22
—Ya creí que esos entrarían aquí —gimió Alexandra.
—No —dijo Wenzel, y desde su escondite observó las maniobras del carruaje con expresión desconfiada—. Lo único que no comprendo es por qué fue mi padre en busca de los planos y no el tuyo. Y tampoco entiendo dónde se ha metido mi padre.
Se oyó un ruido y el muchacho se volvió abruptamente. En medio de la oscuridad de la vieja ruina y el tenue brillo del candil vio una sombra que entraba por el hueco de una ventana y se abalanzaba sobre ellos. Soltando un grito de espanto se puso de pie y arrastró a Alexandra consigo. Lo primero que se le ocurrió fue huir con ella a través de la puerta, pero lo único que consiguió fue chocar de espaldas contra la pared. Alexandra tropezó y cayó contra él, la sombra apartó el candil con el pie, este rodó hacia la escalera de la bodega desparramando chispas y cayó por los peldaños, tintineando y traqueteando. La sombra se volvió hacia ellos, Wenzel se apartó de la pared y miró en torno presa del pánico. Allí estaba la puerta. Agarró a Alexandra de la cintura, la alzó y se lanzó hacia el hueco salvador. Fuera, el carruaje del cardenal seguía maniobrando. Debido al susto, lo único que se le ocurrió era que el cardenal Khlesl le prestaría ayuda contra el atacante. La sombra los persiguió.
—¡Cuidado! —gritó Wenzel al tiempo que huía por la puerta.
Alexandra encogió la cabeza, chocó contra el marco de la puerta con el hombro y soltó un quejido. Wenzel se tambaleó hasta la plaza y al tropezar con algo perdió el equilibrio. De pronto un pie se interpuso entre sus piernas y se precipitó contra el empedrado. En el último instante se retorció de manera que Alexandra aterrizara sobre él. El golpe le impedía respirar, dos puños se interpusieron entre él y la joven y los separó violentamente, entonces él alzó los suyos para defenderse.
—¡¿Qué diablos…?! —exclamó una voz conocida.
—¡Sí, qué diablos! —dijo otra, todavía más conocida.
Wenzel notó que le ayudaban a ponerse de pie, alguien le golpeó la espalda y entonces vio el rostro preocupado de su padre.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, muy bien —dijo Wenzel, soltando un gemido y procurando tomar aire.
Al parecer, Alexandra había decidido que el ataque era la mejor defensa. Mientras Wenzel empezaba a considerar las conclusiones que su padre podría sacar por haberlos encontrado a los dos en la casona en ruinas —a solas—, ella se volvió y gritó:
—¿Cómo se os ocurre asustarnos así?
Cyprian Khlesl extendió los brazos.
—La próxima vez primero pediremos permiso —replicó con una sonrisa irónica.
Alguien apoyó la mano en el hombro de Wenzel y entonces vio el rostro del cardenal.
Wenzel siempre había considerado que el flaco tío abuelo de Alexandra era un anciano simpático con un seco sentido del humor y que de vez en cuando soltaba comentarios sarcásticos, pero se asustó al ver la ira brillando en su mirada.
—¿Qué hacíais ahí dentro? —espetó Melchior Khlesl.
Wenzel intercambió una mirada con Alexandra. Sabía que había llegado el momento de sacrificarse por segunda vez, pues hacer averiguaciones sobre Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz para Alexandra había supuesto eso: un sacrificio… aunque no logró averiguar nada, porque el hombre parecía ser una sombra viviente.
—La culpa es mía —dijo.
—En primer lugar, eso es mentira y en segundo lugar, no responde a mi pregunta —respondió el cardenal en tono seco.
Wenzel dirigió una mirada a su padre pidiendo ayuda, pero Andrej se limitó a alzar las cejas: él también parecía esperar una respuesta.
—¿Insinuáis que la culpable soy yo? —preguntó Alexandra alzando la voz. Wenzel admiró su descaro.
—Refrénate jovencita —gruñó Cyprian.
Alexandra se volvió bruscamente.
—¡Así que mi propio padre me vuelve la espalda!
—¿Habéis husmeado ahí dentro? —preguntó el cardenal y Wenzel volvió a notar su mirada airada—. ¿Habéis descubierto algo?
«He descubierto que Alexandra está enamorada de otro y que cuando te arrancan el corazón duele mucho», pensó Wenzel, pero se limitó a negar con la cabeza.
—¿Es la primera vez que entráis allí?
