22
—Este es el palacio del canciller imperial Lobkowicz —dijo Alexandra, y se detuvo, inquieta.
—Seguidme por favor —dijo el criado.
La joven tuvo que superar la inquietud para cruzar el umbral. El edificio parecía casi deshabitado, el interior era frío y en el ambiente flotaba un aroma limpio y casi artificial. El suelo de piedra de la planta baja apenas estaba desgastado por las huellas de cascos o de carruajes. En algunas partes los peldaños de la escalera estaban agrietados, pero no existía una comparación con la casa de su familia y el parquet de la planta superior era tan lustroso que casi parecía nuevo. Alexandra se dejó conducir por el criado al tiempo que aguzaba los sentidos ante la perspectiva de toparse con el canciller imperial Lobkowicz o con su misteriosa esposa, que quizás aparecerían en una puerta y le preguntarían qué diablos se le había perdido allí. En general, los personajes encumbrados no la intimidaban. El cardenal Melchior había sido un personaje muy encumbrado en cuanto a su posición en la Iglesia y en el imperio y de niña ella se había encaramado a sus rodillas y oído cómo gastaba bromas sentado ante la mesa. Pero las palabras de Wenzel la habían inquietado y, a diferencia de lo acostumbrado, de pronto temió llamar desagradablemente la atención y que ello hiciera que la mirada poco complaciente del rey Fernando se posara en su familia.
—¿He de presentarme ante Su Excelencia el canciller imperial? No llevo la ropa adecuada…
Su acompañante abrió una puerta y se detuvo en el umbral.
—Pasad, por favor —dijo, hizo una reverencia e indicó la habitación.
Alexandra entró como quien entra en la jaula de los leones. La habitación era una combinación de despacho y de alcoba, con una gran cama en el rincón más oscuro. Alguien se movía bajo las mantas. Alexandra se disponía a hacer una profunda reverencia, pero entonces reconoció el rostro y olvidó todo lo acontecido durante la última hora. Echó a correr hacia la cama y abrazó apasionadamente al que la ocupaba.
—Poco a poco —gimió Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz—. Ay…
Alexandra le besó las mejillas, la frente y la punta de la nariz. El corazón le brincaba de alegría y solo logró controlarse tras un momento. Avergonzada, echó un vistazo a la puerta; el criado la había cerrado hacía un buen rato y se había marchado. Entonces volvió a sentirse intimidada al recordar dónde estaba, pero el aspecto pálido y demacrado de su amado tendido en la cama hizo que olvidara todo excepto la alegría de estar junto a él.
—¿Cómo te encuentras? ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde está el canciller imperial? ¿Por qué no recibí noticias tuyas durante tanto tiempo…?
Heinrich alzó una mano y le apoyó un dedo en los labios. Ella le besó la punta del dedo y le cogió la mano.
—Si me das tiempo para contestar te diré todo lo que quieres saber —dijo él.
—Pareces tan cansado y estás tan delgado… ¿No te encuentras bien? ¿Puedo…?
Él le cogió ambas manos y la contempló. Ella enmudeció. El rostro de él adoptó una expresión seria.
—He oído que tu padre ha muerto. Lo siento mucho.
Alexandra soltó un sollozo pero luchó contra las lágrimas.
—Gracias —dijo y alzó el mentón.
—¿Sabes qué ocurrió, exactamente?
Alexandra comprobó que hablar de ello le hacía bien y que no era doloroso.
—Él y tío Andrej cabalgaron hasta Braunau por encargo del cardenal Khlesl. Solo sabemos que ayudaron a los monjes del convento de Braunau a defenderse de unos bandoleros. Y durante la lucha mi padre… mi padre… —dijo, pero no pudo seguir hablando y carraspeó.
—Chitón —dijo Heinrich, sonriendo y alzando la mano para acariciarle el cabello—. ¿Bandoleros?
—Nadie sabe nada preciso. Los atacantes robaron una parte del tesoro del convento. Todo ocurrió con mucha rapidez, dijo tío Andrej. Está tan triste como todos nosotros.
—¿Y qué dice el cardenal?
—¡El cardenal ha sido arrestado! —soltó ella.
—¿Arrestado?
—Durante la misa celebrada en el funeral de mi padre. Tío Andrej dice que faltó poco para que se produjera una rebelión en la iglesia. Todos se enfurecieron con el rey.
—Esos de ahí arriba creen que pueden jugar con los sentimientos de las personas como nosotros —dijo Heinrich—. ¿Fue muy horrible para ti?
—Al principio estaba tan furiosa como todos los demás, pero después, cuando me di cuenta de que ni siquiera acabarían la misa de réquiem… —Alexandra sacudió la cabeza—. Más adelante la celebramos, solo nosotros, la familia, pero ya no fue lo mismo —añadió con voz ronca.
