18

Una ira cada vez mayor se apoderó del abad Wolfgang Selender. Habían tenido el descaro de no dejarlo entrar en la iglesia (pero ¿qué iglesia? ¡Eso era un templo de herejes!), de cerrarle el paso en su propia ciudad y, ya ciñéndose a un punto de vista estrictamente legal, de pisar un terreno que pertenecía al convento.

—Quedaos en vuestra iglesia y nosotros nos quedaremos en la nuestra —le había dicho el burgomaestre—. Las visitas recíprocas son innecesarias.

El abad Wolfgang, consciente de que la frase del burgomaestre carecía tanto de la menor cordialidad como de cortesía, apretó los dientes.

—Vos no sois quién para prohibirme nada —siseó—. Solo sois el burgomaestre de una ciudad sometida al convento y al rey.

—Eso será válido para los católicos, pero no para nosotros. Nos hemos sometido a la administración de los estamentos bohemios.

—Eso es una sublevación abierta —replicó Wolfgang.

—No —replicó el burgomaestre con una sonrisa gélida—. Es la reacción ante la ruptura del contrato por parte del rey. Queda por ver si ello se convierte en una sublevación.

—Os estáis jugando la cabeza.

—¿De veras? Echad un vistazo: creo que más bien sois vos quien corréis peligro.

Wolfgang oyó el carraspeo del guardia que lo había acompañado. Al menos unas veinte personas se habían apostado ante el portal de la iglesia de San Wenceslao y se negaron a dejarlo pasar. Entre tanto, cincuenta más se habían unido a la turba y en ningún rostro se apreciaba una sonrisa.

—Informaré al rey al respecto.

—Antes dejadme leer el mensaje, para que pueda añadir unos cuantos insultos —dijo el burgomaestre.

El abad Wolfgang hervía de rabia. Tuvo que reconocer que allí no lograría imponerse sin correr el peligro de ser apaleado o incluso de acabar víctima de un linchamiento, junto con el guardia. Pero eso haría que el castigo del rey cayera sobre Braunau y, dada la disposición de los protestantes, no aceptarían el castigo sin resistirse. Con el último resto de sensatez, Wolfgang se aferró a la idea de que se negaba a ingresar en la historia como el hombre que había desencadenado una desastrosa guerra religiosa en Bohemia. Pero ¿cuál era la alternativa? ¿Retirarse sumisamente?

De pronto la multitud empezó a moverse. A diferencia de lo ocurrido con el abad Wolfgang, que se había visto obligado a retroceder ante el portal de entrada, la turba se dividió y dejó paso a tres hombres que se acercaban a pie desde la parte superior de la ciudad. El cabecilla de los tres, un anciano flaco, lanzaba sonrisas a diestra y siniestra y daba las gracias a la concurrencia en tono seco e irónico. Cuando un muchacho se interpuso en su camino con actitud provocadora lo agarró del brazo como si necesitara apoyarse, dio unos pasos a un lado, soltó el brazo y dijo:

—Muchas gracias, joven. Es agradable comprobar que aún hay alguien que demuestra respeto por sus mayores.

El abad no dio crédito a sus ojos cuando comprendió que el sencillo atavío negro pertenecía a un sacerdote católico y aún menos al reconocer el rostro, y se puso pálido.

El muchacho se recuperó de la sorpresa, dio un paso tras el anciano, de algún modo fue a parar entre sus dos acompañantes y tropezó. Los hombres lo sostuvieron y uno de ellos exclamó: «¡Cuidado!», y soltó una carcajada. Lo ayudaron a enderezarse y le guiñaron un ojo, pero el muchacho había palidecido y se mordió el labio. Cuando volvió a unirse a la multitud, cojeaba.

—Aquí sois tan poco bienvenido como el abad, seáis quién seáis —dijo el burgomaestre, frunciendo el entrecejo.

—Sí, me lo imagino —respondió el recién llegado—. La última vez que estuve aquí las víctimas de la peste yacían por todas las callejuelas y los únicos que aún osaban salir de sus agujeros para prestar ayuda a los desgraciados fueron los monjes del convento. ¡Cómo cambian los tiempos!

El burgomaestre rumió sus palabras.

—De eso hace veinte años —contestó por fin—. Sí, los tiempos han cambiado. Por cierto, ¿quién diablos sois vos?

—Bonita iglesia —comentó el anciano, indicando la fachada que se elevaba ante él—. Totalmente nueva. ¿Quién la edificó?

