26

—Por aquí, Excelencia. Cuidado con las ramas bajas, Excelencia. Enseguida llegaremos, Excelencia.

El prefecto Albrecht von Sedlnitzky no tenía prisa por llegar. Fuese lo que fuera lo que lo esperara en el nevado bosque al norte de Brno, tenía la impresión de que no le apetecería verlo. Pensó en la comida que lo aguardaba en el castillo de Spielberg y que la corteza de la carne se ablandaría y las verduras se volverían sosas antes de su regreso, y se maldijo por haber hecho caso a la llamada que lo había alcanzado hacía un par de horas. Nadie tenía más detalles. Para cuando la noticia le llegó había sido ya tan tergiversada que allí en el bosque podría encontrarse con cualquier cosa, desde un ejército de cien mil hombres del emperador de China hasta a san Nicolás, quien había aprovechado las Navidades para regresar a la Tierra en persona y que necesitaba al prefecto porque no podía volver a encontrar su saco de regalos. Albrecht von Sedlnitzky solo sabía una cosa: si la petición de que se presentara personalmente en medio del bosque lo había alcanzado el día del nacimiento de Jesucristo, significaba que había generado suficiente alboroto en las fronteras del círculo jerárquico que él había creado en torno a sí mismo como para que realmente se tratara de algo importante.

Había aprendido a valorar la impenetrable sucesión de niveles y responsabilidades tras la cual lograba ocultarse, porque de ese modo siempre había alguien a quien echarle la culpa por una decisión equivocada… alguien que no fuese él mismo. Albrecht von Sedlnitzky estaba convencido de que, en tiempos como los que le tocaba vivir, no se podían cometer errores en un puesto importante como el suyo… o al menos ninguno que pudiera ser atribuido al prefecto. El administrador de los destinos de Moravia debía ser infalible. Además, Albrecht von Sedlnitzky tenía otros planes para su carrera, difíciles de realizar si su expediente presentaba una mancha.

No obstante, ese día comprendió que su organización adolecía de un defecto: le impedía comprobar qué ocurría de verdad en el nivel inferior de la vida, es decir, en el nivel donde se encontraba el ochenta por ciento de la población de Moravia, el de las personas normales. El problema consistía en que no debía permitir que nadie notara que no tenía ni la menor idea, pues ello hubiese indicado falibilidad. Era un círculo vicioso y tan injusto como la vida misma. Recordaba vagamente la ejecución que supuso su primer acto oficial. Después el verdugo de Olmütz tuvo que ser conducido fuera de la ciudad bajo guardia, porque de lo contrario los ciudadanos de Brno lo habrían lapidado. Alguien había evaluado la situación de manera errónea y había permitido que Albrecht creyera que con la ejecución del pastor mentecato cosecharía el aplauso de la población. Por supuesto que ese alguien había cargado con las consecuencias y ya no era corregidor ni se encontraba en Brno. Albrecht recordaba muy bien que incluso había señalado al corregidor que los habitantes de Brno podían considerar que la ejecución era en realidad un asesinato de motivación política, pero el muy necio no lo había escuchado. Cabía en lo posible que el corregidor recordara que todo había ocurrido exactamente al revés, pero de momento los recuerdos del corregidor carecían de importancia. En todo caso, la ejecución supuso un fracaso y le había demostrado hasta qué punto era importante conservar el olfato que permitía descubrir el estado de ánimo del pueblo. En un nivel mental ligeramente inferior sentía cierta inquietud por haberse impedido a sí mismo la menor posibilidad de alcanzar dicho olfato, pero esa inquietud hubiera indicado un grave error de cálculo en su estrategia y, en ese sentido, fue exitosamente reprimida.

Albrecht adoptó una expresión sombría al ver a los soldados amoratados por el frío que se alineaban ante él castañeteando los dientes.

—¿Qué están haciendo esos? —preguntó.

Un suboficial lo saludó y tartamudeó:

—A… aseguran el lu… lugar del ha… hallazgo, Exce… Excelencia.