Wenzel asintió, pese a que le resultaba difícil volver a mentir al cardenal cuya mirada seguía perforándolo.
—Que vayan a casa —dijo Cyprian—. No quiero que los niños se vean involucrados.
—Ya no soy un niño —replicaron Wenzel y Alexandra al unísono.
—Los niños forman parte de todo el asunto, Cyprian. Es igual que en el pasado: te negaste a aceptar que Agnes estaba en el centro de la cuestión hasta que casi fue demasiado tarde.
—Aun así… —dijo Andrej, y apoyó una mano en el hombro de Wenzel.
El cardenal soltó un bufido y luego meneó la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Pero después quiero que vuestro hijo conteste a un par de preguntas.
—Yo también —intervino el padre de Wenzel, para gran disgusto de este.
—Tú acompañarás a tu amigo a vuestra casa, Alexandra —dijo el cardenal Khlesl—. No protestes. Os quedaréis allí hasta que regresemos.
Por impertinente que fuera Alexandra, no lo era lo suficiente para volver a contradecir al cardenal; Wenzel notó que hervía de ira, pero después bajó la cabeza y dijo:
—Muy bien.
Entonces, con cierto retraso, una pregunta se abrió paso en la cabeza del muchacho: ¿por qué el cardenal se había referido a él como el amigo de Alexandra y no como su primo?
—¡Vamos, Wenzel! —exclamó Alexandra.
Él esquivó la mirada de su padre y se acercó a la joven. Al ver el brillo de sus ojos se puso nervioso, pues delataba que ella había hallado el modo de tener la última palabra, y se vio a sí mismo quitando las tablas del tabique de la bodega. ¿Sería posible que ella fuera a…?
—Allí abajo hay un arcón rodeado de cadenas —dijo Alexandra.
Habría sido cómico si el resultado no hubiese resultado tan aterrador. Los tres hombres se enderezaron al mismo tiempo, como si les hubieran pegado un latigazo. De pronto era como si Andrej y Cyprian volvieran a ser jóvenes, como si de pronto volvieran a tener veinte años, la edad de Wenzel. El cardenal palideció. Cyprian dio un paso hacia ellos y Wenzel retrocedió, pero el cardenal Melchior lo detuvo, se acercó a ellos arrastrando los pies y se plantó ante Alexandra. La expresión triunfal había desaparecido de los rasgos de la muchacha y ya solo era una jovencita atemorizada que se había encaramado a un árbol y no sabía cómo volver a bajar sin caer. Tal vez el cardenal no habría parecido tan amenazador si se hubiera abalanzado sobre ella o hubiera gritado. Al parecer, solo caminaba tan despacio porque conservar el control exigía todas sus fuerzas. Wenzel se percató de que si hubiese perdido los nervios se habría lanzado sobre él y Alexandra como un loco furioso.
—Un arcón —dijo Melchior Khlesl.
—Quizá no sea un arcón —balbuceó Alexandra, quien retrocedió un paso, chocó contra Wenzel y le cogió la mano con los dedos helados—. Solo me lo pareció. Tal vez solo era un montón de piedras caídas del techo. No pude verlo bien. Era una sombra, nada más.
—Hace cuatrocientos años que esa sombra se proyecta sobre la humanidad —declaró el cardenal con una voz que no parecía pertenecerle.
De pronto Cyprian apareció a su lado. Alexandra contempló a su padre como si este pudiera salvarla de morir ahogada. Él hizo un gesto con la cabeza y se volvió hacia Melchior.
—¿Qué has hecho, tío Melchior? —preguntó, y Wenzel notó que, al oír sus palabras, Alexandra se echaba a temblar.
El cardenal Khlesl intentó encender el candil —que Andrej había arrojado escaleras abajo de un puntapié— con la mecha de la farola del carruaje. Por fin Wenzel cogió la mecha susurrando una disculpa y encendió la lamparilla.
El cardenal le hizo una señal con la cabeza; aún tenía el rostro demudado. Wenzel alzó ambos candiles, vio el rostro temeroso de Alexandra y luego iluminó la pared del tabique de madera en el que su padre y Cyprian abrían un agujero a puntapiés. Se levantó una polvareda y el muchacho tosió.
—Ya basta —exigió Cyprian. Cogió una de las lámparas y se deslizó dentro del hueco.
—Tú y Alexandra os quedaréis aquí fuera —ordenó Andrej, quien se apropió del segundo candil y siguió a Cyprian.
