1

Ignatz von Martinitz no sabía si debía sentirse halagado o enfadado; sus pensamientos eran más lentos que de costumbre, algo que atribuyó al latido que le perforaba el cráneo desde su llegada a Pernstein. Que le hubiesen exigido que abandonara Praga, a él, a quien siempre hubieran podido presentar como el modelo del habitante de la capital; a él, criado tanto en las callejuelas de Malá Strana como en la Ciudad Vieja; a él, producto y rey no coronado de las plazas, rincones y callejuelas de la ciudad más bella del mundo (en todo caso, según su propia opinión), ya suponía una barbaridad. Y que además supusiera un viaje a través de una región que ni siquiera los comerciantes más codiciosos recorrían lo convertía en un atrevimiento aún mayor. Y que el viaje lo hubiera conducido a Moravia, donde todos sabían que el fin del mundo —si es que no se encontraba directamente en Moravia— al menos estaba al alcance de la vista, ya era el colmo. El viejo castillo no lo impresionó en lo más mínimo. En todo caso, se alegró de no tener que vivir allí.

Pero de algún modo resultó difícil rechazar una invitación que procedía directamente de la casa del canciller imperial, redactada por la delicada mano de la mujer más bella de Bohemia: Polyxena von Lobkowicz. Ignatz era lo bastante esteta como para honrar la belleza femenina, y la esposa del canciller —si bien casi podría haber sido su madre— la poseía en abundancia. Además, no estaba mal mantener relaciones con el segundo hombre más poderoso de Bohemia (de acuerdo: el tercero más poderoso, pues entre el emperador y todos los demás aún estaba el viejo cardenal Khlesl). Sobre todo no estaba mal si la persona en cuestión se veía atosigada por uno de esos codiciosos usureros que insistía en el pago de las deudas. Y eso que resultaba indudable que la exigencia era injustificada. ¿Acaso él, Ignatz, había insistido en visitar el burdel con ese papanatas? ¡No: lo habían invitado! E Ignatz recordaba muy bien que se dijo que el anfitrión corría con la cuenta.

Por supuesto, era consciente de que la relación amistosa con el rico comerciante no se debía a su encanto natural, sino a la circunstancia de que su tío, el conde Jaroslav, era uno de los procuradores reales. Pero ello no incomodaba a Ignatz. Un hombre de sus gustos y estilo de vida, que por añadidura se había quedado huérfano a tan temprana edad, no se las arreglaba con el dinero que su tío solía adjudicarle. Si no le quedaba más remedio que compensar los huecos en el balance anual mediante invitaciones o banquetes, y después murmurar los comentarios positivos y chismorreos que allí hubiera escuchado al oído del procurador real, entonces lo mejor era disfrutarlo a fondo. Dado que el oído de su tío era muy sensible a las palabras de Ignatz, el hijo de su hermano, las invitaciones no escaseaban. Puede que otro se hubiera preguntado si el estrecho vínculo entre tío y sobrino residía en que Ignatz mostraba un curioso parecido fisonómico con el conde Jaroslav, pese a que este y su hermano no guardaban el menor parecido entre ellos. Pero Ignatz había decidido aprovechar dicha circunstancia y disfrutar del resultado.

