15
El deshielo y una posterior nueva helada habían detenido a Heinrich, que casi enloqueció de impaciencia. Ansiaba llegar a Pernstein y presentar su botín, y en cambio estaba atascado en una choza al este de Praga porque los escasos caminos al sur permanecían intransitables. Podría haberse abierto paso hacia el oeste —al menos en esa región, todos los caminos conducían a Praga—, pero su meta se encontraba en Moravia y, ¿quién deseaba ir a Moravia? Había pasado varios días caminando de un lado a otro como una fiera enjaulada en la choza de un campesino, de la cual se había incautado sin vacilar tras expulsar a los habitantes. La choza apestaba a gentuza campesina y a sus animales, que ocupaban la parte posterior. Incapaz de evitarlo, había notado que la incontenible sensación de triunfo que albergaba en el corazón poco a poco daba paso al nerviosismo causado por el retraso. ¡Había vencido! ¡Había acabado con Cyprian Khlesl en un abrir y cerrar de ojos! Bien, el otro canalla, Andrej von Langenfels, había escapado, pero ¿qué importancia tenía? ¿Acaso Diana también había dicho que, durante un combate, prefería apostar su dinero por él? ¡Pues asunto resuelto!
¿Es que antaño los ojos de Diana no habían fulgurado cuando él había asegurado que le presentaría la cabeza de Cyprian Khlesl? Creía recordarlo perfectamente. Ella simuló indiferencia, pero en realidad la idea la había excitado. Ya que lo tenía en tanta consideración, el hombre que lograra acabar con Cyprian Khlesl debía de maravillarla, ¿verdad? Estaba seguro de que ella también pensaría que el hecho merecía una celebración. Aunque últimamente se mostraba muy distante, Heinrich todavía sentía su último contacto como si hubiera sucedido hacía escasos minutos. La mano de ella en su pantalón, presionando, acariciando, masajeando… Lamentó no haberse dejado ir y eyacular en la mano de ella, pero en realidad ella la había retirado con demasiada rapidez. Diana sabía muy bien cómo alargar la correa de la que él colgaba, alargarla pero volverla imposible de romper. Pero ¿y si regresaba victorioso a Pernstein? Él y ella, y por añadidura…
Primero pensó en una de las candorosas muchachas que se lanzaban voluntariamente a las fauces de la bestia cuando Diana se limitaba a difundir en las aldeas de campesinos situadas entre Pernstein y Brno que el castillo tenía necesidad de una criada. ¡Pero no! ¡Era mucho más sencillo y más excitante! Se imaginó el cuerpo blanco y pecaminoso de Diana presionado contra el suyo y el cuerpo virginal de Alexandra tendido en la cama… y el ardiente brasero… las miradas suplicantes de la joven clavadas en sus ojos y la sonrisa que él le lanzaría…
La excitación experimentada hacía un momento se enfrió y sus pensamientos se perdieron en el regusto del beso de despedida que Alexandra le había dado. Era un sabor tan dulce que por unos instantes tuvo el poder de poner en cuestión el recuerdo de las manos de Diana en su pantalón. Ambas sensaciones formaban un curioso equilibrio y en ese breve momento —apenas un parpadeo— apareció un segundo sendero, uno que dejaba atrás el deseo salvaje y el placer de causar dolor y discurría hacia el terreno llano de los sentimientos cotidianos, un sendero cuyo recorrido exigiría un precio: el de la lucha constante contra la llamada tentadora de su propia perversión. En esos instantes Heinrich creía posible ganar dicho combate si Alexandra lo libraba a su lado. Pero de pronto recordó lo que le había hecho a ella y a su familia y el sendero se cerró, porque ya no existía la menor posibilidad de arrepentirse. El recuerdo del beso de Alexandra se desvaneció, pero logró que también palideciera el recuerdo de Diana y la esperanza en la renovación de su mutuo contrato.
Cuando él regresara, lo primero que Diana pensaría sería que la idea de robar la copia del códice —que hacía seis años él mismo había depositado en el arcón del convento de Braunau— había perdido valor debido a que Andrej seguía con vida. Si todo hubiese salido tal como él lo había planeado, entonces ya no habría ningún indicio de que existía más de un ejemplar del condenado libro y no solo el original o de que jamás hubo un intercambio. Pero resulta que Andrej von Langenfels había sobrevivido y si Cyprian se había dado cuenta de lo que había acontecido, entonces Andrej estaría al corriente. Y también lo sabría el cardenal Melchior Khlesl, el único adversario a quien Diana temía. Si uno lo tomaba al pie de la letra, él había fracasado.