—¡Los ciudadanos de Braunau!

—¿Todos juntos?

—Los católicos no participaron.

—¡Qué lástima! Siempre he considerado que las iglesias unen. Una iglesia es el lugar para encontrarse con Dios, no con la confesión, ¿verdad?

El rostro del burgomaestre se crispó y la cólera le enrojeció los ojos. Para sorpresa de Wolfgang, alguien soltó una risita en medio de la multitud y de pronto fue consciente de que esa turba estaba formada por individuos, no por un bloque descerebrado de fanáticos, y al mismo tiempo también se dio cuenta de lo poco que había faltado para que se convirtieran en eso.

—¿Puedo echar un vistazo a la iglesia?

El burgomaestre se quedó boquiabierto.

—Ehhh… —susurró, y su mirada osciló a derecha e izquierda.

—Ah, comprendo —dijo el anciano—. Aún no está terminada.

—¡Sí que lo está!

—Ah. Muy bien. Acompañadme, amigo mío. Sois el burgomaestre, ¿no? Mostradme el orgullo de vuestra comunidad de creyentes. En estos tiempos en que tanto es destruido resulta realmente agradable contemplar algo que ha sido construido.

El burgomaestre se quedó sin palabras. El anciano lo tomó del brazo y, al verlos a los dos juntos, se advertía más claramente que el anciano era flaco y poseía un rostro como un hacha de leñador, pero que habría superado en altura al burgomaetre de no haber ido tan encorvado. Daba la impresión de que si se lo hubiese propuesto, podría haber andado más erguido. Presa de la confusión, el burgomaestre siguió al anciano hasta que de pronto clavó los pies en el suelo como una mula obstinada.

—Vaya —dijo el anciano—. Lo había olvidado. Perdonad mi desconsideración: ni siquiera os he preguntado cómo os llamáis, amigo mío.

—Soy Leo Kindl —contestó el burgomaestre de mala gana, y se mordió la lengua.

El anciano le tendió la mano.

—Mucho gusto. Soy Melchior, cardenal Khlesl, el ministro del emperador Matías. Encantado de conoceros —se presentó, y estrechó la mano del desconcertado Leo Kindl.

El burgomaestre lo contempló con los ojos como platos y el rubor desapareció de su rostro como los colores de un cuadro empapado por la lluvia.

El cardenal Melchior se volvió y le indicó al abad que se acercara.

—Venid conmigo, reverendo —dijo cordialmente, elevando la voz para que todos pudieran oírlo—. Mi amigo Leo me ha rogado que le permita mostrarnos la iglesia. Una gran alegría, ¿verdad? Y supongo que también para vos.

El cardenal Melchior no preguntó si el abad se había vuelto loco o qué diablos le había ocurrido. ¿Acaso pretendía convertirse en la causa de un derramamiento de sangre que podía abarcar toda Bohemia? ¿Había olvidado que en Braunau cumplía con un deber mucho más importante que sostener en alto el estandarte de la fe católica? No lo preguntó, pero el abad Wolfgang pudo oírlo muy bien en el silencio con el que el cardenal aceptó la copa de vino y la vació a pequeños sorbos. El abad se sentía humillado y sabía que le ardían las mejillas.

—Aunque todo indicaba que el abad Martin había tomado la decisión correcta —dijo el cardenal por fin—, en realidad parece habernos metido en una situación embarazosa.

—Él no podía prever…

—Tranquilo. Yo fui uno de los que aprobaron su decisión, la de permitir la construcción de la iglesia. Pero claro, uno siempre sabe más cuando las cosas ya han sucedido.

El abad Wolfgang había reunido a los hermanos consejeros en la celda situada por debajo de la escalera principal en la que solía mantener las conversaciones con los miembros de su convento y, dada la presencia del visitante y sus acompañantes civiles, el lugar resultaba bastante estrecho. El cardenal no parecía dispuesto a decirles a sus acompañantes que salieran; ambos parecían guardaespaldas entrados en años y quizá lo fuesen. El abad Wolfgang sintió la tentación de ordenarles que abandonaran la celda, pero sospechó que no le harían caso.