En todo caso, la invitación del comerciante para que lo acompañara al burdel… Al principio Ignatz había sospechado que su anfitrión solo quería servirse de él y usarlo para que le franquearan el paso, porque la casa solo atendía a los miembros del clero y de la nobleza, y se jactaba de ello. No obstante, el nuevo amigo de Ignatz fue recibido con el mismo entusiasmo que hubiera merecido un prelado. Debido al estado de las finanzas de Ignatz, que solo le permitían visitar ese burdel en contadísimas ocasiones, había tomado la firme decisión de aprovechar tal golpe de suerte. Tras unos momentos también había visto una delicada criatura con la cual quiso retirarse para mantener un contacto más íntimo. Pero por desgracia la situación se volvió un tanto más compleja, se produjo la destrucción de varios muebles y hubo numerosas narices ensangrentadas hasta que lo extrajeron a él, Ignatz, de debajo de la tina volcada, y lo identificaron como el causante del altercado. Debería haber abandonado el establecimiento en vez de ocultarse bajo la tina, pero al principio esconderse le pareció una opción más sensata que huir y abrirse paso a través de las dos docenas de clientes y los matones del burdel dedicados a apalearse mutuamente. Las cosas siempre se ven más claras a agua pasada, algo que resultaba aún más válido cuando —a agua pasada— se comprobaba que la delicada criatura no pertenecía al repertorio profesional del burdel, sino que era el hijo menor de un rico comerciante de Pressburg que había intentado aprovechar al máximo su primer viaje a Praga. Sea como fuere, el mobiliario, los cristales de las ventanas, la vajilla, algunos huesos y un tonel de carísimo vino Tokaji quedaron hechos pedazos, circunstancia que suscitó la aparición de las feas palabras «indemnización por daños y perjuicios». Tras oír el monto de la suma, el anfitrión de Ignatz repentinamente dejó de sentir interés en mantener una buena relación con el procurador real, y pareció mucho más inclinado a que otro pagara la indemnización, de preferencia el causante. Ignatz se sintió regocijado. Finalmente, el comerciante acabó por reconocer su responsabilidad como anfitrión y pagó la suma exigida, y sus amenazas de recuperar el dinero persiguieron a Ignatz a lo largo de las callejuelas mientras escapaba riendo a carcajadas.

Y eso que la situación en realidad no tenía nada de divertida. Hacía dos años, su tío le había hecho un favor relacionado con un monstruoso soborno, e Ignatz temía que el viejo conde ya no querría saber nada más de él si volvía aparecer con un ruego cuya reparación podría arruinar la reputación del viejo.

Así que aceptó la invitación de Polyxena, si bien con segundas intenciones: quizá podía aprovechar el interés por su persona para satisfacer las exigencias cada vez más insistentes del comerciante.

Cuando un criado abrió la puerta del recinto al que lo habían invitado a pasar cuando llegó y lo condujeron a lo largo de los pasillos del castillo, Ignatz adoptó su expresión más sonriente y seductora. Sabía que las mujeres siempre apreciaban a un hombre como él.

Las personas que lo aguardaban en una habitación apartada del ala principal del castillo lo dejaron estupefacto. Hasta entonces solo había visto a Polyxena von Lobkowicz de lejos. Estaba preparado para enfrentarse a su figura esbelta y sus cabellos rubios, pero no al rostro maquillado de blanco. Cuando entró, ella se volvió hacia él y en escasos instantes su mundo emocional se vio sacudido por un sinfín de sensaciones: el perfil de la dama lo dejó sin aliento, la mirada penetrante de sus ojos verdes lo hechizó… y su boca roja, que parecía obscena en medio de la blancura, lo asqueó. Junto a un atril sobre el que reposaba un libro cerrado había dos figuras que parecían ser los guardaespaldas de su anfitriona, pero que llevaban toscas prendas de campesinos. Sin embargo, más estrafalarios que la mujer maquillada de blanco y los hombres silenciosos resultaban los dos monjes envueltos en sus hábitos que, arrodillados en el suelo detrás del atril, mantenían la cabeza gacha y los rostros invisibles bajo la capucha. Parecían extrañamente menudos, pero entonces su cerebro le dijo que solo se debía al extraordinario tamaño del atril y a las fornidas figuras de ambos guardias. Cuando les echó otro vistazo vio que los monjes eran realmente muy delgaduchos. Las palabras de saludo que Ignatz había preparado se confundieron, de pronto carecieron de sentido e impidieron toda celebración, al igual que un carro que se derrumba en un portal e impide que el tráfico avance. El dolor de cabeza provocado por las palpitaciones aumentó de golpe.

—Aproximaos, amigo mío —dijo la mujer vestida de blanco.

Ignatz parpadeó. Cuando hablaba, el rojo de la boca ya no resultaba tan desagradable. Nada de lo cual brotara de esa voz podía ser desagradable.