Él asintió y siguió acariciándole el cabello. Entonces una voz desconfiada surgió en su interior y dijo que, durante una fracción de segundo, Heinrich había parecido satisfecho, pero Alexandra no le prestó atención. Si Heinrich estaba satisfecho se debía a que por fin volvían a estar juntos; entonces ella le acarició la frente.
—¿Te encontraste con mi padre en Braunau?
Heinrich negó con la cabeza.
—Alguien me encontró a mí —dijo.
Se incorporó haciendo un esfuerzo, se desprendió la camisa y mientras ella aún lo contemplaba con expresión estupefacta, la deslizó hacia abajo revelando su hombro izquierdo. Una gruesa y reciente cicatriz recorría el músculo del hombro, tenía un aspecto atroz. Ella creyó recordar que, en general, las heridas realmente peligrosas presentaban un aspecto menos grave que las superficiales, pero no cabía duda de que ese no era el caso y rozó la cicatriz con dedos trémulos. Heinrich se recostó lentamente; ella hubiese querido tenderse a su lado, abrazarlo y así mitigar su dolor.
—Braunau era un infierno, Alexandra. Una rebelión abierta. Hombres armados recorrían las calles, algunas casas habían sido pasto de las llamas, del patíbulo colgaba una docena de infelices y el convento había sido saqueado. Me detuvieron ante la puerta de la ciudad y tuve que permitir que me registraran.
—¿Los protestantes?
—Deben haber estado completamente locos —dijo él y de pronto le cogió las manos; la presión era casi dolorosa—. ¡Solo es el principio! —exclamó—. Nadie puede detener ese odio, pronto todo será igual que allí: en una ciudad habrá milicias protestantes masacrando católicos; en otra, milicias católicas harán lo mismo con los protestantes. Nuestro mundo se encuentra al borde del abismo.
Oírle decir lo mismo que había dicho Wenzel resultaba aterrador y Alexandra notó que le faltaba el aire. El miedo volvió a invadirla como una ponzoña.
—Pregunté por tu padre, ese fue mi error. Cuando oyeron el nombre de Khlesl me insultaron, dijeron que era un siervo del Papa y qué sé yo cuántas cosas más. Creo que en realidad se referían al cardenal, pero ya no pude aclarar el error. Uno de ellos alzó un viejo mosquete, vi brillar la mecha y… —Heinrich enmudeció.
—¿Qué? —susurró ella—. ¿Qué?
—Contemplé al hombre del mosquete… No soy un cobarde, Alexandra, pero su mirada me reveló que moriría.
Entonces fue ella quien le apoyó un dedo en los labios.
—Chitón —dijo—, no debes pensar en ello.
—Hice girar mi caballo —prosiguió él sin despegar la vista de ella—, pero fui demasiado lento. Sentí el golpe y lo próximo que recuerdo es estar arrodillado en el suelo y sentir un terrible ardor en el hombro. Mi caballo escapó brincando como una cabra salvaje. El hombre del mosquete se acercó, me apuntó y preguntó: «¿Tienes una amada, bastardo católico? La encontraré, pero por desgracia tú no la encontrarás en el infierno, porque cuando acabe con ella irá directamente al cielo después de todo lo que le haré».
—¡Dios mío! —musitó ella, y el temor le oprimió el corazón.
—Eso dijo —gruñó Heinrich con mirada furibunda—, mientras yo estaba de rodillas ante él y solo podía escuchar. Entonces introdujo la mecha en la cazoleta de la pólvora y…
Alexandra jadeó, pero de repente Heinrich le dedicó una sonrisa burlona.
—¡El muy idiota no había vuelto a cargar! ¡No había vuelto a cargar! Me puse de pie y sus compinches lo agarraron y le quitaron el arma, uno trajo mi caballo, me preguntó si podía cabalgar. Yo asentí, ellos me ayudaron a montar y azuzaron el caballo. ¡Hui, Alexandra, pero no por mí sino por ti! Tras oír lo que dijo el bellaco de repente me invadió un gran temor por ti.
—No me moví de aquí, Henyk. He estado a salvo.
—Nadie está a salvo en estos tiempos —afirmó él, y volvió a incorporarse.
Ella le apoyó la cabeza en el pecho y él la estrechó con el brazo ileso.
—Tuve fiebre —dijo Heinrich—. Debo de haber cabalgado por ahí medio inconsciente; llegué hasta Starkstadt. Allí hay un hospicio donde me acogieron y me curaron. Partí de allí hace una semana, en contra del consejo del médico. Ya no podía estar sin ti, pero me excedí. Aún permanecí tendido en la cama un par de días, aquí en Praga, presa de la fiebre, hasta que hoy por primera vez me sentí con fuerzas suficientes para reclamar tu presencia.