En teoría, la diferencia de rango entre el abad y el cardenal era insignificante: desde un punto de vista práctico, a lo largo de los años Braunau había supuesto una suerte de patronato del cardenal Melchior y su cargo como ministro del emperador le concedía un poder aún mayor. Sin embargo, lo que proporcionaba al cardenal su auténtico poder era el tesoro secreto del convento, a cuya seguridad parecía subordinar muchas cosas… entre ellas la amistad que antaño había existido entre él y Wolfgang Selender.

—Los estamentos protestantes de Bohemia consideraron que podían jugar con el emperador cuando aprobaron la elección del archiduque Fernando como rey de Bohemia —dijo el cardenal— puesto que poseen la carta de majestad del emperador Rodolfo, que les da la posibilidad de deponer a Fernando en cualquier momento. Pero a Fernando la carta de majestad y las garantías contractuales le importan un ardite. Ha iniciado medidas para reconvertir a los protestantes al catolicismo y ha reducido los derechos de los estamentos. Así que no es de extrañar que los protestantes estén furiosos: hasta cierto punto se han engañado a sí mismos.

—¡Todos deberían morir en la hoguera! —gritó el guardia, lo cual le mereció la mirada silenciosa del más fornido de los guardaespaldas. Entonces cerró el pico y carraspeó.

—Pero Fernando muestra la misma cortedad de miras si ahora cree que puede jugar con los protestantes. Están demasiado seguros de sí mismos y saben perfectamente que aquí en Bohemia son mayoría. Estamos sentados sobre un polvorín y me parece que el rey y los estamentos son como niños que corretean con antorchas e intentan lanzarse mutuamente sobre el montón de pólvora.

—El emperador… —empezó a decir el abad.

—El emperador está enfermo —lo interrumpió el cardenal Melchior—. Ya tiene sesenta años, está cansado. Al principio consideró que debía rescatar el imperio de las garras de su hermano Rodolfo, pero después descubrió que no tenía ni idea de cómo hacerlo —añadió, meneando la cabeza—. El imperio está tan profundamente hundido en el fango que se encuentra al borde del abismo. Demos el paso que demos, será el equivocado. ¿Cuál es la situación aquí?

—Le he escrito al canciller del reino acerca de la iglesia de San Wenceslao. La respuesta fue que para la refundada Liga Católica supondría un paso importante y unificador ordenar su cierre, pero que para ello aún eran necesarios un montón de esfuerzos diplomáticos, de modo que a corto plazo no…

—No me refería a eso, Wolfgang —dijo el cardenal—. Solo quiero saber si está a buen recaudo.

El abad Wolfgang miró fijamente al cardenal. El cambio de tema fue tan repentino que no supo qué responder.

—¿Está a buen recaudo?

Wolfgang y el guardia intercambiaron una mirada.

De pronto el cardenal Melchior golpeó la copa de vino contra la superficie del escritorio y todos los presentes se sobresaltaron.

—¿ESTÁ A BUEN RECAUDO?

—¡Sí, voto a bríos! —exclamó el abad—. ¡Lo está!

—¿Qué ha pasado? —preguntó el hombre fornido.

El abad Wolfgang apretó los dientes cuando comprendió que el fornido había percibido el breve intercambio de miradas con el guardia, y calló, pero fue incapaz de sostener la mirada del hombre. Una llamarada de orgullo lo invadió —¡el bellaco solo era un soldado a sueldo del cardenal, por todos los santos!—, pero fue incapaz de sostenerle la mirada.

—No hay ningún motivo para que no respondas a Cyprian —dijo el cardenal, que por lo visto era capaz de leer el pensamiento.

Wolfgang le lanzó una mirada sorprendida. Claro que había oído hablar de Cyprian Khlesl. De pronto su mirada se posó en su acompañante, quien sonrió y señaló a Cyprian, como diciendo: «Él es Cyprian, no yo». La sospecha de que sabía quién era el larguirucho de la sonrisa afable, Andrej von Langenfels, se apoderó de Wolfgang. En el pasado, la tragedia de las historias de Cyprian y Andrej lo llenó de admiración y compasión cuando Melchior Khlesl lo puso al corriente.

El guardia tomó aire, pero luego optó por callar. Bajó la cabeza y plegó las manos sobre la barriga.

—Quiero hablar con el primer custodio —dijo el cardenal, y su tono explicaba el hecho de que un antiguo protestante e hijo de un panadero hubiera logrado convertirse en ministro del emperador.

—He disuelto el círculo de los custodios —declaró Wolfgang no sin cierto tono de desafío.