—Eh… —tartamudeó—, eh…

Entonces sus modales tomaron el mando: Ignatz se quitó el sombrero e hizo una profunda reverencia, que acabó con el trasero en pompa y el sombrero en el aire.

—Ignatz von Martinitz, a vuestro servicio —dijo.

Ella le tendió una mano con un llamativo anillo. Él besó el anillo y después se preguntó por qué lo había hecho, pues de costumbre uno besaba los anillos de los obispos, los cardenales y el del Papa. No obstante, su gesto no le había parecido inadecuado.

—Me alegro de que hayáis encontrado el camino hasta aquí —dijo ella cuando él se enderezó procurando lucir su cuerpo atlético. Se había bajado los bordes de las botas lo más posible para revelar sus firmes pantorrillas y los lacitos rojos que adornaban el borde de sus bombachos—. Y ahora vayamos al grano.

—Eh… con mucho gusto.

—Tenéis problemas —señaló ella.

Perplejo, se preguntó cómo lo sabía y al mismo tiempo no sabía si debía sentirse aliviado, avergonzado o sencillamente encantado. Aliviado, porque el hecho de que ella lo supiera evitaba que se viera obligado a inventar una versión más halagüeña de la historia del burdel si ella lo interrogaba; avergonzado porque desde luego debía de saber lo que realmente ocurrió, y encantado porque, al parecer, estaba dispuesta a ayudarle a salir del apuro voluntariamente. Porque, de no ser así, ¿para qué lo había hecho llamar, por todos los diablos?

Entonces ella siguió hablando y las confusas impresiones del recién llegado dieron paso a una sola sensación: un terror mortal.

—Hace dos años, la guardia de Praga os descubrió cometiendo sodomía bajo un puente con el diácono Matthias, de la iglesia de Santo Tomás. Os arrestaron a ambos. Vuestro tío, el conde Martinitz, resolvió la situación y se encargó de que quienes se vieran en problemas fueran los guardias.

—Pero… —tartamudeó Ignatz.

—Tuvisteis la suerte de que los guardias no pasaran por allí un cuarto de hora antes, pues en ese caso os hubieran descubierto a vos, al diácono y a dos pilluelos dedicados a…

—¿Por qué hacéis esto? —preguntó él, pálido de espanto.

—Aparte de eso, no eran dos pilluelos, sino un niño del coro y un monaguillo de la iglesia de Santo Tomás, ¿verdad?

Él volvió a intentar decir algo, pero no pudo pronunciar palabra. Un cambio tan brusco del entusiasmo al terror que lo atenazaba hubiese dejado mudo a cualquiera.

—Vuestra desgracia es que vuestro tío también compró la libertad de vuestro amigo Matthias (tal vez debería decir de vuestro proxeneta Matthias), pero este, además, se vio obligado a seguir ganándose el sustento como diácono de la iglesia de Santo Tomás. Durante los dos últimos años, el párroco de la iglesia no dejó de observarlo; en realidad, nunca creyó que los guardias os acusaron a ambos únicamente porque no obedecisteis sus órdenes en el acto. Sin embargo, el diácono fue incapaz de resistirse a sus tendencias y de nuevo trató de seducir a un monaguillo. El muchacho se dirigió al párroco y ahora el diácono está en las mazmorras. He oído que se ha ofrecido a señalar a sus cómplices si ello le ahorra la tortura y, sobre todo, la ejecución por sodomía.

Ignatz boqueó como un pez fuera del agua y se tambaleó.

—No os cuento esto para amenazaros, amigo mío. Seguro que a partir del desafortunado encuentro con los guardias habéis evitado el contacto con el diácono Matthias.

Ignatz clavó la mirada en el rostro blanco como un conejo contemplando una serpiente. La mirada de los ojos verdes era implacable y se dio cuenta de que negaba con la cabeza.

—¿Cómo sabéis todo eso? —soltó por fin.

Ella sonrió. Habría sido la más inocente de las sonrisas de no haber procedido de esos labios color sangre en medio del rostro blanco y si no fuese por las llamas verde esmeralda que ardían en sus ojos.

—Quisiera mostraros una cosa.