—Todo habrá acabado enseguida, hombres —dijo Albrecht en tono generoso—. Después regresaréis al calor, al vino y al asado y le daréis un gustito a la dama de vuestro corazón en honor al nacimiento de Cristo, ¿verdad? —exclamó, sonriendo. Un buen comandante sabía lo que querían oír sus hombres.

Los soldados intercambiaron miradas. En Brno los aguardaban diversas casetas de guardia recorridas por corrientes de aire en las que cuatro hombres compartían dos jergones y, si los habitantes de los alrededores se sentían generosos les regalarían un barril de cerveza agria que la tropa que permanecía en la ciudad ya habría vaciado a medias. La mayoría de las casetas se encontraban cerca de las murallas, donde los habitantes de los alrededores eran tan pobres que en Navidad los soldados compartían sus míseras raciones con flacos niños de la calle.

—¡Sí, Excelencia! —dijo el suboficial, que ya servía bajo el tercer prefecto y también sabía lo que deseaban oír los señores.

Albrecht aguzó los oídos.

—¿Qué es ese ruido?

—¿Qué ruido, Exce… Excelencia?

—Ese aullido. ¿Hay lobos por aquí?

—No oigo nada, Exce… Excelencia —respondió el jefe de la guardia, mintiendo descaradamente.

Que el prefecto descubriera por su cuenta qué era lo que soltaba los aullidos y que luego se metiera su maldito asado por el culo.

Albrecht von Sedlnitzky meneó la cabeza con expresión disgustada. Tiró de las riendas, los soldados dieron un paso a un lado y el prefecto siguió las huellas pisoteadas en la nieve. El aullido se volvía más sonoro a cada paso.

En los últimos metros tuvo que desmontar y dejar atrás al caballo: el sotobosque era demasiado tupido. Vio prendas multicolores brillando en la penumbra y se dio cuenta de que el aullido surgía del pequeño círculo formado por las prendas. Los propietarios de los caros atavíos estaban de pie con los rostros vueltos hacia fuera o conversaban entre ellos en voz baja. Cuando Albrecht se acercó, uno se aproximó a él; tenía las mejillas rojas de frío y una gota colgando de la nariz.

—¿Qué diablos es ese ruido infernal? —preguntó el prefecto.

El círculo se abrió y pudo echar un vistazo a las dos figuras acurrucadas en la nieve. Llevaban las ropas parduzcas de los campesinos. La mujer se mecía adelante y atrás llorando en voz alta; el hombre estaba encorvado y sollozaba con voz ronca.

—¡Santo Cielo, qué desagradable! —exclamó Albrecht—. ¿Es que nadie les ha dicho que se callen?

—No, Excelencia.

«He de hacerlo todo yo mismo —pensó Albrecht—. ¡Y encima el día de Navidad!». Se abrió paso entre los hombres y se plantó ante los campesinos.

—Bueno, ya vale —sentenció en tono duro—. ¿No os dais cuenta de que… nos… estáis… molestando… a todos…?

Entonces echó un vistazo por encima de los hombros de los campesinos acurrucados, vio lo que estaban llorando y se quedó mudo.

—¿Os encontráis mejor, Excelencia? —preguntó el hombre que lo había sostenido.

Albrecht von Sedlnitzky se enderezó y procuró enterrar los restos de su almuerzo bajo la nieve.

—¿Quién hace algo así? —preguntó, gimiendo.

—En todo caso, ningún pastor mentecato —respondió el hombre, y Albrecht comprendió que no se trataba de un amigo.

El prefecto cogió un puñado de nieve, se enjuagó la boca y volvió a escupirlo; se restregó los labios con otro puñado y por fin se puso de pie. ¿Así que ningún pastor mentecato? Decidido a no mostrarse débil, enderezó los hombros, dirigió la mirada hacia la llorosa pareja y el cadáver semioculto detrás de ellos, y volvió a tener arcadas. La mirada del hombre que estaba a su lado era inexpresiva. Albrecht optó por la heroicidad y se tragó el vómito: no quería volver a caer de rodillas vomitando, y mucho menos ante esa mirada indiferente y absolutamente hostil. Se estremeció, pero tuvo la satisfacción de notar que el hombre que estaba a su lado hacía una mueca.