¿Acaso no había sido lo correcto? Los custodios habían despertado sus sospechas desde el principio. Al director de un convento que pretendiera tener éxito en el combate contra el escepticismo y la duda no le resultaba útil que en su rebaño existiera un círculo que escapaba de su control. Entonces, ¿por qué lo embargaba esa obstinación, como la de un niño pequeño que mintiera a un adulto?

La única reacción visible de Melchior fue que, al servirse vino de la jarra, vaciló un instante. La jarra golpeó contra el borde de la copa con un suave tintineo. Después se volvió hacia Cyprian y Andrej y también les escanció más vino, y el hecho de que se lo permitieran aunque todavía no habían bebido ni un solo trago hizo que Wolfgang comprendiera hasta qué punto estaban consternados, y sintió que su cólera aumentaba. ¡Braunau era su convento, había sido su decisión, él era el único que se había encontrado allí para tomarla! Una voz en su interior susurró que él no le había pedido ayuda al cardenal Melchior, que no lo había informado en absoluto. Y otra voz también susurró: «¿Por qué habría de hacerlo? ¡Yo soy el abad de Braunau!».

—Los trasladé a otros conventos.

—¿Más vino? —preguntó el cardenal.

Wolfgang regresó al presente y su mirada se cruzó con los ojos negros y brillantes de Melchior Khlesl. La jarra permanecía sobre la copa del abad. La mirada del cardenal era asesina. Wolfgang sacudió la cabeza; la ira reprimida del cardenal no hizo sino reafirmar su obstinación. Vagamente comprendió que en el fondo era la misma ira que había despertado la rebeldía del burgomaestre. Los habitantes de Braunau lo trataban como a un títere. Melchior Khlesl se comportaba como si él fuese el abad… ¿De qué servía su brillante reputación como reformador de conventos, cuando allí lo único que le ofrecían era falta de respeto? Y el peor de todos era el hombre a quien había considerado su amigo. ¡Ojalá se encontrara en la isla de Iona y en contacto directo con el poder divino, en vez de estar aquí, dejado de la mano de Dios…!

«¿Por qué no? —preguntó una repentina voz fría y racional en su mente—. ¿Por qué no entregar al cardenal eso que tanto ansía?». Para ello solo necesitaba una carta al abad primado rogándole que lo eximiera de sus obligaciones. Lo único que lo separaba de un regreso a Iona eran un par de líneas… y la perspectiva de vivir como un monje sencillo. Nadie le asignaría más responsabilidades si reconocía que no estaba a la altura de su tarea. Y él ya había hecho demasiados sacrificios.

—¿Podemos hablar a solas con el reverendo padre, por favor? —preguntó el cardenal con voz suave.

Los hermanos consejeros primero intercambiaron una mirada entre ellos, después la dirigieron al abad Wolfgang y por fin abandonaron la celda. Pese a las miradas sorprendidas de los monjes, Cyprian y Andrej no se movieron. Wolfgang empezó a entender que en realidad, para el cardenal «a solas» significaba en presencia de esos dos, tres hombres frente a uno solo, y enderezó los hombros.

—Media docena de seres humanos y tres papas murieron la última vez que la Biblia del Diablo despertó —dijo Melchior—. Entre ellos había amigos y personas a las que amábamos. Cyprian y yo engañamos al Papa y al emperador con el fin de encargarnos de que volviera a desaparecer en las profundidades. Dime que está a buen recaudo, Wolfgang, por favor, dime que está a buen recaudo.

—Acudes aquí, a mi convento —empezó a decir Wolfgang, y notó que su orgullo lo superaba—, das órdenes a mis monjes, ¿y ahora exiges que te rinda cuentas por algo de lo cual no te has ocupado durante todos estos años…?

Cyprian hizo un movimiento, pero el cardenal Melchior alzó la mano.

—¿Está a buen recaudo? —preguntó una vez más.

—¡El reino es un polvorín! —siseó Wolfgang—. Braunau es el barril de pólvora más grande de todo el polvorín y quien está sentado encima soy yo. Tú murmuras en Praga y en Viena con el emperador e hilas el hilo con el que pretendes envolver al rey Fernando, pero yo estoy aquí, y lo único que me separa de cinco mil protestantes que quieren cortarme el gaznate es el portal del convento.

—¿Está a buen recaudo?

El abad Wolfgang apretó los puños.

—Os conduciré hasta ella —susurró, invadido por el odio.

El guardián de la Biblia del Diablo
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