Él obedeció el gesto de ella sin rechistar, atenazado por el pánico. Cuando Polyxena dio un paso a un lado y reveló el libro que descansaba en el atril, sintió que el latido lo envolvía como una inesperada oleada y parpadeó. Ella lo condujo hasta el atril y solo entonces él se dio cuenta del tremendo tamaño del libro. Gracias a ello, parecía dominar todo cuanto lo rodeaba y convertir todas las perspectivas en algo antinatural. Frente al libro uno perdía la orientación. Los latidos retumbaban en su cabeza y atravesaban su cuerpo.

Entonces vio que una mano delgada abría el libro en una página marcada.

Desde allí, el diablo estiraba el brazo para cogerlo.

Solo se percató de que había caído sobre el trasero cuando uno de los hombres junto al atril se agachó y le ayudó a ponerse de pie. Ignatz se cubrió la cara con una mano para no ver la diabólica imagen y, cuando alzó el índice y el meñique para rechazar al Maligno, notó que le aferraban la mano y, bizqueando de miedo, clavó la mirada en los ojos verdes de su anfitriona.

—¡Que no! —susurró ella—. Aguardad y veréis lo que ofrece el único poder verdadero —añadió, presionando la mano de él hacia abajo. Él no tuvo fuerzas para resistirse.

Los latidos vibraban en su diafragma; Ignatz creyó que estaba a punto de vomitar. El miedo que lo atenazaba era indecible y recordó la voz de su nodriza diciendo que el diablo se llevaba a todos los niños malos y los martirizaba de manera inimaginable durante toda la eternidad. En aquel entonces siempre había temblado de miedo al oír semejante augurio y el temor del pequeño niño que había hecho una travesura y se veía expuesto a la eterna condenación pasó por encima de veinte años y se adueñó de su alma.

—Ayudadme —musitó.

Ella estaba tan cerca que él vio las sombras debajo del maquillaje. La belleza de cualquier otro rostro se hubiera vuelto más humana debido a una mácula, por más ligera que fuese, pero el suyo solo parecía más misterioso, más distante y más frío. Ignatz tragó saliva pensando que si ella lo besaba, vomitaría. Y entonces ella lo aplastaría como a un piojo. Cuando la dama se apartó de él, el alivio fue tan inmenso que sintió como si se hubiera librado de una pesada carga.

—Hay dos principios —dijo ella—. Sentimos interés por uno de ellos y lo llamamos Dios. El otro siente interés por nosotros; los necios lo llaman el diablo.

Ignatz echó un vistazo a la imagen. La segunda vez no resultaba tan chocante: un retrato del demonio que, con una sonrisa maligna, se asomaba al mundo.

—No he de prestaros ayuda —susurró la mujer de blanco—. Al contrario, necesito la vuestra. Y tengo dos regalos para vos.

—¿Mi ayuda?

Una débil vocecita en su interior, aún demasiado consternada como para hablar en voz alta, preguntó: «¿Regalos? ¿Dinero?».

—De momento, el primer regalo.

Uno de los hombres junto al atril avanzó un paso y hurgó en un taleguito de cuero. Al volverlo del revés, Ignatz sostuvo la mano por debajo. Algo pequeño cayó del taleguito, algo frío. Ignatz lo contempló fijamente; despedía un brillo apagado, era un trozo de oro rectangular y pulido del tamaño de una uña.

—¡Dios mío! —exclamó, y retiró la mano bruscamente como si se hubiera quemado. El fragmento de oro rodó por el suelo soltando un tintineo—. ¿Acaso es…?

—El diácono Matthias lo llevaba en lugar del incisivo izquierdo —dijo su anfitriona—. En todo caso, eso es lo que me dijeron. ¿Habéis comprendido bien lo que acabo de decir: llevaba?

Ignatz no dejaba de temblar, al tiempo que la vocecita que había preguntado por el regalo manifestaba su júbilo.

—Queréis preguntar qué ocurrió, ¿verdad? —susurró ella.

Ignatz graznó unas palabras.

Ella suspiró.

