14

Antaño, cuando sus padres la llevaron a Praga en contra de su voluntad para separarla de Cyprian, Agnes se había negado a perder la esperanza. Confió en que él acudiría en el último momento y la rescataría, incluso cuando ya estaba sentada en el carruaje. Ahora intentaba conservar la misma confianza, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. La diferencia consistía en que en aquel entonces aún no se había visto obligada a admitir que incluso alguien como Cyprian Khlesl debía capitular frente al destino y no siempre podría cumplir sus promesas. Agnes se mantuvo erguida y realizó los gestos adecuados, pero en su fuero interno el terror no dejaba de aumentar a cada instante que transcurría. En algún momento tenían que llegar noticias… o el propio Cyprian. Solo pensarlo le causaba tanto horror que la espera era casi tan insoportable como su imaginada llegada. ¿Qué haría si ante la puerta aparecía un desconocido haciendo girar su sombrero entre las manos con expresión tímida y le comunicaba que…? ¿Y si a sus espaldas había un carro en la calle que solo contenía un cuerpo envuelto en un sudario? Al mismo tiempo recordaba cosas que aún quería discutir con Cyprian y se preguntaba qué opinaría acerca de esto o aquello, y tras escasos instantes un torrente de sensaciones se adueñaba de ella, oscilando entre un insoportable dolor porque ya no estaba vivo y la salvaje esperanza de que todos sus temores solo fueran producto de su imaginación.

—Todavía no hay noticias —dijo Alexandra que, demudada y pálida de miedo, parecía diez años más joven.

Agnes estaba sentada ante la mesa como una muñeca articulada y ni siquiera sus dos hijos osaban acercarse a ella. Ella misma se sentía como un fantasma, como la sombra de un ser vivo cuya alma amenazaba con romperse en pedazos.

—Recibimos una noticia —susurró.

—Solo la oíste tú, nadie más.

—Tú la oíste.

—No oí nada —replicó Alexandra. Agnes no tuvo fuerzas para afearle la mentira.

—¿Cuándo regresará padre, Alexandra?

Al ver que el pequeño Melchior cogía la mano de su hermana se le partió el corazón. Alexandra tragó saliva.

—Pronto —dijo—, muy pronto.

—¿Lo prometes?

La muchacha no contestó. Su mirada se clavó en la de su madre. «Díselo tú —clamaba—. Diles que su padre regresará pronto porque decirlo es tu deber. Dilo para que yo también pueda oírlo». Agnes captó el mensaje, pero fue incapaz de reaccionar.

Alguien carraspeó junto a la puerta del salón. Agnes oyó un intercambio de palabras en voz baja. De pronto se dio cuenta de que había llegado el momento que había esperado y al mismo tiempo temido. Clavó los dedos en la falda de su vestido y, con cada fibra de su ser esperó que enseguida entrara uno de los criados y dijera que el dueño de la casa acababa de llegar. El instante se volvió eterno y alzó la vista cuando Alexandra se colocó a su lado.

—Alguien ha llegado con noticias, madre —expuso Alexandra en tono angustiado—. ¿Quieres que…?

Una voz interior le dijo a Agnes que recibir esa noticia no le correspondía a su hija y se enderezó. El criado, que había entrado en el salón, retrocedió un paso y su temor aumentó cuando comprendió que el recién llegado no podía ser Andrej, porque este habría subido al salón en el acto. Y si las noticias eran las que Agnes temía y no era su hermano quien las transmitía, entonces algo también debía haberle sucedido a él.

—¿Está abajo? —preguntó, y era como si cada letra se le clavara en la garganta. Entonces vio que el criado en realidad era uno de los escribientes.

—En la agencia, señora Khlesl.

—Iré de inmediato —dijo ella.

El escribiente asintió y se marchó. Agnes logró enfrentarse a la mirada de Alexandra. Expresaba el miedo de quien estaba a punto de verse obligado a abandonar una ilusión sostenida con gran esfuerzo. Le tendió la mano y su hija la presionó.

—¿Ha vuelto padre? —preguntó el pequeño Melchior.

Alexandra cerró los ojos y una lágrima se derramó por su mejilla.

—Quedaos aquí arriba —dijo Agnes.

Se encaminó a la puerta; ni siquiera un reo que se dirigiera al patíbulo podría haber sentido un pavor tan grande como el suyo. Cuando alcanzó el pie de la escalera oyó pasos apresurados que la seguían.

—He dicho que os quedéis en el salón.

—Los niños se quedarán arriba. Yo te acompaño —dijo Alexandra.

Agnes no fue capaz de contradecirla. Alexandra le cogió la mano y ambas enfilaron hacia la agencia, donde desde hacía dos días reinaba un extraño silencio y cuyos ocupantes solo se atrevieron a contemplarlas bajando los párpados. Nadie había proclamado que la dueña de la casa estaba convencida de que su marido había perdido la vida, nadie había mencionado a Cyprian durante los dos últimos días, ni siquiera por casualidad; sin embargo, todos sabían lo que sentían Agnes y Alexandra. Adam Augustyn, el jefe de los contables, constató que debía interrumpir un asiento porque la pluma le temblaba entre los dedos y, debido a una gota que de pronto cayó en la hoja, la exitosa venta de un rollo de lana inglesa se convirtió en un borrón negro.

Una figura envuelta en gruesas prendas estaba sentada en un banco junto a la entrada; daba la impresión de haber pasado días enteros recorriendo caminos nevados a pie. A su lado reposaba un cuenco de sopa humeante, intacto. Agnes avanzó arrastrando los pies, con la mano helada de Alexandra en la suya, y se detuvo ante la figura que parecía haberse quedado dormida debido al agotamiento. Era una persona vieja y encorvada y por algún motivo ignoto le evocó la imagen del cardenal Melchior. Agnes nunca había confiado del todo en él, pero ambos habían hecho las paces. Sabía lo mucho que apreciaba a Cyprian, aunque nunca había tenido el menor inconveniente en aprovechar el mutuo aprecio de ambos de un modo implacable. El cardenal se derrumbaría si Cyprian… Y repentinamente comprendió que si algo le había sucedido a su marido era a causa de una misión que le había encargado el cardenal.

—Soy Agnes Khlesl —dijo, con la sensación de quedarse sin aliento.

La figura hizo un lento movimiento, alzó la cabeza, una capucha y varios paños de lana se deslizaron a un lado y al principio el rostro que apareció le resultó totalmente desconocido, hasta que la figura de pronto estalló en sollozos, se puso de pie y cayó en brazos de Agnes.

—¡Ay, hijita! —balbuceó la figura—. ¡Ay, hijita…!

«¿Por qué ella, precisamente?», pensó Agnes al tiempo que la sostenía; casi no sentía las piernas y soltó la mano de Alexandra.

«¿Cómo lo sabe?», se preguntó luego, aferrando el manto y los paños mientras la mujer ocultaba el rostro contra su hombro, sollozando. Agnes aún no lograba tomar aliento y tenía la vista nublada.

Entonces notó que algo sepultado bajo veinte años de vida volvía a despertar: una sensación no de consuelo pero sí de ser comprendida, una transmisión no de fuerza pero sí de la certeza de que había que soportar el dolor, una evidencia no de la fe en Dios pero sí de la creencia que la vida sencillamente continuaba. Era un vínculo como el que existía entre madre e hija, un vínculo que Agnes jamás había sentido con su propia madre y de la que siempre supo que eso que ella misma no poseía nunca podría habérselo transmitido a Alexandra. Durante un instante el temor por Cyprian dio paso a la pena debido al hecho de que la dureza de corazón de su propia madre se vengaba en la hija de Agnes y podría haber llorado por Alexandra si hubiese tenido fuerzas para llorar.

—Leona —susurró Agnes, y abrazó a la desesperada doncella.