¡No, no había fracasado! Aún estaba Alexandra. Aunque el anciano cardenal interpretara correctamente los acontecimientos posteriores a la muerte del emperador Rodolfo y al final daba con él, Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz, que de un modo tan llamativo había estado dispuesto a llevar a cabo el trabajo sucio para el canciller imperial y el obispo auxiliar, entonces él y Diana lo tendrían en su poder gracias a Alexandra. Además, bastaba con que el anciano cardenal creyera que la joven seguía con vida y corría peligro. No había ningún motivo para que averiguara su auténtico destino. En última instancia, el viejo no emprendería nada y menos si ello significaba poner en peligro a otro miembro de la familia. La pérdida de Cyprian era suficiente. Él, Heinrich, controlaba el asunto.
Solo que Diana no lo vería así. Y con cada día que él permanecía atascado en ese lugar la impresión de que en realidad no había logrado nada iba en aumento.
La rabia le crispó el rostro.
—¡Haced callar a esos bichos de una vez! —gritó por encima del hombro.
—Las cabras quieren que las ordeñen —gruñó uno de los esbirros que lo habían acompañado desde Praga.
Los hombres estaban tendidos en el heno, se aburrían y, al igual que Heinrich, hacía mucho tiempo que habían perdido la alegría causada por el inesperado número de ellos que había mordido el polvo durante el ataque a los monjes, lo cual significaba que los sobrevivientes tocarían a una parte más jugosa de la recompensa. De momento, la única heroicidad que habían llevado a cabo desde que estaban allí había consistido en matar a pedradas a un gatito que descubrieron en una cesta forrada de lana de oveja. Volvieron a depositar el cadáver en la cesta: que el mocoso de los campesinos descubriera por su cuenta que el bicho había abandonado el mundo terrenal.
—¿Sabes ordeñarlas? —preguntó Heinrich.
—No.
—Pues entonces mátalas, maldita sea. Estoy harto de escuchar sus balidos.
El hombre se incorporó con aire dubitativo.
—¿A las tres?
—Ordéñalas o mátalas. Bebe leche o come asado esta noche. Tú eliges. ¡PERO DATE PRISA!
Los hombres lo miraron y él comprendió que le convenía disimular su nerviosismo. Durante todo el tiempo había fingido superioridad y presentado el aspecto de un cabecilla de sonrisa burlona que hablaba en voz baja. No estaban acostumbrados a ello y lo habían obedecido. Eran la peor gentuza y si llegaban a la conclusión de que él flaqueaba, empezarían a preguntarse si era lo bastante débil como para vencerlo. Heinrich dio unos pasos, se alejó de la ventana, desenvainó la espada y se dirigió con actitud determinada hacia el corral situado en la parte posterior de la choza donde se encontraban las cabras.
—Ehhh… ¿qué te propones?
—Matar a esos bichos; al parecer tú eres demasiado tonto para hacerlo —replicó Heinrich, y se dispuso a pasar por encima de la viga que separaba a la comunidad animal de la humana. Las cabras se acercaron con la esperanza de que las ordeñaran. Heinrich les lanzó una mirada furibunda.
—Ya lo haré yo —dijo el hombre, y carraspeó—. Las ordeñaré. Hace años que no bebo leche fresca de cabra. Sería una pena renunciar a ello, ¿no? —añadió, y lo contempló como pidiendo permiso.
Heinrich pasó la pierna hacia el otro lado de la viga y envainó la espada.
—Hazlas callar, me da igual cómo —espetó en voz baja.
La puerta de la choza se abrió y entró uno de los dos hombres que vigilaban el botín. Junto a la choza había una pocilga. Al parecer, el otoño anterior los animales habían caído víctimas de una matanza y Heinrich optó por guardar el botín en la pocilga, con el fin de no despertar la codicia de los hombres.
—Convendría que echaras un vistazo a esto —le dijo a Heinrich.
Unas figuras envueltas en harapos estaban de pie en medio del frío, entre las otras chozas de la pequeña alquería, con la vista clavada en su alojamiento.
—¿Quiénes son?
—Los otros campesinos. Quizás estén hartos de que la familia que expulsamos devore sus provisiones.
Heinrich dirigió una mirada sorprendida al hombre que estaba a su lado.
—¿Crees que nos atacarán?
—Quién sabe lo que piensan esos desgraciados.
—Vuelve a la pocilga. Yo arreglaré este asunto.
—No suponen un peligro, Henyk.
—Ya me ocupo yo.
«Dios, o más bien el diablo, debe de haber enviado a esos necios», pensó Heinrich al tiempo que cargaba dos mosquetes y asomaba el cañón del primero a través del hueco de una de las pequeñas ventanas. Fuera quien fuese, se trataba de alguien con sentido de la oportunidad. Los hombres en la choza lo observaban con curiosidad; en el fondo de la cabaña el que quería ordeñar las cabras avanzaba a tientas, maldiciendo.