—¿Por qué no la habéis cubierto?

—Queríamos que la vierais así. No hemos tocado nada del lugar del hallazgo y sus padres estaban demasiado alterados para tocar a su hija —dijo, señalando la pareja que seguía deshaciéndose en lágrimas.

El prefecto asintió. Percibía la mirada de los ojos muy abiertos de la muerta en la nuca y sabía que era incapaz de enfrentarse a ella, y eso que el rostro era la única parte del cuerpo que no estaba espantosamente desfigurada. Tal vez se debía a que la cabeza se encontraba entre las piernas abiertas de la muerta.

—¿Quién dio la alarma?

—El jefe de la aldea. Durante dos días esperaron que la muchacha regresara y después reunieron a toda la aldea para que les ayudaran a buscarla. Y la encontraron en ese estado —dijo el hombre, indicando a otra figura envuelta en prendas anodinas, en cuya presencia Albrecht aún no había reparado. Era un hombre mayor de rostro demacrado por las privaciones. Estaba pálido. Albrecht le indicó que se acercara y el jefe de la aldea se aproximó con aire tímido.

—¿Qué ha ocurrido aquí, buen hombre? —preguntó Albrecht y hurgó en su talego buscando una moneda.

Halló una, comprobó que su valor era excesivo, buscó otra y se la arrojó al jefe de la aldea con gesto de complicidad. La moneda cayó en la nieve y Albrecht fue consciente de que el rubor le cubría la cara.

—¿Ha sido uno de los jóvenes de la aldea?

—Ha sido el diablo —contestó el jefe en tono apagado.

—Tonterías —replicó Albrecht al tiempo que se le erizaba el vello de la nuca y echaba un vistazo por encima del hombro. El jefe de la aldea calló—. ¿De dónde sacas ese disparate? —preguntó Albrecht.

—Le grabó su marca a fuego —respondió el jefe con voz tan inexpresiva que Albrecht carraspeó—. Por todas partes —añadió el hombre de pie junto a Albrecht, pero sus palabras, que deberían haber sonado cínicas, en realidad resultaban conmovedoras.

—¿Qué aspecto tiene la marca del diablo? —preguntó Albrecht, creyéndose astuto.

El jefe de la aldea dio un paso a un lado y le indicó que se acercara al cadáver.

—Bastará con una descripción —se apresuró a decir el prefecto.

El jefe alzó una mano y formó una garra, y Albrecht retrocedió sin poder evitarlo.

—También se podría decir —murmuró el hombre que estaba a su lado— que un herrero forjó un trozo de hierro en forma de garra diabólica y luego lo usó como hierro para marcar. Las marcas cubren todo el cuerpo.

Albrecht tragó saliva porque tenía la sensación de que lo que aún quedaba de su almuerzo quería volver a surgir.

—Fue el diablo —insistió el jefe de la aldea—. El diablo la tocó y después la violó hasta la muerte.

—¿Qué?

—Las quemaduras en su… —empezó a decir el hombre.

—No quiero detalles —soltó Albrecht, y se volvió hacia el jefe—. Gracias, buen hombre.

—¡El diablo salió del infierno! —graznó el jefe, alzando el brazo. Su rostro se había convertido en una mueca de odio—. Salió de la cama de la bruja.

—Sí, sí —dijo Albrecht—. Ya está bien, ahora lárgate.

—De allí —insistió el jefe, y formó la señal contra el mal de ojo con la mano estirada.

Albrecht agitó las manos. El jefe bajó la suya, le dedicó una mirada abrasadora y se volvió. Tras un instante de vacilación se agachó, recogió la moneda de la nieve, la guardó y se alejó.

—¿Qué hay allí? —preguntó Albrecht.

El hombre a su lado se encogió de hombros.

—Bosques —dijo, y Albrecht tuvo la impresión que había hecho la pequeña pausa adrede—. Y el castillo de Pernstein.

