5
El cardenal Melchior tenía la sensación de que los acontecimientos que lo rodeaban eran como un torrente y él trataba de agarrarse a una roca para que no lo arrastrara.
—¡Ya he informado a Andrej! —exclamó, resollando.
—Creí que estabas en Viena, celebrando el tratado de paz con Venecia.
Melchior cogió a Cyprian del manto.
—¡No hay tiempo que perder!
—Llevas la cabeza descubierta —señaló Cyprian—. Pillarás un resfriado.
—Me importa un bledo el resfriado —replicó Melchior—. Hay cosas peores y también me importa un bledo la paz con Venecia: si ahora fracasamos resultará inútil.
Cyprian calló. Melchior devolvió la mirada de los ojos azules y fríos de su sobrino y se serenó. Se percató de que aún aferraba a Cyprian del manto y lo soltó; la pesada tela estaba arrugada. Melchior le dio unas palmaditas intentando alisarla y de pronto se dio cuenta de que debía alzar la vista para contemplar a su sobrino.
—La primera vez que luchamos contra la Biblia del Diablo tenía la misma edad que tú tienes ahora —dijo.
—Sí. Y hoy me siento tan viejo como tú parecías en aquel entonces.
—No quería que tuviéramos que volver a cargar con este peso. Si lo hubiera previsto…
—Sabíamos perfectamente que solo habíamos ganado una batalla, no la guerra. Lo único que podemos hacer es luchar, eso es todo.
—Ahora somos los guardianes de la Biblia del Diablo, Cyprian, ¿no te das cuenta? ¡Ya que Wolfgang Selender no reemplazó a los siete custodios, ahora nos toca a nosotros!
Melchior notó que Cyprian lo había comprendido y también que su sobrino aún no lo había asumido. Cuando hacía escasas semanas partieron de Braunau y fue consciente de lo que ocurría, él, el cardenal Khlesl, sintió como si una montaña de hielo se precipitara en su alma. No les había dicho nada a los otros dos, confió en que no se verían obligados a repetir el papel que ya habían desempeñado en su día, pues a pesar de todo la Biblia del Diablo estaba a buen recaudo en el convento de Braunau. O al menos eso fue lo que supuso.
—Pasa, tío Melchior, y entra en calor. Iré a dar una vuelta y luego regresaré.
—¡No tenemos tiempo, Cyprian!
Cyprian desvió la mirada. Melchior miró en la misma dirección y vio una pareja cogida del brazo que recorría la nevada callejuela y se acercaba a la casa de Cyprian. Melchior oyó risitas femeninas; el rostro de Cyprian se crispó al tiempo que procuraba ver el rostro de la mujer, que quedaba oculto por la capucha. La pareja pasó junto a ellos, avanzó calle abajo y se perdió en la penumbra del atardecer. Melchior observó a su sobrino.
—¿A quién buscas?
—A Alexandra.
Melchior asintió con la cabeza.
—Se está independizando, muchacho. Piensa en ti y en Agnes, vosotros dos empezasteis más temprano que…
—Muy bien, pues entra y explícaselo a Agnes —lo interrumpió Cyprian con una débil sonrisa—. Quizá dará crédito a la sabiduría de la madre Iglesia y del padre cardenal.
—¿Es grave? —preguntó Melchior.
—No sé nada. Eso es lo grave, ¿verdad?
—Tú y Andrej debéis dirigiros a Braunau lo antes posible, Cyprian.
Su sobrino dejó de mirar en la dirección en la que había desaparecido la pareja. Su silencio impulsó a Melchior a seguir hablando.
—Puedo proporcionaros media docena de hombres de confianza; ya se preparan para partir y en dos horas podéis poneros en marcha.
—Dentro de una hora habrá caído la noche, tío —dijo Cyprian en el mismo tono en que le hubiera preguntado si le apetecía otra copa de vino—. Habrán cerrado las puertas.
Melchior miró en torno. De pronto se sintió como un necio, fue consciente de que un viento frío le agitaba los cabellos blancos y le causaba dolor de cabeza, que se había envuelto en un manto demasiado ligero, que tenía las botas mojadas y que, tras recibir la noticia hacía más de una hora, había echado a correr por todo su palacio como una gallina sin cabeza, luego se dirigió a toda prisa a casa de Andrej y por fin hasta allí, jadeando y cojeando, un anciano presa del pánico. Tragó saliva y volvió a tomar aire.
—Entremos. Te lo explicaré —dijo.
Cyprian negó con la cabeza.
—Enseguida vuelvo.
—En cualquier momento Andrej…
—Andrej también sabe entrar en casa. Sentaos ante la chimenea y animad a mi mujer, me reuniré con vosotros lo antes posible.
—Comprendo que hoy ya no podáis emprender viaje, ¡pero mañana debéis partir en cuanto abran las puertas de la ciudad!
—De acuerdo, hablaremos de ello, pero no ahora.
Melchior notó que su sobrino le estrechaba la mano y se alejaba. El cardenal lo agarró de la punta del manto.
—Ya no está a buen recaudo, Cyprian —susurró.
—¿Acaso lo estuvo alguna vez? —preguntó el hombre, volviéndose de mala gana.
—Wolfgang y los monjes ya no se encuentran en Braunau. Una paloma mensajera me trajo un mensaje. En la corte aún no saben nada del asunto, creen que están asediando al abad. Pero ya no pudo defender el convento; emprendió la fuga esta mañana y tal vez en este momento estén saqueando el convento.
—¿Y el códice?
—Espero que lo haya llevado consigo.
—¡Maldición! —dijo Cyprian.
—¿Ahora entrarás conmigo?
—Más tarde —respondió Cyprian.
Melchior notó que las dudas lo atenazaban; no habría sido el que el viejo cardenal creía que era si en ese momento no hubiese optado por su familia.
—Descorcharé el vino más caro de tu bodega —lo amenazó Melchior, procurando hablar en tono ligero.
—No te comas el corcho —advirtió Cyprian mientras ya se alejaba.
Melchior Khlesl siguió a su sobrino con la mirada. No le agradaba volver a someterlo a presión y, no por primera vez, reflexionó acerca de cuánta verdad albergaba el dicho de que uno acababa pareciéndose al diablo si se involucraba con él… aunque en realidad hiciera todo lo posible por combatirlo.
Cyprian dobló la esquina, un hombre de anchos hombros vestido de oscuro que nunca comprendería del todo que irradiaba una honradez que debido a su serenidad parecía aún más auténtica y que en el fondo todos cuantos apreciaban la sinceridad, la seguridad y la lealtad se sentían atraídos por él. De pronto el viejo cardenal alzó la mano y saludó a su sobrino.
No volvería a verlo con vida.