—¿Por qué te encuentras aquí, precisamente? En el palacio del canciller imperial.
—Es una larga historia. Entre su familia y la mía existen antiguos vínculos y ya he hecho más de un favor a la casa de los Lobkowicz. Pero eso me lleva al tema del que quería hablarte.
Von Dobrowitz alzó la cabeza y trató de acomodarse; ella no pudo evitar ayudarle. Su camisa volvió a deslizarse hacia abajo y cuando introdujo la mano bajo la axila de él para sostenerlo se dio cuenta de que era la primera vez que le tocaba la piel. Estaba caliente. El calor pasó de la piel de Henyk a la entrepierna de ella. Sus ideas se volvieron confusas y de pronto giraron en torno a la siguiente pregunta: ¿qué llevaría, además de la camisa? Y también en torno al deseo de deslizarse bajo las mantas junto a él. Nunca había visto un hombre desnudo y el deseo de verlo desnudo a él se volvió casi doloroso. Alexandra se mordió los labios. La mirada de él le reveló que había adivinado sus pensamientos y se sonrojó. Él sonrió, el pudor de Alexandra se disolvió bajo esa sonrisa y se inclinó hacia delante para besarlo en los labios. La danza de ambas lenguas borró cualquier recuerdo del beso compartido con Wenzel.
—¿De qué querías hablarme? —preguntó, sin aliento.
«¡Invítame a compartir tu lecho! —exclamó su corazón—. ¡Pregúntame si quiero entregarme a ti! ¡Pregúntame si quiero ser tu amante y te diré que sí con la misma rapidez que si me preguntaras si quiero ser tu esposa!».
—¿Conoces el margraviato de Moravia? Se encuentra al sur, a dos o tres días a caballo desde aquí. Allí hay un lugar donde tú y yo debiéramos estar. No aquí en Praga, no en el centro de la locura que no tardará en desencadenarse. Ven conmigo a Pernstein. Polyxena von Lobkowicz, la mujer del canciller imperial, es oriunda de allí y me han ofrecido vivir en el castillo.
—Pero…
—Pregunté si podía llevarte conmigo —dijo, y soltó una repentina carcajada—. Sí, lo pregunté. Nadie tiene nada en contra. Ven conmigo, Alexandra. ¡Nuestro destino ha de cumplirse en Pernstein, no aquí!
—¿Nuestro destino?
—Nuestra vida en común. Creí que queríamos compartir la vida.
El corazón de Alexandra palpitaba de manera salvaje. ¿Se trataba de una propuesta de matrimonio? Pero ¿cómo abandonar Praga, justo en ese momento? Su madre la necesitaba. Sus hermanos la necesitaban.
Heinrich asintió con la cabeza.
—Comprendo. Lamento haberte sobresaltado.
—¡No, no! ¡No se trata de eso! Solo que he de… He de reflexionar… Yo… Es lo que más me gustaría hacer, pero…
—Tu familia se opondrá, ¿verdad?
—Cuando tenía mi edad, mi madre quiso huir al Nuevo Mundo con mi padre. ¡Tiene que comprenderme! No se trata de eso.
—Y Moravia no está tan lejos como el Nuevo Mundo —dijo él con una sonrisa torcida.
—He de… yo… ¿Puedo darte mi respuesta mañana? ¿Puedo verte mañana, por favor?
—Te esperaré aquí —dijo él, y se reclinó lentamente—. Esperaré hasta el día del Juicio Final.
—Solo hasta mañana. ¡Hasta mañana, amado mío!
Henyk cerró los ojos durante unos momentos y, asustada, ella se dio cuenta de cuánto lo había fatigado la conversación. Depositó un suave beso en sus labios.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana —dijo ella, y le presionó las manos.
Cuando se volvió antes de abandonar la habitación y volvió a contemplar el rostro de él, la voz desconfiada en su interior se manifestó una vez más. La voz dijo que en otra ocasión ya había visto ese fulgor que encendía la mirada de Heinrich. Fue en la de un comediante que narraba una historia tan cautivadora en una plaza que quienes lo escuchaban lo contemplaban fijamente, allí arriba en el escenario de tablas, y durante un buen momento no regresaron a la realidad. Después aplaudieron y le arrojaron monedas como enloquecidos. El comediante había hecho una docena de reverencias y sonreído, y la misma expresión triunfal había fulgurado en sus ojos, porque había logrado atraparlos a todos con su relato.
Heinrich la saludó con la mano y dio un respingo, luego se frotó el hombro con una sonrisa de disculpa. Alexandra olvidó la voz desconfiada y cerró la puerta a sus espaldas.