Albrecht arqueó las cejas.

—¿El diablo procede de Pernstein? —preguntó en tono incrédulo—. ¿Y se supone que allí vive una bruja?

—Hace meses que circulan rumores —explicó el hombre—. Más sustanciosos que los habituales chismorreos de los campesinos, si os interesa mi opinión.

—Siempre me interesa vuestra opinión, estimado… —dijo Albrecht, tratando de recordar qué rango ocupaba el hombre y cómo demonios se llamaba, pero fue inútil—… estimado… eh… estimado.

—Soy Siegmund von Dietrichstein —dijo el interlocutor de Albrecht.

¡Maldición! ¡El camarlengo de la Baja Moravia! Albrecht recordaba vagamente que el hombre llevaba cuatro meses aguardando a ser recibido por él. En todo caso, Dietrichstein fue lo bastante cortés como para no prolongar la pausa durante una eternidad y continuó hablando.

—¿Sabéis qué representa el nombre de Pernstein?

—Desde luego —respondió Albrecht—. ¿Y vos, también lo sabéis?

Dietrichstein abrió los brazos y Albrecht sospechó que había descubierto su pequeña treta.

—Nací aquí —dijo el camarlengo—. El viejo Wilhelm von Pernstein poseía media comarca hasta que su hijo Ladislaus gastó todo el dinero en arte. De un modo u otro, hace cincuenta años una tercera parte de los habitantes de Moravia vivían a sueldo de la familia Pernstein, y dos tercios estaban en deuda con el viejo Wilhelm. Tras el régimen de Ladislaus lo único que les quedó fue el castillo, que es gigantesco, de murallas como riscos, imposible de conquistar y rodeado de bosques y tinieblas.

Lo único que entendió bien Albrecht fue que la suerte había abandonado a la familia Pernstein.

—Pongámoslos al descubierto —dijo—. No podemos tolerar que rumores sobre brujas y el diablo se extiendan a través del margraviato, ¿verdad, estimado Dietrichsburg?

—Dietrichstein —lo corrigió el camarlengo—. ¿Qué quiere decir con «ponerlos al descubierto»?

Albrecht se golpeó el puño contra la palma de la mano.

—¡Ja! —exclamó alzando la voz y, turbado, notó que todos se sobresaltaban, incluso el desesperado padre de la muchacha—. ¡Ja! Arrastraremos a esos piojosos muertos de hambre fuera de su castillo de las orejas, uno por uno, y quemaremos a un par de criadas que parezcan brujas. Así se hacen esas cosas.

—En primer lugar —dijo Dietrichstein, que parecía buscar algo de qué agarrarse para no abalanzarse sobre el prefecto—, no podríais ocupar Pernstein ni siquiera con mil soldados y en pleno verano, y no disponéis de mil soldados ni estamos en verano…

—Pues entonces aguardaremos hasta que llegue el buen tiempo y mientras tanto ahorcaremos a todos los campesinos que hablen de brujería —replicó Albrecht, y lanzó una mirada sombría hacia donde había desaparecido el jefe de la aldea—. Empezaremos por ese de allí.

—En segundo lugar —prosiguió Dietrichstein, alzando dos dedos trémulos ante las narices del prefecto—, durante los últimos cien años gracias a la sensatez de vuestros predecesores y la sensatez de los habitantes del lugar se logró impedir que la gentuza dominica se instalara aquí y quemara en la hoguera a media docena de ancianas y muchachas de cada aldea. Y ni se os ocurra mencionar la palabra «brujería», señor Von Sedlnitzky, con el fin de justificar alguno de vuestros actos, porque con ello solo conseguiríais abrir las puertas a la locura… y recordar algo como aquello de ahí —añadió Dietrichstein, señalando el cadáver despedazado; Albrecht gargajeó—, como un acto casi comedido, ¡porque una víctima medio carbonizada que arde en la hoguera gritando en su agonía es un espectáculo infinitamente más atroz!

—Por Dios, estimado Dietrichsburg, os suplico que os contengáis —murmuró Albrecht.

