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El fragmento de pergamino no hubiese tenido el menor significado para cualquiera que no estuviera relacionado con el archivo secreto del Vaticano. Sin embargo, una persona que durante los últimos años se había dedicado a realizar una completa reestructuración del archivo por encargo del papa Pablo V, con el fin de volverlo aún más indescifrable, había comprendido en el acto lo que significaban las columnas de cifras: una ubicación en un archivo.
Alguien que no pasara todo el día rodeado de tratados, decretos y bulas tal vez no hubiera reconocido una nota del papa Urbano VII en los garabatos escritos a mano tras las coordenadas, un papa que, sorprendentemente, en septiembre de 1590 había muerto tras un brevísimo pontificado de solo doce días. Esto último no hubiese resultado muy extraño de no ser por los rumores e incoherencias relacionados con la muerte del pontífice. De momento, la defunción del papa Urbano seguía siendo un enigma oficial.
El texto de la breve nota no le hubiera llamado la atención a nadie, a excepción del padre Filippo Caffarelli. Reverto meus fides!: Tú me has devuelto la fe.
¿Qué le había devuelto la fe al papa Urbano? ¿O quién?
Y la pregunta más importante: ¿tendría el poder de devolverle la fe al padre Filippo?
—No estás prestando atención —dijo la joven, y le pegó un cachete juguetón.
—Perdona —dijo el padre Filippo y volvió a lo suyo.
Que no se concentraba en su actividad resultaba innegable; notó que las manos de la joven se clavaban en las suyas y sospechó que sus movimientos no hubieran tardado en detenerse si, tras la última advertencia, ella no hubiese tomado la iniciativa; oyó sus jadeos y vio su rostro sudoroso sin verlo realmente.
¿Quién no perdería la fe en una época como esa, en la que un archiduque católico se aliaba con ciudades protestantes para arrebatarle la corona de Bohemia a su hermano, una corona que desde hacía siglos era decisiva para la elección del siguiente emperador? ¿Quién no desesperaría del propio imperio al pensar en todos los años durante los que el emperador Rodolfo había llevado la corona, un hereje que había renegado de todas las religiones, que realizaba experimentos antinaturales en su laboratorio secreto y reunía a su alrededor astrólogos, charlatanes y alquimistas herejes? ¿Y quién no enloquecería con su Iglesia cuando su supremo pastor no se afanaba en volver a unir la dividida cristiandad y en cambio se dedicaba por completo a sus tres proyectos: el archivo secreto, la reconstrucción de la fachada de la basílica de San Pedro y el reparto de prebendas eclesiásticas entre los miembros de su familia?
—Esto no conduce a nada —dijo la joven, que detuvo sus movimientos rítmicos y bajó las manos. Avergonzado, Filippo se apartó—. Piensas demasiado —dijo ella, cambió de posición ante la mantequera, agarró el mazo y empezó a trabajar de nuevo. Filippo contempló sus manos y calló—. Y cada vez estás peor.
—Quería ayudarte, de verdad.
—Ayúdate a ti mismo y dime qué te aflige.
—¿Alguna vez has oído hablar de la Biblia del Diablo?
—¿De qué…?
Filippo suspiró.
—No he oído hablar de ella, pero estoy convencida de que ha de existir algo así. Si el de allí arriba hizo escribir un libro sobre Él, ¿por qué no habría de hacerlo el de abajo?
—Resulta chocante, Vittoria, que alguien en cuya familia hay un Papa vivo y también un cardenal diga semejantes cosas.
—Pues justo en dichas circunstancias hay mucho que aprender.
Vittoria Caffarelli dejó de batir la mantequilla y contempló a Filippo, su hermano menor, el benjamín, tras el velo formado por sus largos cabellos sueltos.
—Sobre todo si uno se encarga del hogar del cardenal. ¿Por qué no se lo preguntas a él, a nuestro hermano mayor?
—¿A Scipione? —dijo Filippo, negando con la cabeza.
—¿Por qué tiene tanta importancia esa Biblia del Diablo? Si la encuentras, seguro que resultará ser una estúpida falsificación de un monje de hace cuatrocientos años y ni siquiera valdrá dinero.
—¿Cómo lo sabes? —exclamó Filippo, entornando los ojos—. Eso de los cuatrocientos años.
—No lo sé en absoluto —replicó Vittoria, riendo—, solo he mencionado una cifra al azar.
—La Biblia del Diablo fue creada hace cuatrocientos años. Y el papa Urbano la ha buscado.
—No debe de haber dedicado mucho tiempo a la búsqueda.
—Creo que precisamente esa búsqueda le costó la vida.
—Pues lo que yo creo es que se murió al ver los abismos de inmundicia en los que en gran parte consiste el Vaticano.
Filippo se preguntó si, de haber tenido una hermana mayor menos cínica, no se habría ahorrado el destino de ser el dubitativo frente a la Iglesia católica. Vittoria y él eran los últimos de la larga lista de hermanos Caffarelli. Después de que los dos niños que los precedieron no superaran la edad de la lactancia, la diferencia de edad entre ellos dos y los demás hermanos era muy grande y, en el caso del cardenal arzobispo Scipione Caffarelli, era de diez años: una distancia considerable que, sin embargo, quizás habría sido superable si todos los afectados lo hubieran intentado con más afán. Pero ello no ocurrió y los dos hermanos más jóvenes formaban una estrecha unión, pues ya de niños intuyeron que un día su existencia dependería de su capacidad de servir a todos los demás de un modo u otro.
Vittoria se había convertido en el ama de llaves de Scipione y Filippo en un párroco sin parroquia en la diócesis de su hermano mayor, al que le encargaban todas las ocasionales tareas en el interior del Vaticano mediante las cuales Scipione Caffarelli pretendía medrar. Scipione era la gran sombra en la vida de Filippo, un hosco monumento a la firmeza de la fe, la intolerancia y el fanatismo católico en medio de cuya oscuridad húmeda y gélida Filippo había montado su hoguera personal y en la cual ardía.
—He averiguado que el papa Urbano estaba firmemente convencido de que, mediante la Biblia del Diablo, lograría superar el cisma de la Iglesia. El libro debía de contener algo que hacía que uno se desprendiera de cualquier duda…
—Pobre hermanito. Deberías saber que la fe no proviene del exterior, tú que todos los días te enfrentas a las lecciones impartidas por el Papa y otros dignatarios de la Iglesia.
Filippo se encogió de hombros. Ni siquiera confiaba lo bastante en su hermana como para confesarle que en su alma se había abierto un agujero en el lugar que debería ocupar su fe y que allí solo había negrura. Esa clase de agujero clamaba por ser llenado desde el exterior.
—¿Qué más has averiguado?
—Que los protocolos acerca de la muerte del papa Urbano no encajan del todo. Pero nada más.
—¿Qué pone en los protocolos de la guardia suiza?
Filippo la miró fijamente.
—La guardia suiza —insistió Vittoria—. Esos individuos que parecen pavos reales, con sus largas alabardas y ese deje…
—¡Vittoria!
Filippo detestaba convertirse en blanco del cinismo de su hermana. Ella carraspeó y volvió a coger el mazo.
—Esos individuos lo saben todo —insistió, sin dejar de batir la mantequilla—. Pero no lograrás sonsacarles nada, solo dicen algo si los sometes a presión.
—¿Cómo podrías presionar a la guardia suiza?
—Todos tienen algo que ocultar.
—La guardia suiza, no.
—Pues entonces ya has descubierto un punto flaco.
Filippo besó a su hermana en la frente.
—¿Por qué trabajas y cocinas para nuestro hermano mayor? —preguntó—. Eres la más inteligente de todos nosotros.
Vittoria lo miró con afecto.
—Demasiadas veces he visto cómo te manipula Scipione —dijo mientras le acariciaba—. Lo hace mediante la fe. ¿Lo recuerdas?
—Sí —contestó Filippo en tono ahogado.
—Un día —dijo ella—, cobraré valor y mezclaré una libra de raticida en su comida. Este es el único y verdadero motivo por el que cocino y trabajo para él.