—Al parecer, el diácono se acercó a alguien en la cárcel, alguien que rechazó sus avances. Cuando la riña acabó, el diácono estaba tendido en el suelo con el cuello roto.

—Eh… —balbuceó Ignatz y notó que asentía con la cabeza. También hubiera asentido si le hubiesen dicho que un dragón había emergido del agujero del retrete y se había llevado al diácono a su cueva situada en la cima de la montaña más alta del mundo.

—Queríais decir: gracias, ¿no?

—Gracias —balbuceó él. Poco a poco logró quitarse de encima el espanto y el desconcierto. Se enfrentó a la mirada glacial de ella y no pudo sostenerla. Sospechaba lo que esperaba de él—. ¿Y cómo puedo ayudaros?

—Os lo diré de inmediato. Pero ahora… ¡el segundo regalo!

Los dos hombres abandonaron su puesto junto al atril y se situaron detrás de los monjes arrodillados en el suelo, les arrancaron las capuchas de la cabeza y les bajaron los hábitos hasta el ombligo. Los ojos de Ignatz se desorbitaron.

—Escoged —le susurró la voz de un ángel al oído con las palabras del diablo—. El primer regalo era mío. El segundo proviene de él.

Ignatz no tuvo que desviar la mirada para saber que Polyxena señalaba el libro.

Los monjes no eran monjes. A su izquierda estaba arrodillada una joven de pechos desnudos y cabellos sueltos. Tenía el rostro pálido y se tambaleaba ligeramente debido al tirón que la había desnudado. Parecía estar ebria o en trance. El falso monje a su derecha poseía el mismo cuerpo blanquísimo y carente de vello, pero en su pecho se destacaban los músculos de una persona acostumbrada al trabajo duro. Ignatz clavó la vista en los ojos, en la nariz y los labios trémulos del joven. Él también parecía estar en trance.

—Escoged —repitió ella.

La vocecita interior, que había cobrado fuerza, habló en voz alta.

—¿Debo escoger?

—Servíos —insistió ella, riendo.

—¿Ahora?

—Solo existe este momento.

—¿Aquí?

—Solo existe este lugar.

—¿Vos y vuestros guardaespaldas saldréis…?

—No —contestó ella con voz suave.

Debería haberse sentido asqueado, pero en lugar de eso los latidos —que no había dejado de oír— se volvieron rítmicos y era como si descendieran de su pecho hasta su vientre, y la vibración que había agitado su corazón empezó a agitarle la entrepierna. Se situó entre ambas figuras arrodilladas y tambaleantes, se desprendió el pantalón y este cayó sobre los bordes plegados de sus botas. Cogió las cabelleras de ambos y presionó ambos rostros contra su entrepierna.

Mientras gozaba gimiendo, resollando y temblando oyó los susurros de ella en el oído, incesantes, acariciantes, calientes y excitantes, y la agitación de su lengua viperina en el cerebro. Oyó explicaciones, indicaciones y conclusiones. Mientras su entrepierna ardía bajo dos lenguas, mientras enderezaba las rodillas para evitar que cedieran, prestó oídos a las palabras de la dama. Eran claras, eran lógicas, eran verdaderas. Y durante todo ese tiempo no dejó de ver la imagen del Cornudo, sonriendo, irrumpiendo en el mundo, seguro de triunfar, con los brazos tendidos hacia él. Se volvía cada vez más grande y acabó por ocupar todo su campo visual, y después toda la Tierra, y los susurros ya no provenían de la boca de ella sino de la del diablo, y cuando perdió el control y empezó a agitarse jadeando ya pertenecía por completo a la dama… y a él.

Parpadeando y empapado en sudor, procuró mantenerse en pie. Quería agacharse y besar los labios hinchados de los dos arrodillados ante él, pero entonces alguien lo hizo girar violentamente y el rostro del guardaespaldas que le había dado el diente de oro del difunto diácono Matthias apareció ante él. En ese momento notó que su pantalón aún estaba enrollado en torno a sus pantorrillas.

Un puño voló hacia él, y el mundo, al que todavía no había regresado del todo, desapareció en un estallido de dolor.