—Limitaos a no mencionar el tema de las brujas bajo ningún concepto —siseó Dietrichstein— si no deseáis encontraros frente a uno de esos diablos vestidos de blanco y negro dentro de escasas semanas, reflexionando acerca de su pregunta sobre por qué no habéis tomado medidas contra la brujería hace tiempo, y escuchar sus reproches: ¡que ante la Inquisición callar sobre actividades hechiceras es considerado un pecado!

—Eh… —musitó Albrecht en tono asustado.

—¡Y si no queréis que nuestra bendita comarca empiece a apestar a carne quemada y las miradas de los padres y las madres, los hermanos y las hermanas y los hijos y las hijas y los esposos de las mujeres que se retuercen entre las llamas no os abandonen jamás! Y si no deseáis ver una familia como esa en todas las tabernas en las que entréis —añadió, indicando los campesinos, inalcanzables en su dolor—, arrodillada ante algo cuya visión os perseguirá incluso en vuestro lecho de muerte.

El labio inferior de Albrecht empezó a temblar.

—He corrido mundo —prosiguió Dietrichstein— y he visto todo eso… en otras tierras.

Hizo un movimiento tan brusco con el puño en dirección al rostro del prefecto que este retrocedió. Pero Dietrichstein abrió la mano.

—El hedor de la carne humana quemada se pegará a vuestra piel —susurró—, aunque os encontréis lejos de la hoguera. Siempre lo oleréis. Yo siempre lo oleré.

—Pero mi estimado Dietrichsburg… —exclamó Albrecht, conmocionado.

—En tercer lugar —prosiguió el camarlengo en tono implacable y con el rostro crispado por el desprecio—, en tercer lugar, vuestra Excelencia debería tener en cuenta que Polyxena von Lobkowicz, esposa del canciller del reino, hija predilecta de Ladislaus von Pernstein y viuda del antiguo barón Rozmberka, nacida Pernstein, goza de un montón de impresionantes vínculos en la corte imperial y seguro que le desagradará oír que relacionan su castillo con la brujería.

—Eh… —dijo Albrecht, completamente atónito.

—Así que, Excelencia, os aconsejo que os pongáis en contacto con el canciller imperial y, en el más absoluto secreto, os encarguéis de que se esclarezca lo que aquí sucede. Reunid un funcionario de investigación, un par de ayudantes, unos pocos soldados en el mejor de los casos, para que os protejan…

—¿Os habéis vuelto loco? —chilló Albrecht—. ¿El canciller imperial? ¡No pienso granjearme la enemistad del canciller imperial!

—Al contrario, conseguiréis su amistad si procedéis de esa manera. O todo resulta ser un invento y en ese caso habréis evitado que un escándalo afecte a la familia de su esposa, o bien todo es verdad y entonces le habréis ayudado sobremanera si evitáis que el asunto salga a la luz.

—Puede que hasta este momento hayáis corrido mucho mundo —replicó Albrecht—, pero conozco a los prohombres. Nadie puede contar con su agradecimiento.

—Pues vos deberíais saberlo…, Excelencia.

Albrecht echó un vistazo al jefe de la aldea.

—¡Debería ordenar que le arrancaran la lengua a ese viejo necio!

El camarlengo de la Baja Moravia se volvió abruptamente.

—Haced lo que debáis —dijo por encima del hombro, y se alejó—. Feliz Navidad.

Con el rostro crispado, Albrecht von Sedlnitzky clavó la mirada en la espalda del camarlengo, que había hecho tambalear los cimientos de su existencia. El cielo detrás de los árboles empezó a teñirse de rojo, en alguna parte sonaba el débil tañido de una campana. El ocaso resplandecía como la sangre a través de los árboles cubiertos de nieve… o como el reflejo de las llamas de una hoguera capaz de devorar toda la comarca. Las campanadas de la iglesia parecían la alarma inútil ante ese incendio que abarcaba el horizonte y de pronto el temor se adueñó de Albrecht.

El guardián de la Biblia del Diablo
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