La mujer tardó tanto tiempo en calmarse que el jefe de los escribientes se acercó y preguntó si podía ser de ayuda. Agnes negó con la cabeza, muda, y Alexandra le dirigió una sonrisa trémula. Ayudada por su hija, Agnes logró que la anciana volviera a tomar asiento en el banco. En la agencia el ambiente estaba lo bastante caldeado como para que los escribientes pudieran trabajar sin guantes. Agnes le quitó a la recién llegada el manto y los paños de lana y, al ver el delgado atado de ramitas secas en el que se había convertido su doncella, se asustó. La casi esquelética anciana irradiaba un calor que Agnes percibió incluso a cierta distancia y le apoyó una mano en la nuca: la mujer ardía de fiebre.

Agnes tardó aún más en comprender que Leona no había acudido debido a una suerte de presentimiento sobrenatural y con el fin de consolarla.

—¡Necesito tu ayuda, hijita! —dijo Leona entre sollozos—. ¡La tuya y la de tu marido!

Hubo un tiempo, que parecía haber sido hacía mil años, en que Leona le había dicho a Agnes que ella y Cyprian tal vez solo dispondrían de una única hora para estar juntos, y que uno podía tener toda una vida en una hora semejante. Después la instó a iniciar dicha hora. Leona siempre había estado segura de que Cyprian haría lo correcto y que rescataría a todas las doncellas de las fauces del dragón.

Alexandra se dispuso a tomar la palabra, pero Agnes meneó la cabeza.

—¿Qué ha pasado?

—Mi hija… mi Isolde… ¡Me han quitado a mi hija!

—¿Qué?

—Ella no sabe lo que hace. ¡Oh, Señor, protege a mi hija! Ay, Agnes, ayúdame, ayúdame…

Agnes tragó saliva y acarició el rostro empapado en lágrimas, arrugado y enrojecido por el frío; notó que tenía la piel ardiendo y pensó que nadie podía estar tan abrasado por la fiebre y seguir vivo. Agnes clavó la vista en los pies de Leona envueltos en paños. ¿Había caminado desde Brno hasta Praga? ¿Un trecho de al menos seis o siete días andando? ¿A través del invierno y las tormentas?

—Te llevaremos arriba —dijo en tono suave. Leona se aferró a ella.

—¿Dónde está Cyprian?

—Está de viaje —respondió Agnes, haciendo un esfuerzo sobrehumano.

La anciana se desplomó.

—Dime qué ha ocurrido, Leona. ¿Le ha pasado algo a Isolde?

Al principio con vacilación y después cada vez más atropelladamente, Leona desveló una historia que durante unos momentos hizo que Agnes olvidara el temor paralizante por Cyprian. Era una historia tan miserable como la escrita por la vida misma y Agnes creyó hasta la última palabra. Ella había conocido la maldad de la que eran capaces los seres humanos: la realidad no dejaba de superar todo lo que uno fuera capaz de imaginar. Las palabras de Leona plasmaron las imágenes de los acontecimientos.

Se vio a sí misma como Leona, regresando a casa del mercado. La pequeña casita cerca de las murallas que ocupaba junto con Isolde estaba desierta. La joven tenía absolutamente prohibido abandonar la casa sin Leona. La anciana siempre temía que la belleza de la muchacha, aunada a la ingenuidad de una criatura que seguía siendo una niña de cinco años, acabaría por destruirla si nadie cuidaba de ella. Isolde no sentía esa prohibición como un encierro, Leona estaba tan convencida de ello como podía estarlo respecto de los sentimientos de la joven, y eso siempre suponía cierta incerteza. Pero Leona estaba plenamente convencida de que todo ello solo redundaba en bien de la muchacha. Isolde tenía la costumbre de permanecer sentada junto a la ventana y mirar a la calle. Si uno le decía que en algún momento acudirían visitas u ocurriría algo interesante al otro lado de la ventana, Isolde se conformaba con aguardar a que sucediera. Así se conformaba con pasar día enteros junto a la ventana. Aguardar que sucediera el acontecimiento anunciado parecía despertar un interminable cosquilleo en su apenas desarrollado raciocinio.