El guardián de la Biblia del Diablo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
TOC.xhtml
dedicatoria.xhtml
cita_bibliografica.xhtml
leyenda.xhtml
dramatis_personae.xhtml
figuras_historicas.xhtml
cita_evangelio.xhtml
1612.xhtml
1612_001.xhtml
1612_002.xhtml
1612_003.xhtml
1612_004.xhtml
1612_005.xhtml
1612_006.xhtml
1612_007.xhtml
1612_008.xhtml
1612_009.xhtml
1612_010.xhtml
1612_011.xhtml
1617.xhtml
1617_001.xhtml
1617_002.xhtml
1617_003.xhtml
1617_004.xhtml
1617_005.xhtml
1617_006.xhtml
1617_007.xhtml
1617_008.xhtml
1617_009.xhtml
1617_010.xhtml
1617_011.xhtml
1617_012.xhtml
1617_013.xhtml
1617_014.xhtml
1617_015.xhtml
1617_016.xhtml
1617_017.xhtml
1617_018.xhtml
1617_019.xhtml
1617_020.xhtml
1617_021.xhtml
1617_022.xhtml
1617_023.xhtml
1617_024.xhtml
1617_025.xhtml
1617_026.xhtml
1618_1.xhtml
1618_1_001.xhtml
1618_1_002.xhtml
1618_1_003.xhtml
1618_1_004.xhtml
1618_1_005.xhtml
1618_1_006.xhtml
1618_1_007.xhtml
1618_1_008.xhtml
1618_1_009.xhtml
1618_1_010.xhtml
1618_1_011.xhtml
1618_1_012.xhtml
1618_1_013.xhtml
1618_1_014.xhtml
1618_1_015.xhtml
1618_1_016.xhtml
1618_1_017.xhtml
1618_1_018.xhtml
1618_1_019.xhtml
1618_1_020.xhtml
1618_1_021.xhtml
1618_1_022.xhtml
1618_1_023.xhtml
1618_1_024.xhtml
1618_1_025.xhtml
1618_1_026.xhtml
1618_2.xhtml
1618_2_001.xhtml
1618_2_002.xhtml
1618_2_003.xhtml
1618_2_004.xhtml
1618_2_005.xhtml
1618_2_006.xhtml
1618_2_007.xhtml
1618_2_008.xhtml
1618_2_009.xhtml
1618_2_010.xhtml
1618_2_011.xhtml
1618_2_012.xhtml
1618_2_013.xhtml
1618_2_014.xhtml
1618_2_015.xhtml
1618_2_016.xhtml
1618_2_017.xhtml
1618_2_018.xhtml
1618_2_019.xhtml
1618_2_020.xhtml
1618_2_021.xhtml
1618_2_022.xhtml
1618_2_023.xhtml
1618_2_024.xhtml
1618_2_025.xhtml
1618_2_026.xhtml
1618_2_027.xhtml
1618_2_028.xhtml
1618_2_029.xhtml
1618_3.xhtml
1618_3_001.xhtml
1618_3_002.xhtml
1618_3_003.xhtml
1618_3_004.xhtml
1618_3_005.xhtml
1618_3_006.xhtml
1618_3_007.xhtml
1618_3_008.xhtml
1618_3_009.xhtml
1618_3_010.xhtml
1618_3_011.xhtml
1618_3_012.xhtml
1618_3_013.xhtml
1618_3_014.xhtml
1618_3_015.xhtml
1618_3_016.xhtml
1618_3_017.xhtml
1618_3_018.xhtml
1618_3_019.xhtml
1618_3_020.xhtml
1618_3_021.xhtml
1618_3_022.xhtml
1618_3_023.xhtml
1618_3_024.xhtml
1618_3_025.xhtml
1618_3_026.xhtml
1618_3_027.xhtml
1618_3_028.xhtml
1618_3_029.xhtml
epilogo.xhtml
epilogo_001.xhtml
epilogo_002.xhtml
epilogo_003.xhtml
apendice.xhtml
Biblia_del_Diablo.xhtml
camino_a_la_guerra.xhtml
colofon.xhtml
agradecimientos.xhtml
fuentes.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml