filippo irguió la espalda cuando el coronel Segesser entró por la puerta. Contempló al guardia suizo en silencio y con aire pensativo. En el pasado Filippo había considerado que el hecho de tardar un momento en concentrarse antes de poder entablar una conversación con un extraño era una debilidad personal. La disciplina que su padre le había inculcado era tan sencilla como aplicable a cualquier circunstancia: «no abras la boca bajo ninguna circunstancia y si te hacen una pregunta deja que respondamos yo o tu hermano Scipione».

Al ser el cuñado del poderoso cardenal Camillo Borghese, el padre Caffarelli siempre procuró que el hermano de su mujer no se viera comprometido a causa de cualquier indiscreción imprudente. En el hogar de los Caffarelli el cardenal Borghese había planeado fríamente su ascenso al papado rodeado del círculo de sus íntimos… y también de los miembros de su familia que sacarían provecho de ello en el futuro. Todos los cardenales lo hacían de un modo u otro, desde luego, pero si ello salía a la luz afectaría a sus posibilidades de ser elegido. En todo caso, Scipione pudo manifestar algunas cosas, pues a los trece años había sido lo bastante inteligente como para saber qué resultaba conveniente para su propia carrera en la Iglesia.

Filippo solo se dio cuenta más adelante de que eso que él consideraba una maldición a menudo le resultaba útil. Su imposibilidad de pronunciar palabra, oculta tras un rostro inexpresivo, quebrantaba la confianza de sus interlocutores y suponía una excelente fachada para ocultar sus propias dudas. Se preguntó si Vittoria no habría jugado con la idea del raticida con respecto a su propia persona si en ese momento hubiese podido ser testigo de lo que hacía. Filippo sabía que lo que planeaba no era mejor que los negocios cotidianos del cardenal Scipione.

Observó que el párpado inferior izquierdo del guardia empezaba a agitarse.

—Se trata de vuestro padre —dijo por fin.

—Mi padre ha servido a la Santa Sede con lealtad y honradez —gruñó el coronel Segesser. La confianza de los guardias suizos en su infalibilidad era envidiable. Filippo tuvo que reconocer que también obedecía a una base sólida.

—Habladme de la muerte de Giovanni Castagna —exigió Filippo y, cuando el coronel Segesser no abrió la boca, añadió—: el papa Urbano VII.

El coronel se puso aún más firme; Filippo reflexionó. Los soldados instruidos como el coronel Segesser eran interlocutores más difíciles que la mayoría; sabían callar mejor que nadie porque dominaban su lenguaje corporal. Permanecer firmes y mudos podía significar cualquier cosa, desde el asentimiento hasta un insulto considerable sin que fuese necesario formular lo uno o lo otro verbalmente.

—El papa Urbano salió del archivo secreto y se desplomó muerto en los brazos de vuestro padre —dijo Filippo—. Eso es lo que pone en el informe que vuestro padre entregó al respecto.

—No lo recuerdo, reverendísimo.

—He encontrado el informe; debe de haber sido mal archivado por error. En aquel entonces vos erais el comandante de vuestro padre y también firmasteis el documento.

—Por supuesto —asintió el coronel Segesser.

Había que reconocer que su voz no delataba nada. Filippo, que sudaba en secreto, reflexionó sobre sus siguientes pasos como un hombre que camina descalzo sobre astillas de cristal.

—Para todos los guardias suizos debe de ser terrible cuando el Santo Padre muere.

—Por supuesto.

—Y todavía peor debe de ser para el comandante de la guardia cuando el Santo Padre muere directamente en sus brazos.

—Por supuesto.

—En circunstancias bastante extrañas…

Filippo no lo había creído posible, pero el coronel se puso aún más firme. Su párpado se agitaba aún más y casi sintió compasión por él, pero alguien que había pasado por la escuela del futuro cardenal Caffarelli cuando este aún era Scipione, la esperanza de la familia, sabía que la compasión no conducía hasta la meta.

—Quiero verla, coronel Segesser —exigió.