Pero Isolde no estaba sentada junto a la ventana de la habitación de la planta baja y tampoco se encontraba en la alcoba compartida del piso de arriba. Había desaparecido. Leona tampoco la halló en ninguna de las plazas de la ciudad a las que las dos solían acudir, ni en el asilo del que la había rescatado. Los vecinos no la habían visto. Era día de mercado y quienes estaban en casa se encontraban atareados en almacenar provisiones o en cocinar. Solo una cosa parecía clara: Isolde debía de haberse marchado voluntariamente. Era incapaz de hablar con sensatez, pero sí podía gritar si algo que no encajaba con su carácter de costumbre tolerante, y cuando chillaba a voz en cuello los guardias apostados en las murallas empezaban a buscar tártaros al ataque con la vista.

Leona tardó tres días en recibir noticias. Trató de hablar con el corregidor y después con el prefecto, pero ninguno de los dos la recibió. El tercer día un par de hombres irrumpieron en la casa de Leona sin aviso previo. El instinto le aconsejó que huyera, pero un hombre vigilaba la salida de atrás y la obligó a regresar a la habitación, donde entre tanto una mujer con el rostro cubierto de un velo se había unido a los hombres. Le mostraron una de las joyas baratas de Isolde para demostrarle que la tenían en su poder.

—Debes detestarme, hijita —susurró Leona, temblando tan violentamente que los dientes le castañetearon.

Agnes la abrazó.

—No, claro que no. ¿Por qué habría de hacerlo?

Leona tuvo que hacer un esfuerzo para seguir hablando.

—Porque te traicioné —soltó por fin.

Agnes y Alexandra intercambiaron una mirada de desconcierto.

—La mujer me dijo que a Isolde no le ocurriría nada. Que solo era una prenda por mi… colaboración.

—¿Qué colaboración?

—Empezaron por interrogarme sobre Praga, sobre la época en la que yo vivía aquí. Después se marcharon. La mujer dijo que regresarían y que Isolde volvería conmigo en cuanto les hubiera dicho todo.

—¿Todo? ¿Todo sobre qué?

—Vinieron de nuevo al cabo de un par de semanas, justo cuando empezaba a enloquecer de desesperación. Tuve que volver a contestar a sus preguntas.

—¿Una vez más sobre Praga?

—No, sobre… sobre… ¡el cardenal!

—¿Cuándo empezó todo eso? —se inmiscuyó Alexandra.

—¡Hace casi un año! —respondió Leona, sollozando—. La nieve empezaba a derretirse.

—¿Qué? ¿Hace un año? ¡Dios mío! ¿Y por qué has tardado tanto en venir?

—Porque me dijeron que le harían daño a Isolde si los delataba. Y entonces… entonces…

—¿Qué?

—Una vez me mostraron un paño. Había algo envuelto en él. Tuve que desenvolverlo. Vi la sangre seca… y entonces… ¡era un dedo, Virgen Santa, un dedo cortado!

Alexandra sintió náuseas; Agnes hizo un gesto nervioso.

—No era de Isolde, pero ellos me dijeron que si los delataba la próxima vez sería uno de ella y yo… yo… no podía dejar de pensar a quién le pertenecería. Era tan pequeño… tan delgado… era de una niña.

En la mirada que Agnes y Alexandra intercambiaron ardía la ira. Leona sollozaba.

—¡Dios mío, Dios mío, no pude dejar de pensar de quién sería el dedo!

—¿Por qué no nos enviaste un mensaje con Andrej? Él siempre te visitaba en Brno, ¿verdad?

Leona meneó la cabeza con semblante desesperado.

—No me atreví. Fingí no estar en casa cuando Andrej llamó a la puerta.

—Leona —dijo Agnes—, mírame, Leona. ¿Quién crees que son esas personas?

—No lo sé. Al principio supuse que estaban relacionadas con los estamentos protestantes, puesto que me interrogaron sobre el cardenal. En Moravia la hostilidad entre católicos y protestantes no es tan abierta como en Bohemia, pero el odio existe.

—¿Y ya no crees eso? —quiso saber Agnes.

Y en el mismo instante, Alexandra preguntó:

—¿Qué te ha impulsado a venir precisamente ahora?

Madre e hija se contemplaron. Agnes reconoció una dureza en su hija que solo podía haber heredado de su padre. Cyprian siempre fue capaz de hacer preguntas que iban directamente al grano. La compasión que Agnes sentía por Leona, que había ocupado el puesto de su madre, era demasiado grande para permitirle pensar con claridad. Y entonces volvió a invadirla el horror al pensar en Cyprian y la respuesta de Leona se confundió con el torbellino que barría su mente.

—Porque ella… porque ella… porque al final ella me hizo preguntas sobre vosotros. Quería saberlo todo. Perdóname, hijita, perdóname. ¡Os he traicionado!

—¿Qué? —dijo Agnes con voz casi inaudible.

—Tenía tanto miedo por Isolde…

—¿Sobre nosotros? —preguntó Alexandra—. ¿Te interrogó acerca de nosotros?

—Acerca de ti, pequeña Alexandra… y acerca de los niños… y Agnes… Cyprian… Andrej…

—¡Dios mío! —exclamó Agnes sin comprender del todo lo que significaban las palabras de Leona. Solo sabía que el frío que la atenazaba no hacía sino aumentar—. ¡Dios mío!

—¿Por eso has venido a vernos? ¿Para decirnos que ella te hizo preguntas sobre nosotros?

El tono de Alexandra sobresaltó a Leona y durante un momento Agnes sintió la necesidad de proteger a su vieja doncella frente a su propia hija.

—No —contestó la anciana con voz débil—. He venido porque desde principios de otoño no he vuelto a ver a la mujer velada ni a sus compinches, y porque el día de Navidad, en los bosques al norte de Brno, volvieron a encontrar a una joven muerta y… —La anciana volvió a sollozar, exhausta—. Y porque creo que los asesinatos y la misteriosa mujer están relacionados… y que Isolde… que ya no necesitan a Isolde y tampoco me necesitan a mí… —añadió, aferrándose a Agnes—. ¡Ayúdame, hijita, ayúdame! ¡Cyprian debe encontrar a mi Isolde!

De pronto el peso de la anciana que sostenía entre los brazos pareció aumentar y Agnes clavó la mirada en el viejo rostro. Tenía los ojos empañados y los labios azules. Trató de enderezarla, pero el cuerpo laxo se deslizó de sus manos y ambas cayeron al suelo. Agnes sostenía a la vieja doncella inconsciente entre sus brazos, una imagen de la Piedad que había cobrado vida.

—¿Leona…? —preguntó Agnes, y zarandeó el cuerpo inmóvil. De pronto notó que algo había cambiado. Abandonó los intentos de reanimarla y contempló a Alexandra, que no se había separado de ellas.

La joven mantenía la vista clavada en la entrada de la agencia. Una corriente de aire frío rozó a Agnes; los escribientes y los contables —que hasta ese momento habían simulado estar sumidos en su tarea— también dirigían la mirada hacia allí. Agnes depositó el cuerpo de Leona en el suelo, se puso de pie y se acercó a Alexandra alzando una mano para ordenar a alguien que trasladara a la anciana a la planta superior.

Entonces olvidó a Leona, olvidó a Alexandra y olvidó el lugar donde estaba. Miró hacia fuera y supo que todo aquello por lo cual había vivido había acabado y que nunca podría explicar su dolor a nadie, que ninguna certeza de que había que soportar las adversidades conseguiría reducir ese dolor, y que ninguna creencia en que la vida continuaba haría continuar la suya.

En la entrada se alzaba una figura cubierta de fango y mugre, con las ropas hechas jirones y los cabellos revueltos. Era Andrej, solo y con las mejillas bañadas en lágrimas.

El guardián de la Biblia del Diablo
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