Los campesinos aún permanecían de pie, mudos, con la vista dirigida a la choza. Su número ya era mayor que hacía un momento, seguro que una docena. Lo que hacían era evidente: procuraban reunir suficiente valor para enviar a uno de ellos a pedir que les devolvieran la alquería. Claro que serían incapaces de ofrecer una alternativa, solo un argumento lloriqueante: que todos se estaban muriendo de hambre, que sus hijos estaban medio congelados y que los señores se apiadaran de ellos, por favor… Heinrich apuntó cuidadosamente y desplazó el cañón del arma hacia el grupo de harapientas figuras situadas a unos cien metros de distancia. Se concentró en el punto de mira del cañón y, como si pudiera ver a lo lejos, distinguió los rostros semiocultos bajo las capuchas y los paños de lana como si estuvieran más próximos. Incluso los niños ya poseían los fatigados rostros de un anciano y solo se diferenciaban de los adultos por la estatura. El cañón del mosquete se deslizó más allá, apuntó instintivamente a una figura más pequeña y luego se elevó hacia la cabeza más próxima. Heinrich vio rasgos serios, pecas que casi parecían azules en el rostro pálido y ojos de mirada sombría. Entonces sonrió y la excitación regresó a su entrepierna.
—Voilà! —dijo en voz baja.
El retroceso fue violento; había cargado demasiada pólvora y el vapor lo envolvió en una nube blanca y corrosiva. El estallido resonaba en sus oídos. Cuando recuperó la visión, las figuras del exterior ya corrían buscando un refugio. Una de ellas yacía como un pequeño montón de harapos donde hacía un momento había estado de pie. Heinrich lamentó no haber visto cómo lo destrozaba la bala. Dejó el arma en el suelo, recogió el otro mosquete y volvió a apuntar. Si evaluaba correctamente a ese hato de patanes…
—¿Has acertado a uno? —preguntó uno de los hombres, que se acurrucó junto a él en el suelo y trató de atisbar a través del hueco de la ventana.
Junto a la choza donde todos habían buscado refugio algo se movió. Heinrich apuntó. Uno de aquellos necios salió apresuradamente y trató de arrastrar el cadáver al interior de la choza.
—Eso ya no le servirá de nada, papi —gruñó Heinrich en voz baja—. Pero si quieres estar junto a tu mocoso, te enviaré con él.
El disparo estalló. El hombre que se había situado junto a Heinrich apartó la cabeza y se cubrió la oreja izquierda.
—¡Ay, maldita sea! —soltó, y tosió al inspirar el apestoso humo de la pólvora—. ¿Por qué no me has avisado?
La harapienta figura se levantó de un brinco y volvió a atarearse con el cadáver. Incrédulo, Heinrich comprobó que no había dado en el blanco. Jadeando de ira, tiró de su bandolera, cogió un cebador y abrió la tapa con el pulgar: estaba vacío. Soltó una maldición. Fuera, la figura sin rostro cayó en la nieve y volvió a incorporarse. Heinrich agarró el siguiente cartucho; la correa de cuero del que colgaba se rompió, pero al menos estaba lleno. Vertió la pólvora en la cazoleta y arrojó el cebador vacío a un rincón antes de cargar el arma con dedos apresurados. El campesino que arrastraba a su hijo muerto casi había alcanzado la entrada de la choza. Heinrich no se tomó el tiempo de apuntar y apretó el gatillo. El eco del tercer disparo se difundió por la alquería.
Heinrich dejó el mosquete a un lado. Durante un momento miró fijamente por el hueco de la ventana y entonces, como si no hubiese pasado nada, abrió la puerta y salió. El aire frío era agradable. El tufo de la pólvora de los dos disparos y el hedor que ya reinaba en la choza habían convertido la respiración en una tortura. Heinrich inspiró profundamente. Dirigió la mirada al establo donde, a través de la puerta entreabierta del cobertizo, dos caras barbudas lo contemplaban y asentían con expresión impresionada. Ante la ventana de la choza oyó el rumor de los hombres que se apiñaban para atisbar al exterior. Heinrich dirigió la mirada al cielo; al oeste comenzaba a abrirse un hueco entre las nubes y los bordes adoptaban un matiz rosado. No se percibían movimientos junto a las cabañas de los campesinos; dos montones de harapos marrones estaban tendidos junto a la entrada del primer habitáculo. Heinrich percibió la estupefacta admiración de sus hombres como un hálito tibio en la nuca.
—Mañana podremos seguir el viaje —dijo, escupió en la nieve y se frotó las manos frías—. ¡Por fin!