14

—¿Por qué no acabaste conmigo en el claro? —preguntó Alexandra—. Si tu pistola hubiera estado cargada me habrías disparado. ¿Eres demasiado cobarde para matarme con tus propias manos?

—De repente se me ocurrió algo mejor —dijo Heinrich, y se alegró de que estuviese sentada delante de él y no pudiera verle la cara.

Sospechó que ella había adivinado sus intenciones, porque la verdad es que no pudo hacerlo. En el instante en que apretó el gatillo una sensación absolutamente abrumadora de haber cometido el peor error de toda su vida se apoderó de él y si hubiera sido lo bastante rápido habría levantado el cañón de la pistola en el último instante. Cuando oyó el clic seco hubiese querido abrazarla y besarla, y lo único que se lo impidió fue la mirada de odio de Alexandra y el hecho de que ni siquiera había pestañeado cuando él apretó el gatillo.

Entonces se volvió y observó a Cyprian Khlesl. Los caballos avanzaban con rapidez y Cyprian trotaba junto al de Heinrich sin el menor esfuerzo. Durante un momento sintió la tentación de tirar de la cadena o acortarla para que Cyprian solo pudiera tropezar a su lado con el brazo en alto, pero luego renunció. Su mirada se cruzó con la de Cyprian; no cabía duda de que había oído la breve conversación entre él y su hija y una sonrisa desagradable le crispó el rostro: resultaba más sencillo que un intento de imitar la expresión inmutable de su prisionero.

—Lo que dije junto al río ya no es válido. Ahora daremos vuelta a la tortilla y ella observará cómo acabo contigo.

—Lo principal es que te decidas de una vez —dijo Cyprian.

Heinrich apretó los dientes. Había sonado como el intento de un hombre señalado por la muerte de parecer indiferente, pero sus palabras ocultaban una púa; se preguntó cómo Cyprian siempre se las arreglaba para leerle el pensamiento y quiso golpearlo, pero se limitó a desviar la mirada. ¿Cómo sabía que no solo había postergado la decisión durante tanto tiempo porque todavía no parecía haber llegado el momento indicado? Porque él, Heinrich, podría haber determinado dicho momento cuando le diera la gana. Heinrich era consciente de que si él se hubiese encontrado en la situación de Cyprian, haría mucho tiempo que habría abandonado y hubiese muerto; él no hubiera sobrevivido a las gélidas aguas del río, a las heridas de los disparos ni a los cuidados prodigados por Cosmas Laudentrit. En cambio, Cyprian no solo había sobrevivido, sino que hasta había procurado mantenerse en forma, como si todo el tiempo hubiera estado seguro de cómo acabaría su cautiverio. ¿Qué misteriosa fuerza le permitía seguir creyendo que todavía tenía una oportunidad? Se sentía desgarrado por la mitad, en parte por Alexandra pero también por su padre. Por una parte ansiaba demostrarle finalmente a Diana que él, Heinrich, era superior a ese viejo bribón y no solo por su propia tranquilidad espiritual. Pero por la otra temía esa confrontación; había pasado mucho tiempo sin confesárselo a sí mismo, pero entonces ya no pudo seguir esquivando la realidad: sentía temor frente a Cyprian. Ese hombre era todo aquello que él no era y en su corazón sabía que el padre de Alexandra era superior a él. Lo odiaba tanto que casi se descompuso.

Alexandra había contemplado a su padre, Heinrich veía su perfil.

—¡Dirige la vista hacia delante! —gritó.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué de todo aquello que me contaste sobre tus sentimientos por mí y tu viaje a Braunau no era mentira?

«Que no logro verte como un trozo de carne, como a las demás —hubiera sido la respuesta correcta—. Llevo a Diana en la sangre, pero tú te has deslizado en mi alma», pero calló.

—Él me sacó del río —dijo Cyprian.

—¿Y a ti quién te ha hecho una pregunta?

Cyprian se encogió de hombros.

—Supongo que se le ocurrió que yo le sería más útil si evitaba que me ahogara.

—Que te ahogaras y te desangraras —dijo Heinrich en contra de su voluntad, y notó que Alexandra se estremecía—. Con mis dos balas en el cuerpo —añadió.

—Puede que el hecho de que el agua estuviera tan fría me salvara la vida, en cambio que la corriente fuera tan fuerte fue mala suerte, porque de lo contrario sé que Andrej me habría sacado del río. Pero el río me arrastró y solo recuperé el conocimiento cuando ya me encontraba en las angarillas que nuestro amigo y sus compinches arrastraban tras de sí, junto con el arcón en el que se hallaba la copia de la Biblia del Diablo.