—No sé de qué me habla, reverendísimo.

—El papa Gregorio, el sucesor de Urbano, prescindió de vuestro padre. Si estoy correctamente informado, fue vuestro padre quien solicitó la baja. Claro que uno puede suponer que vuestro padre sencillamente estaba demasiado consternado como para seguir ocupando su puesto. Sería una de las varias explicaciones posibles.

El coronel Segesser no contestó.

—Facilitadnos el asunto a ambos, coronel Segesser. Antes de que vuestro padre abandonara la guardia suiza investigó qué estaba buscando el papa Urbano en el archivo. Es evidente que uno podría deducir que vuestro padre, debido a su minuciosidad, quería averiguar si el archivo contenía algo que pudiera haber causado la muerte del Papa.

—Por supuesto.

—Sin embargo, no se trata de a cuál explicación doy crédito —siguió diciendo Filippo—. En última instancia, se trata de lo que crea la Santa Inquisición en caso de que decida volver a investigar la muerte del papa Urbano. O si se le ocurriera la idea de establecer un vínculo entre el lamentable hecho que tras el fallecimiento de Urbano dos otros pontífices no tardaron en morir.

—Las investigaciones están concluidas —dijo el coronel.

—Las investigaciones se cerraron sin que el tribunal descubriera que vuestro padre anduvo husmeando en el archivo.

—¡Mi padre no husmeó!

Filippo contempló al guardia sin pronunciar palabra. El coronel intentó ocultar el odio que asomaba a su mirada, pero fue en vano. Su rostro permanecía inexpresivo, pero una llama ardía en sus ojos.

—¿Alguna vez buscasteis un tesoro cuando erais niño, coronel Segesser?

El coronel parpadeó.

—Resulta increíble lo mal ocultos que están ciertos tesoros. Los indicios son visibles para cualquiera, solo hay que seguir la pista. En el caso de ciertos tesoros sería mejor que estuvieran en la calle, ante la mirada de todos, porque así resultarían bastante más difíciles de encontrar: la gente se limitaría a pasarlos por alto.

«Búsqueda del tesoro», pensó Filippo. Recordaba el juego que Scipione había compartido con él cuando se tomaba un descanso de sus estudios; Scipione, el clérigo de dieciséis años y cabeza tonsurada que contemplaba a todo el mundo con desdén. En aquel entonces Filippo tenía seis años.

«¿Sabes qué es la fe, Filippino?». «No, Scipione». «Tú mismo has de encontrar el camino a la fe, Filippino». «Sí, Scipione». «¿Crees que te he traído dulces de la ciudad, Filippino?». «No lo sé, Scipione; ¿me has traído algo?». «Sigue las pistas, Filippino: son rojos y verdes».

Filippo había seguido las pistas: cerezas dispuestas de manera llamativa sobre hojas, o fresas o frambuesas, según la época del año, todas ellas formando una senda que lo conducía hasta el escondite. Una vez llegado allí, descubría a Scipione sentado en el rincón, sonriendo y con las manos vacías. «¿Me las he comido todas porque has tardado demasiado, Filippino, o es que no te he traído nada? ¿Eh? ¿Qué crees tú, Filippino?».

Filippo se inclinó hacia delante.

—Existe una leyenda, coronel. El diablo escribió un libro donde registró sus saberes y conocimientos. El saber del diablo, coronel Segesser. Decidme si existe un tesoro mayor.

Filippo vio que una gota de sudor se había formado en la sien del guardia.

—Vuestro padre siguió los indicios y por mi parte yo seguí sus huellas. Solo me falta un paso más, coronel, y me encontraré en el mismo punto donde se hallaba vuestro padre. El último indicio conduce hasta vos, hasta su hijo.

La gota de sudor se deslizó lentamente a lo largo de la mejilla del coronel Segesser. El guardia procuraba permanecer inmóvil.

—¿Dónde puedo encontrar la Biblia del Diablo, coronel Segesser?

El guardián de la Biblia del Diablo
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