El cardenal Melchior empujó a Wenzel a un lado y también se deslizó por el hueco. De pronto Alexandra se situó al lado de Wenzel, como impulsada por la repentina oscuridad. Ambos se miraron y acto seguido siguieron a los hombres al pasillo. Nadie los obligó a regresar. Por supuesto que era un arcón. La cadena relumbraba a la luz de las lámparas.
—¿Por qué no me dijiste nada al respecto? —susurró Wenzel. Alexandra se encogió de hombros.
—Sabíais que el emperador Matías no tiene ni idea del valor de la Biblia del Diablo —dijo Andrej, dirigiéndose al cardenal—. Existía el peligro de que se limitara a arrojarla a la basura junto con las demás curiosidades aparentemente sin valor. Durante los primeros momentos tras la muerte de Rodolfo, yo mismo casi esperaba oír que habían encontrado un libro enorme.
—Temí que si caía en manos de un alquimista o un charlatán medianamente versado en las viejas leyendas, este no tardaría en darse cuenta de que solo se trataba de la copia —dijo Melchior.
—Y que entonces la caza de la Biblia del Diablo volvería a comenzar —concluyó Cyprian, meneando la cabeza—. Y fui lo bastante ingenuo como para creer que habíamos resuelto el tema de una vez por todas. ¿Por qué no me contaste tus temores?
—Porque no queríamos preocuparte —dijo Andrej con una media sonrisa—. Tú eres el remanso de tranquilidad dentro del grupo. No queríamos que te inquietaras inútilmente.
Incluso el cardenal esbozó una sonrisa.
—Y no es que nos pusiéramos de acuerdo.
—Estupendo —masculló Cyprian—. ¿Hay algo más que me hayáis ocultado durante todos estos años porque considerabais que era demasiado tonto como para saberlo?
—La Tierra es una esfera.
—No puede ser —replicó Cyprian.
La mirada de Wenzel osciló entre ambos. Después del primer susto causado por la reacción del cardenal, la curiosidad superó el temor… y también la circunstancia de que Alexandra hubiera vuelto a cogerlo de la mano con toda naturalidad. Las chanzas parecían haber relajado ligeramente a su padre y al cardenal. Cyprian iluminó el arcón con el candil.
—Creo que está intacto.
Andrej agarró el candado que unía las cadenas y tironeó. Luego lo iluminó con su candil y Wenzel y Alexandra se acercaron y contemplaron el arcón por encima del hombro de Andrej.
—En todo caso, el candado no es más nuevo que las cadenas —declaró—. Supongo que ninguno de vosotros dos tiene la llave, ¿verdad?
El cardenal Khlesl hurgó en su atavío y extrajo una cadena que le rodeaba el cuello, de la cual colgaba una cruz de oro. Cogió la cruz y la sostuvo por encima del arcón. Alexandra presionó la mano de Wenzel y este también tragó saliva, como si esperara que un rayo surgiera de la cruz y reventara las cadenas. Incluso Cyprian y Andrej se enderezaron y dieron un paso atrás. El cardenal los miró, puso los ojos en blanco, cogió el brazo más largo de la cruz y tiró de él. Una especie de funda metálica se desprendió y reveló que en realidad el brazo era una llave larga y delgada.
—Pero ¿qué esperabais? —preguntó.
—Nada, nada —respondió Cyprian—. Sigue impresionándonos.
—Solo existen dos llaves de ese candado —dijo Melchior—. Una la llevaba siempre consigo el emperador Rodolfo; es posible que lo enterraran con ella. La otra la hice confeccionar yo en secreto, para una emergencia como esta.
Se agachó e introdujo la llave en el candado.
—En las semanas anteriores a la muerte del emperador, logré que Lobkowicz, el canciller del reino, y Jan Lohelius, el Gran Maestre de los cruzados, se pusieran de nuestro lado sin revelarles del todo el auténtico poder de la Biblia del Diablo. Inmediatamente después de la muerte de Rodolfo sacaron el arcón con la copia del códice de la cámara de curiosidades y lo hicieron transportar aquí. Yo sabía que este sería el último lugar que alguien investigaría —dijo, lanzó una mirada por encima del hombro a Wenzel y este encogió los hombros. Alexandra levantó la cabeza en un gesto de obstinación.
Las cadenas cayeron al suelo, chirriando y tintineando. El cardenal se enderezó, soltó un gemido, cogió la tapa del arcón y lo abrió.
Alexandra se puso de puntillas: quería echar un vistazo al interior.
Entonces empezó a gritar.