—Se había quedado atascado en los matorrales de la orilla —dijo Heinrich, confiando en causarle la impresión a Alexandra de que su padre solo había sido un bulto—. La corriente ya le había arrancado las botas. Conduje al caballo hasta la orilla y lo arrastré fuera del agua. En realidad quería enviároslo a casa y depositarlo ante vuestra puerta por la noche, pero entonces vi que aún estaba vivo. Le salvé la vida a tu viejo, Alexandra, ¿lo sabías?

—Por lo cual supongo que te perdonaré la tuya —dijo Cyprian.

Heinrich soltó una carcajada forzada.

—¿Ah, sí? —gritó—. ¿En qué oportunidad?

—En la próxima que me ofrezcas.

—¡Te crees tan listo, Cyprian Khlesl, te consideras invencible! Pero yo ya te he vencido y volveré a hacerlo.

—Pues repítetelo, si eso te sirve de ayuda.

Heinrich rodeó a Alexandra con el brazo y le presionó un pecho. Ella jadeó. Heinrich no la soltó.

—Mira —siseó—, mira. Haz algo para impedirlo, padre. Salva a tu hija de las garras del monstruo, padre. Podría follarla hasta hacerle sangre, aquí, ante tus ojos y después meterle la pistola en el coño y apretar el gatillo, y tú no podrías impedirlo. Eres una mierda y un bocazas, eso es todo.

Notó que bajo el rostro sereno de Cyprian los músculos se tensaban y volvió a presionar el pecho de Alexandra con la esperanza de que gritara, pero ella no le hizo ese favor y, furioso, la soltó. Tenía la sensación de haber salido perdedor en esa disputa. Cuando Filippo acercó su caballo al suyo se alegró, porque le proporcionaba la oportunidad de retirarse de la situación.

—¿Qué? —le espetó.

El maldito meapilas estaba pálido.

—¿Y ahora qué ocurrirá? ¿Qué os proponéis? —preguntó.

Heinrich dirigió la mirada sobre el rostro bonito y vacío de Isolde. Pero resulta que ya no estaba vacío. Cuando la mirada de ambos se cruzó algo despertó en la de Isolde y Heinrich se dio cuenta de que era repugnancia. Le sacó la lengua y él alzó la mano como dispuesto a volver a golpearla, pero entonces comprendió que supondría otra muestra de debilidad y, desorientado, pensó que una vez más se había metido en una situación en la que perdía prestigio. Si la golpeaba sería como si la hubiese tomado con ella porque no se atrevía a seguir fastidiando a Alexandra o a Cyprian. Si dejaba de hacerlo, demostraba que había reflexionado al respecto, algo innecesario para quien se sentía dueño de la situación. Apretó los dientes, abandonó el sendero del bosque y condujo su caballo al acceso que daba a la puerta exterior de Pernstein.

—Hemos llegado —dijo—. Quita a la idiota de mi vista antes de que le aplaste su estúpido rostro. Y después lleva a ese individuo a la habitación al pie de la torre del homenaje y enciérralo. Iré a hablar con… —tuvo que obligarse a pronunciar el nombre correcto—… Polyxena.

—De acuerdo.

Al parecer, el meapilas tenía la intención de presenciar la conversación. Heinrich hubiera preferido que se retirara a alguna parte y aún más, que cayera muerto en el acto.

—Alexandra vendrá conmigo —dijo, y dirigió una mirada desafiante a Cyprian, esperando que dijera algo como «¡Si la tocas estás muerto!», pero el canalla no dijo ni una palabra.

Heinrich desmontó, arrastró a Alexandra de la silla de montar y dejó suelto a su caballo. El mozo de cuadra ya lo atraparía.

Cuando se volvió, el rostro de Alexandra estaba justo delante del suyo y le lanzó un salivazo.

Él la cogió de la nuca, la atrajo hacia sí, y a continuación le lamió las mejillas, la frente y los ojos. Ella se estremeció.

Heinrich observó al clérigo mientras este conducía a Cyprian a la torre del homenaje sosteniendo la cadena. Isolde trotaba a su lado. Entonces cogió las manos maniatadas de Alexandra y la arrastró consigo.

El guardián de la Biblia del Diablo
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